Detención y destierro
Volé de regreso desde Múnich sentado justo detrás del marqués de Valdeiglesias, que iba hablando libremente con su compañero de asiento. Le contaba todo lo que habían intentado ante el Gobierno federal alemán y sobre todo ante el regional bávaro. Cuando al llegar a Madrid Valdeiglesias vio que en la cola de presentación de pasaportes el comisario nos detenía a algunos se quedó muy sorprendido, porque él había asegurado a los alemanes, cuando les pedía que no nos dejaran hablar en el pleno internacional, que no habría represalias contra los participantes. Creo que el marqués pensaba sinceramente que no nos pasaría nada, y ahora estaba quedando en una posición incómoda. Por eso desde el aeropuerto se fue, según me contó después, directamente a ver a su amigo el ministro de Obras Públicas, Jorge Vigón, para pedirle explicaciones. Cuando yo ya había regresado del extrañamiento, es decir, bastante tiempo después del Congreso de Múnich, el marqués de Valdeiglesias me confesó, con mucho énfasis, que a él le habían sorprendido mucho las represalias que se tomaron contra nosotros.
En Múnich, por encargo del Gobierno, supongo que principalmente del ministro Castiella, había hablado con las autoridades alemanas, a las que pedía que nos quitaran relevancia. Los miembros de la CDS y la CSU, según Valdeiglesias, se comprometieron a no dar demasiado relieve a la cuestión española, pero a cambio le pidieron que no hubiera represalias contra los participantes. Al oír esto el marqués les había dicho: «¿Pero qué se creen ustedes que es el Gobierno español?», dando a entender que ni se les pasaría por la cabeza. Por eso cuando fuimos detenidos se dio cuenta de que quedaba en una posición muy desairada ante los alemanes.
Siempre me he preguntado qué puso tan nervioso al Gobierno, por qué hubo un Consejo de Ministros mientras aún se celebraba el congreso y en él incluso se alteró el Fuero de los Españoles. Los colaboradores de Castiella han contado que el ministro quiso evitar las represalias a toda costa, pero se le echaron encima Rafael Arias Salgado y los ministros militares y salió derrotado.
Cuando el Movimiento Europeo tuvo conocimiento de lo que nos ocurría organizó una visita al general Franco. La delegación la componían Pierre de Vigny, Étienne Hirsch, John Hynd y Robert van Schendel, secretario general del Movimiento Europeo, si bien a este último, por considerarlo responsable directo de la reunión española —en lo que acertaba—, se negó a recibirle.
Van Schendel vino de todas formas, aunque no fue recibido en El Pardo, como sí lo fueron sus compañeros. Sin embargo, marginado de los actos oficiales, se dedicó a hablar con Tierno Galván y otros miembros de la oposición. En uno de los informes que hizo el Ministerio de Asuntos Exteriores, el entonces director general de Europa Fernando Olivié cuenta que cuando se dirigió a El Pardo con los tres representantes del Movimiento Europeo, como había tiempo les hizo pasar frente al monumento a Calvo-Sotelo situado al final del paseo de la Castellana en Madrid. Olivié reconoce que lo hizo para poder contarles que José Calvo-Soleto, líder parlamentario de la oposición, había sido asesinado por esos mismos socialistas que ahora alardeaban de moderación en Múnich y Estrasburgo. En el informe posterior del Consejo Internacional del Movimiento Europeo queda claro que a aquellos delegados la visita a España no les acabó de convencer. En aquella ocasión Franco les dijo que no estaba en absoluto en contra de la declaración de los españoles en el Congreso de Múnich sobre las condiciones del ingreso en el Mercado Común, aunque hablaban de democratización del régimen, pero que lo que él no podía consentir era un contubernio entre los que habían perdido la Guerra Civil y parte de los que la habían ganado. Según les dijo Franco, esa actitud desleal era lo que no podía aceptar. El general dijo a los visitantes que de momento no pensaba modificar nuestra situación, que era lo que le pedía aquella comisión del Movimiento Europeo.
Allí en Barajas nos estaban esperando familiares y amigos, porque sabían que iba a producirse una reacción del régimen. Como he dicho el Consejo de Ministros incluso suspendió el artículo del Fuero de los Españoles relativo a la libertad de residencia. En el aeropuerto estaban Tierno Galván, Leopoldo Calvo-Sotelo y otros. Leopoldo se nos acercó a Íñigo Cavero y a mí, que íbamos juntos detrás del marqués de Valdeiglesias, cuando aún no nos había llegado el turno de mostrar el pasaporte, y nos dijo discretamente que debíamos prepararnos porque la situación estaba fea, se había suspendido el artículo citado y nos iban a confinar a algunos. «Prepárate sobre todo tú —me dijo—, que como secretario de la asociación has tenido allí un papel más destacado».
Leopoldo Calvo-Sotelo tenía razón. Al ver mi pasaporte me llevaron a presencia del comisario Molina, que me dijo:
—Habrá tenido usted noticia de que se ha suspendido el artículo correspondiente del Fuero de los Españoles y tiene que elegir en este momento si regresa al extranjero o se pone a disposición del Gobierno español, que lo va a confinar probablemente en una isla canaria o en África.
Yo tenía las ideas claras y por eso no dudé en mi respuesta.
—No tengo nada de qué arrepentirme, he actuado conscientemente, manteniendo una actitud política perfectamente meditada y estoy a disposición de la autoridad judicial para declarar, si es que ustedes me llevan ante ella.
—De momento usted se queda aquí y luego le llevaremos a la Dirección General de Seguridad.
Y así lo hicieron. Pero antes de mi traslado a la Puerta del Sol llegó otro avión y en él venía Gil-Robles, a quien le hicieron el mismo número, pero con una diferencia: reaccionó muy enérgicamente y su enfado le llevó a tener una escena muy tensa con el comisario. Puedo dar fe de que fue una discusión bastante sonora. Al final don José María eligió regresar a Francia, pero ya no había ningún vuelo ese día. El comisario le dijo que tendría que esperar en un sillón del aeropuerto. De nuevo Gil-Robles, con su fuerte personalidad, le contradijo. Quería pasar la noche en la ciudad, a poder ser en su domicilio, y daba su palabra de que al día siguiente se marchaba. Pero el comisario se negó y finalmente el que fuera líder de la CEDA se quedó la noche entera en Barajas y por la mañana marchó una vez más al exilio.
Antes de que me llevaran a la DGS pude hablar con él.
—Mire usted, Fernando —me dijo—, yo no me voy a ir a «puerto-cabras» —así llamaban a Puerto del Rosario en Fuerteventura, donde le habían dicho que sería confinado si elegía quedarse en España—. No pienso estar allí como estuvo Unamuno, de manera que me voy. ¿Qué hará usted?
—Yo, don José María, he decidido quedarme con todas las consecuencias.
Nos despedimos. Él se fue a París al día siguiente, camino de Ginebra, que sería su destino esta vez. Y a mí me llevaron a la Puerta del Sol esa misma noche. En la DGS me metieron en uno de los calabozos y al cabo de un rato oí la voz de Joaquín Satrústegui, que pedía no sé qué a los guardias. Le saludé a gritos: «Hola, Joaquín». Inmediatamente uno de los guardias me conminó al silencio alegando que estaba prohibido mantener cualquier tipo de comunicación.
Esa noche de junio en la celda, mirando por el ventanuco el bullicio de la Puerta del Sol, me dediqué a meditar sobre aquella mi primera experiencia como detenido del régimen franquista. Se me pasaron por la cabeza todos los problemas que mi situación podía acarrear. Probablemente no podría seguir trabajando como abogado en la empresa inmobiliaria y menos aún en la Diputación Provincial de Madrid. Me imaginaba, como así ocurrió, que en esa institución me abrirían expediente y me echarían. ¿De qué iba a vivir mi familia?, me preguntaba allí en la Puerta del Sol.
No fue una noche muy feliz, hasta que se alivió algo cuando ya entrada la madrugada llegó uno de los guardias con una bandeja muy bien presentada con alimentos del cercano restaurante Lhardy.
—¿Qué es esto? —le pregunté al guardia.
—Se lo manda a usted el señor Ruiz Gallardón.
José María, que era muy buen amigo mío, había estado en Barajas y había presenciado todo lo ocurrido. Con aquel obsequio quería reconfortarme un poco aquella noche, pero yo no tenía ni humor ni apetito, así que regalé la bandeja a los guardias para que el refrigerio se lo comieran ellos.
Ya estaba allí también Jaime Miralles, que había llegado en un avión procedente de Milán y fue detenido en Barajas, como nosotros. A la mañana siguiente a Satrústegui, a Miralles y a mí nos dijeron que el secretario del Colegio de Abogados, Juan Manuel Fanjul, nos estaba esperando en un despacho del piso superior. Quería preguntarnos si necesitábamos algo o teníamos algún asunto pendiente que él pudiera solucionar. Fanjul estuvo cordial y generoso y trató de tranquilizarnos:
—Esto no es más que un rebote de parte del Gobierno, que se pasará pronto. Ha habido mucha discusión. Castiella no quería que se tomara esta medida, pero al final se le han impuesto los ministros militares y el general Franco ha decidido que elijáis entre el confinamiento o el exilio.
Esa misma mañana nos llevaron a Barajas en una furgoneta policial. A la entrada del aeropuerto vimos a nuestras familias, esperando. Sin duda se había corrido la voz y pretendían vernos. De todas formas no nos dejaron salir del vehículo para hablar con los nuestros y nos llevaron por toda la pista hasta el pie del avión. Ante la escalerilla misma se paró la furgoneta, en la que permanecimos los tres otro rato más, siempre en el interior y acompañados por nuestros tres policías. Allí estábamos cuando de repente vimos venir por la pista a un señor con un perrito, que se acercaba hacia la furgoneta. Cuando estuvo cerca empezó a proferir gritos de «¡Viva la libertad!», «¡Viva Europa!», «¡Vivan los confinados!». Los policías, sobresaltados y nerviosos, no tardaron en lanzarse a por él, detenerlo y llevárselo. Esta persona era Antón Menchaca, un buen amigo, un clásico, un incombustible luchador por la monarquía democrática.
Nos subieron por fin al avión, cada uno de nosotros con nuestro correspondiente policía. Volamos charlando de nuestras cosas. Yo más bien tuve que calmar a mi policía, porque era su primer vuelo y no las tenía todas consigo. El hombre no dejó de preguntarme, desde el despegue, si aquello era seguro o no.
Así viajamos hasta Gran Canaria. En Las Palmas, en el aeropuerto de Gando, nos bajaron del avión y nos dejaron en unas dependencias que había en el propio aeropuerto. Allí se nos acercó el marqués de La Eliseda, que preguntó a Satrústegui qué había pasado, porque tenía noticias de un gran revuelo. Joaquín le dio nuestra versión de todo lo ocurrido en Múnich y en Madrid. Charlamos un rato y luego nos metieron a cada uno en una de aquellas habitaciones. Al día siguiente, en un vuelo tempranero de los que había entre isla e isla, nos llevaron de Gando a Fuerteventura, en un viaje que fue inquietante pues sabíamos que allí había una especie de centro de confinamiento al que, según se decía, llevaban a gentes con tendencias sexuales «raras». Temíamos que nos llevaran a tal lugar, pero no fue así.
Finalmente nos condujeron a una especie de hotelito que había hecho el Cabildo Insular y cuya concesión tenía un señor muy amable, Andrés Valerón. Como éramos seis, nosotros tres y nuestros correspondientes policías, tuvieron que desalojar a algunos clientes para darnos cabida. Era, más que un hotel, una aseada residencia situada al lado del puerto. Allí estuvimos desde junio hasta octubre.
En un primer momento nuestra estancia en el hotel estuvo marcada por la natural indignación que sentíamos por aquel atropello que nos alejaba de nuestras familias, nuestros trabajos y nuestras vidas. No teníamos más noticias que las que nos llegaban por las cartas, que por supuesto pasaban censura, y lo que veíamos y oíamos en la televisión o los periódicos. Además, en los medios de comunicación, que eran todos oficiales u oficialistas, el régimen se ensañaba con nosotros. Éramos los traidores de Múnich, los del contubernio, los que merecíamos poco menos que la horca. Es decir, que las pocas noticias que teníamos no eran de las que mejoraban nuestro estado de ánimo, sino todo lo contrario.
Como puede suponer el lector, aquello nos sumía en la impotencia y el dolor. Mi amigo y tantas veces rival político Manuel Fraga, que era el nuevo ministro de Información, pronunció una frase que resultó muy hiriente. Preguntado por las razones de nuestro confinamiento, dijo: «Los tenemos alejados para protegerlos de la justa indignación popular».
La prensa se había desencadenado contra nosotros, conocedora de que podía hacerlo sin posibilidad de tener réplica, en la más absoluta impunidad. El otras veces moderado ABC titulaba su editorial «La comedia de la promiscuidad», y describía la reunión como «una pintoresca escena, aunque no nueva en los anales de la más estéril politiquería española». Así salió en ABC el 9 de junio de 1962.
Los participantes, sobre todo Gil-Robles y Llopis, eran presentados nada menos que como causantes de la Guerra Civil. Su reencuentro no era una reconciliación, sino un traicionero pacto a espaldas de los españoles. A las abiertas mentiras y las verdades a medias se sumaban las más torcidas interpretaciones. Todo valía en aquella campaña de difamación sin respuesta posible.
Me recuerdo allí en la isla, desterrado, recibiendo impotente noticias sobre lo que se decía de nosotros, y revivo la amargura del momento, que ya analicé en mi libro Del contubernio al consenso:
«El Gobierno tenía una total falta de escrúpulos a la hora de informar al pueblo sobre lo ocurrido en Múnich, pero es que además los acontecimientos servían a sus intereses. Calumniados y acorralados, constituíamos un blanco ideal. Fuimos un poco el socorrido remedio de los momentos difíciles del franquismo. La exaltación de un patriotismo sui géneris, servido a través de los medios de comunicación, nos convertía en unos felones, traidores sin ningún escrúpulo. Y lo que es peor, se nos presentaba como motivo de escarnio, de una forma risible. “... Triste mascarada de demagogos, de tontos y traidores” (Arriba, 10 de junio de 1962). “A esta reunión de inválidos que acaba de celebrarse en Múnich el pueblo español ha respondido con lo más florido de su ingenio... La sangre no ha llegado al río; la risa, sin embargo, se mantiene difícilmente dentro de sus cauces. Por lo demás, sin novedad” (Arriba, 12 de junio de 1962). Este grosero planteamiento, al que tan habituada estaba la sufrida opinión pública, daba, no obstante, buen resultado».
La campaña fue tan feroz y tuvimos una sensación de impotencia tan grande que Joaquín, Jaime y yo llegamos a redactar un informe explicando exactamente lo que había ocurrido en el Congreso de Múnich. Lo enviamos a las autoridades y la prensa, pero naturalmente se hizo el silencio en torno a él.
No sabía de qué iba a vivir mi familia ni cómo encajarían los míos aquel diluvio de mentiras y difamaciones que caía sobre nosotros sin que tuviéramos la menor posibilidad de defendernos o replicar mínimamente. Para mí fue un alivio y una gran satisfacción el comportamiento de los hermanos Santos Díez, empresa para la que trabajaba como abogado, que me mantuvo el sueldo íntegro todos los meses que permanecí confinado en Canarias. Estos empresarios siguieron pasando el sueldo a mi familia y eso no lo podre olvidar nunca.
En el terreno personal y familiar las represalias sufridas en un sistema dictatorial suelen tener consecuencias especiales. Sobre todo te marcan a ti y a tu círculo más próximo con el estigma del miedo, te convierten en un réprobo, incluso aunque no se sepa muy bien por qué. Y llegan las sorpresas: amigos de los que esperaba que por mi desgracia estuvieran más próximos que nunca, no lo estuvieron; y, sin embargo, otros en los que no imaginaba una posible solidaridad dieron un paso al frente en la hora más difícil.
En cualquier caso hubo gentes que de inmediato organizaron comisiones de apoyo moral y material a los extrañados, que éramos unos cuantos. A los tres ya mencionados que estábamos en Fuerteventura se nos incorporó al día siguiente de llegar Jesús Barros de Lis, hombre de confianza de Manuel Giménez Fernández. Jesús era un hombre muy progresista y abierto, secretario de la Izquierda Demócrata Cristiana, que además dos años antes en París había firmado el pacto de la Unión de Fuerzas Democráticas. Por tanto en Fuerteventura estábamos cuatro, los cuatro abogados, de sensibilidad monárquica y democrática, bastante jóvenes aún, y todos nos conocíamos lo suficiente como para que la convivencia, dentro de los inconvenientes de un extrañamiento forzoso, fuese más que llevadera.
En el parador de Lanzarote, la isla más cercana a Fuerteventura, confinaron a don José Félix Pons, personalidad conocida y respetada, padre del que luego sería presidente del Congreso. Era entonces decano del Colegio de Abogados de Palma de Mallorca. También estaba confinado allí un hotelero de Menorca llamado Juan Casals.
A Íñigo Cavero y José Luis Ruiz Navarro, amigos entrañables de tantos años, incansables trabajadores para la creación de la democracia cristiana y del grupo europeísta, los mandaron al Hierro, la isla más lejana. Y el peor parado fue Alfonso Prieto, persona muy vinculada a las Hermandades Obreras de Acción Católica (HOAC), hombre muy bien visto por la jerarquía eclesiástica, porque lo mandaron solo a La Gomera.
Qué se puede contar de la vida allí de hombres jóvenes y activos que de pronto no teníamos casi nada que hacer, salvo hablar y soñar. Nos hicimos amigos de Llamas, capitán de uno de los barcos que comunicaba las distintas islas. Este hombre nos comentaba las novedades de los confinados en cada isla, de modo que todos estábamos más o menos al tanto de lo que ocurría con los demás. Nos servía de mensajero, para intercambiar noticias y comunicaciones diversas.
Por ser los cuatro de Fuerteventura el grupo más numeroso, el gobernador y la policía nos marcaban más estrechamente. Sobre todo al principio, los policías miraban con lupa a todo el que llegaba al hotel, por si era un periodista o qué sé yo. Al recordar aquella obsesión controladora se me viene a la mente el caso de un pobre periodista inglés que, en efecto, intentó hacernos una entrevista. En su ingenuidad, al llegar al aeropuerto preguntó dónde estaban los confinados. La policía lo cogió por banda y le tuvo bebiendo cervezas veinticuatro horas, transcurridas las cuales, cuando no se tenía en pie, fue metido en el primer avión de regreso a su país.
Hubo, en cambio, una periodista francesa, de Liberation, que actuó con mucha más inteligencia. Para empezar llegó ya enterada de nuestro paradero, y de más cosas. Por ejemplo sabía que Fuerteventura era un paraíso internacional de la pesca submarina, y esa fue la excusa para su visita: venía a practicar ese bello deporte, que le apasionaba. La submarinista-periodista llegó al hotel, enseguida identificó a unos y otros, policías y confinados, y al cabo de un tiempo, con la máxima discreción, a bordo de una barca que navegaba en torno al Puerto del Rosario, nos hizo la entrevista.
Cuando no teníamos visitas hablábamos y paseábamos. En la primera parte del tiempo de destierro nos entristecíamos con frecuencia. Leíamos y oíamos cosas terribles sobre nosotros y nos preguntábamos cómo estaría afectando todo aquello a los nuestros. No era plato de gusto. Y a esto se vino a sumar la sensación de que el propio don Juan renegaba de nosotros. Más arriba he escrito que, en los días del Congreso de Múnich don Juan regresaba a Estoril en el yate El Saltillo por todo el Mediterráneo, tras asistir a la boda de don Juan Carlos y doña Sofía celebrada en Atenas. Al repostar en Cartagena le fueron a ver unos cuantos almirantes y generales, porque Muñoz Alonso, con su habitual mala fe, había deslizado en la prensa la noticia de que lo de Múnich había sido propiciado y patrocinado por don Juan. Los militares se habían alarmado y le pedían explicaciones, cuando lo cierto es que nosotros con don Juan no habíamos hablado del asunto, que tenía que ver con las actividades de la Asociación Española de Cooperación Europea y no con nuestras tendencias monárquicas.
La cosa no quedó en la visita de los almirantes y generales. Cuando el yate real pasaba por el estrecho de Gibraltar salieron a su encuentro en alta mar José María Pemán y Alfonso García Valdecasas, en ese momento presidente y secretario, respectivamente, del Consejo Privado de don Juan, y consiguieron autorización para publicar una declaración repudiando la reunión de Múnich. En esa declaración don Juan decía que si algún participante en el congreso formaba parte de su Consejo quedaba inmediatamente apartado de él.
El único que estaba entonces en esa situación era Gil-Robles, que inmediatamente le escribió una carta de dimisión y quedó profundamente ofendido. Creo que su relación con don Juan quedo afectada. Pienso que nuestro Juan III se precipitó por las presiones e informaciones que le dieron en Cartagena los almirantes y en alta mar Pemán y Valdecasas. Cuando días después llego a Estoril y se enteró por la prensa extranjera de las reacciones de los distintos gobiernos europeos empezó a cambiar de actitud. Pero fue un viraje lento, que nunca satisfizo a don José María Gil-Robles.
El lector puede imaginar el mazazo que supuso para los que estábamos en Fuerteventura la noticia de la inesperada crítica que nos hacía don Juan. Éramos cuatro monárquicos juanistas convencidos, que habíamos sido recibidos afectuosamente por él en Estoril, que habíamos estado en Atenas. Era como la puntilla, el remate en medio de la feroz campaña desatada por la prensa contra nosotros. Fueron momentos muy duros.
Al paso de los días y las semanas los disgustos se fueron atemperando entre paseos y charlas. Escribimos una especie de memorial, una pequeña historia del Congreso de Múnich. Contestábamos a las cartas que nos llegaban, sabiendo de sobra que todo aquello iba a ser leído por las autoridades gubernativas, y poco más podíamos hacer. Finalmente, en vista del excelente trato que nos daba la gente, que se acercaba a nosotros con toda cordialidad y naturalidad, que nos paraba, nos hablaba sin el recelo que podría temerse, decidimos mostrar nuestra gratitud haciendo alguna labor social. Su acogedora actitud nos ayudó a recuperar cierta tranquilidad y sobrellevar mejor la condena que estábamos cumpliendo. Nos preguntamos cómo podríamos devolver el afecto que recibíamos y tras dar muchas vueltas al asunto se nos ocurrió dar clases a la gente que lo necesitara. Fuimos a ver al párroco y le hablamos con toda franqueza:
—Nos hemos dado cuenta, padre, de que aquí hay muchos niños que no saben leer ni escribir. Si usted nos autoriza y nos deja un local, nos ofrecemos a darles unas clases diarias.
Y así lo hicimos. Yo, además, di clases de Derecho Procesal a un funcionario que estaba preparando oposiciones de secretario judicial. Con estas actividades docentes, nuestras charlas, alguna pequeña excursión, alguna visita, íbamos pasando el tiempo de la mejor manera posible. O por mejor decirlo: de un modo menos ingrato, porque nunca dejó de ser una etapa mala de nuestras vidas. Había momentos en los que era inevitable desfallecer, preguntarnos qué hacíamos allí. Eso sí, finalmente aquella dura experiencia nos sirvió para reafirmar nuestra convicción de que España necesitaba incorporarse a Europa y tener libertad, y esta precisaba que hubiese esa reconciliación que en cierto modo se había escenificado en Múnich.
Cuando llevábamos casi cuatro meses en aquel hotelito junto al puerto, llegamos a la conclusión de que el hombre que lo regentaba estaba en apuros. Cada mes nos pasaba la factura y nosotros le decíamos que no estábamos allí por propia voluntad, de vacaciones, y que se la remitiera a las autoridades. Como al mes siguiente ocurría lo mismo, y al otro también, caímos en la cuenta de que el gobernador, el presidente del Cabildo o quien fuese se desentendía del pago y el perjudicado era el bueno de Valerón, que no hacía más que perder dinero. Entonces decidimos coger nuestras maletas, dejar el hotel y presentarnos en la Delegación del Gobierno, a cuyo responsable le dijimos que no pensábamos seguir en el hotel porque estábamos en la isla contra nuestra voluntad y además tampoco teníamos trabajo ni recursos para pagarnos unas vacaciones tan prolongadas. Él debía hacerse responsable de nuestro alojamiento. Pero no quiso: nos dejó una noche a la intemperie y a la mañana siguiente nos puso a disposición judicial. El juez nos interrogó a los cuatro. Aquella era la primera declaración formal que hacíamos ante un juzgado, porque el interrogatorio del comisario en el aeropuerto no puede considerarse tal cosa. Lo de Barajas fue un simple trámite verbal, sin escrito, firma ni formalidad alguna.
Terminadas las declaraciones el juez concluyó que no habíamos cometido ningún delito y nos puso en libertad. Y otra vez que nos fuimos con nuestras maletas a la sede del señor delegado del gobernador, al que nos presentamos y le dijimos que estábamos libres y que ya nos diría qué hacíamos. El delegado no debía de tener instrucciones de la superioridad, así que no le quedó otro remedio que buscar una solución, pues al fin y al cabo con nosotros tenía un problema. Finalmente se le ocurrió que podíamos alojarnos en un hospital que estaba construido desde hacía meses pero aún no había sido inaugurado ni funcionaba. No sé por qué razón pasaba esto, quizás porque no había médicos dispuestos a ir allí. El caso es que allí estaba y desde luego había habitaciones. Nos preguntó si teníamos algún inconveniente en alojarnos en ese edificio y le dijimos que no, que puesto que éramos confinados, iríamos a donde nos dijeran.
Y al hospital vacío nos fuimos. Hasta nos ofrecieron, para comer, la mesa de autopsias, y como aún no se había usado para esos fines, también la aceptamos. En el tiempo que estuvimos allí no hubo actividad hospitalaria alguna, salvo el difícil parto de una mujer de Fuerteventura a la que no podían trasladar a Las Palmas y que tuvo que dar a luz allí, por pura emergencia. El «comadrón» fue Jaime Miralles, que era el más experto de todos nosotros, porque para entonces ya había tenido diez hijos. Por supuesto, fue luego el padrino de la niña que vino al mundo en aquella ocasión.
En el hospital no inaugurado hacíamos la misma vida que cuando estábamos en el hotel. Dentro de la isla no teníamos ya ningún tipo de limitación de movimiento. En realidad nunca la tuvimos, dejando a un lado el control policial sobre nuestros posibles visitantes. Recuerdo salidas para visitar unas ruinas, para escuchar un concierto de música clásica, para conocer una u otra playa de las muchas y magníficas que hay allí. Un día nos fuimos a conocer la península de Jandía, que es muy espectacular. Según contaban los conocedores del lugar, durante la guerra mundial la propiedad que en la península de Jandía tenía un alemán llamado Winter había servido de base de los submarinos de Hitler. La verdad es que, por lo que vimos, ese señor había erigido allí una construcción que parecía un búnker o una edificación de aspecto militar, que bien podía haber servido a esos propósitos. También tenía una residencia, en la que nos recibió. Como fuere, el buen señor Winter fue tan hospitalario y amable con nosotros como los demás residentes de la isla.
Esta amabilidad tuvo una excepción. El único incidente de nuestro periodo de confinamiento en Fuerteventura lo protagonizó un capitán borracho. Estábamos en casa del funcionario al que yo daba clases de Derecho Procesal, donde se celebraba su cumpleaños. El capitán en cuestión, pasado de copas, se puso impertinente con el coronel jefe del batallón de guarnición en la isla. El capitán decía insistentemente a su jefe que no podía mezclarse con nosotros los confinados, hasta que el coronel le ordenó regresar al acuartelamiento y ponerse a disposición del oficial de guardia. Pareció acabar la cosa ahí. Jaime Miralles y yo regresamos al hotel, pues era en los tiempos en que aún estábamos allí, y hacia la una de la mañana oímos voces. Era el capitán, aún más borracho, que venía a increparnos, más agresivo que antes y además pistola en mano. «¡Salid, confinados! —gritaba—. Solo quiero hablar con vosotros». Como es lógico, nosotros no dimos señales de vida, pero el hotelero sí: se encaró con él y le dijo que si no se marchaba llamaría a la Guardia Civil. El capitán se retiró, fue expedientado, lo trasladaron y ya no lo vimos más.
A lo largo del confinamiento recibimos varias visitas. Vino a verme mi esposa y las de los otros confinados, pero no pudieron permanecer allí mucho tiempo. También se acercó un amigo registrador de la propiedad, José Luis Batalla, que estaba en viaje de novios por las islas Canarias. También apareció por allí José García Hernández, el que luego fue ministro de la Gobernación de uno de los últimos gobiernos de Franco, presidido por Arias Navarro. ¡Hasta Pinito del Oro vino una vez! Con la famosa trapecista canaria charlamos muy cordialmente. Se trataba en general de visitas esporádicas, muchas veces porque sus protagonistas estaban en las islas por una u otra razón y aprovechaban para vernos.
Quizás la visita más relevante fue la del viejo obispo de Las Palmas monseñor Pildain, prelado muy político, tanto que había sido diputado durante la República. El obispo había llegado en visita pastoral al aeropuerto de Fuerteventura, donde le esperaban las autoridades de rigor y también nosotros, pues se nos había ocurrido acercarnos para verlo. El obispo, en cuanto se enteró de que estábamos allí dejó a las autoridades plantadas y se vino a hablar con los réprobos. Charlamos durante un buen rato. Sobre todo nos pidió que le contáramos qué había sido aquello de Múnich. Las autoridades se cogieron el correspondiente rebote, pero no pasó nada.
Otra visita inesperada fue la de unos submarinistas alemanes que nos ofrecieron aprovechar su estancia en la isla, donde practicaban la pesca, para llevarnos en su embarcación a Marruecos. Les dijimos que, de haber querido ir al extranjero, podríamos haberlo hecho en avión a París, Londres o cualquier otro sitio. En ese momento Dionisio Ridruejo, Jesús Prados Arrarte, Fernando Baeza, Vicent Ventura, José Suárez Carreño y otros estaban en Francia, Gil-Robles en Ginebra, y el periodista Enrique Ruiz García se encontraba en México.
En Fuerteventura tuvimos también relaciones con personas a las que motivamos políticamente. Por ejemplo Matías González, que luego fue alcalde de Puerto del Rosario. Se manifestó a nuestro favor varias veces, lo que le causó disgustos con el Gobierno. Por allí estaban también los hermanos Castiñeira, que habían tenido relación con Unamuno cuando estuvo extrañado allí. Con ellos tuvimos muy buena amistad y especialmente con los farmacéuticos de Fuerteventura, Manuel González y Hortensia Pérez Trujillo. La mujer era hermana del que luego fue diputado socialista, gran cirujano y buen amigo, Paco Pérez.
Hubo gentes que no solo mantuvieron con nosotros una relación afín en lo personal, sino que también se colocaron políticamente de nuestro lado. Alguna labor de siembra hicimos, por tanto. Cuando ya no estábamos en la isla, ellos siguieron con sus inquietudes. Fuerteventura no tenía, claro está, mucha vida política. Era un territorio desolado, duro, al que ni siquiera había llegado por aquel entonces el turismo. Había muy poca actividad y mucha aridez. El agua llegaba en buques cisterna y por las noches se cortaba la luz. Como decía Unamuno, y el propio Ridruejo cuando la visitó más tarde, era una tierra difícil. Los majoreros eran conscientes de que su isla se había quedado en segundo plano frente al auge que empezaban a experimentar Gran Canaria y Tenerife. Pero allí había gentes inquietas y esperanzadas que nos ayudaron y a las que ayudamos, personas a las que en el futuro veríamos ocupando escaños, alcaldías o destacados puestos profesionales. Una pequeña satisfacción que nos ayudó a soportar unos meses complicados.
Al final creo sinceramente que salimos fortalecidos en nuestras ideas, pese a tantas zozobras. No es que en Múnich se iniciara la Transición, pero sí que empezaron a sentarse las bases del cambio que vendría luego. Allí estábamos los que años antes parecíamos enemigos irreconciliables; muchos de los allí presentes no habíamos participado en la guerra, pero sí la habíamos visto, y en el congreso comprobamos que era posible que nos pusiéramos de acuerdo para sacar a España adelante.
Pasaba el tiempo y no veíamos salida a nuestra situación. Yo no había tenido más molestias físicas que un insomnio que desde entonces me ha quedado como secuela de aquella época de mi vida... hasta que un día tuve una infección bucal. El médico que nos trataba en la isla, el doctor Peña, me dijo que esa dolencia no se podía tratar allí y debería desplazarme a Las Palmas u otro sitio donde hubiera especialistas. Le pedí un certificado que acreditara la necesidad de tratarme fuera del confinamiento y me lo hizo de inmediato. Daba la casualidad de que un hermano de este doctor Peña era médico de Franco y este, que no se fiaba de nada ni de nadie, le preguntó si era verosímil aquel certificado. Como el hermano de mi médico dijo que sí, a finales de marzo o primeros de abril de 1963 Jesús Barros, que tenía un problema similar, y yo abandonamos la isla para tratarnos finalmente en Madrid, y así acabó nuestro confinamiento, porque ya no regresamos. Nuestra marcha tuvo su punto de tristeza, pues allí dejamos a Miralles y Satrústegui, que aún penaron en la isla dos meses más.