Un poder ejecutivo receloso
Con el gobierno de Suárez manteníamos una muy limitada relación. Aquel ejecutivo salido de las elecciones de 1977 tenía como vicepresidente a Fernando Abril Martorell. Alfonso Osorio, que quizás habría sido un buen puente entre el legislativo y el ejecutivo, se apartó o le apartaron por completo de la Unión de Centro Democrático. En el verano que siguió a las elecciones, antes de que se constituyeran las nuevas Cortes, ya me dio la impresión de que estaba distanciado de Suárez. Desde luego se alejaban políticamente, y me imagino que tampoco debían de ser muy buenas las relaciones personales. Quizás tuviera algo que ver el hecho de que no fuera parlamentario a través de la estructura de UCD, sino por decisión de don Juan Carlos, pues Osorio fue senador por designación real. Lo cierto es que se fue a Santander, pese a que yo, como otros, le insistía mucho en que había desempeñado un papel muy importante en el primer gobierno de Suárez y que podía seguir haciéndolo. Sentía que en el partido demócrata cristiano que se había integrado en UCD necesitábamos a Osorio. Pero no hubo nada que hacer: ni él quería ni Suárez contaba con él. De hecho le había ido desplazando hasta dejarlo al fin totalmente al margen. Llegué a tener la sensación de que a Suárez le molestaba que Alfonso Osorio tuviera autoridad moral sobre nosotros. Puede que el apartamiento de Osorio formase parte de una política encaminada a descabezar a los diversos grupos que formaban UCD, en nuestro caso la democracia cristiana, veinte de cuyos miembros habíamos salido diputados, para convertir la coalición en un partido, es decir, en una organización más homogénea.
El enfrentamiento entre Osorio y Suárez siempre ha sido para mí un poco misterioso. Me inclino a pensar que había, sobre todo, desavenencias de tipo personal. Alfonso explica en sus memorias8 que Adolfo hizo cosas con las que él estaba de acuerdo, pero que las llevó adelante de forma un poco precipitada, y con esa precipitación estaba en desacuerdo. El ejemplo paradigmático fue la legalización del Partido Comunista en la Semana Santa de 1977.
Al final Suárez se salió con la suya. Tras presionarnos logró que los diversos partidos nos disolviéramos y nos aviniésemos a formar uno solo, aunque eso no sirviera para cambiar la forma de pensar de cada cual, por lo que la división permaneció latente en UCD y al final acabó con la propia formación. La unión ni siquiera se logró en un congreso en el que se buscó un programa común, con una serie de propuestas centrales que todos pudiéramos compartir. Nosotros, como las gentes de Paco Fernández Ordóñez y las de Garrigues, casi fuimos forzados a liquidar nuestros partidos de una manera un poco artificial. Quizás fue necesario hacerlo tan apresuradamente, en busca de un frente centrista unitario; pero la verdad es que no se consiguió. Fue, por decirlo de alguna manera, una unión en falso.
Al cabo de los años Martín Villa, en sus memorias9, reveló que pensaba más o menos lo mismo, que fue un error deshacer la coalición para convertirla en un partido.
Para aceptar la propuesta de Suárez tuvimos una reunión a la que asistió Alfonso Osorio, que todavía formaba parte de nuestra organización. Hubo un debate muy intenso, con opiniones de todo tipo; pero al final decidimos aceptar y disolvernos como partido demócrata cristiano.
Por tanto cuando llegué a la presidencia del Congreso de los Diputados era uno de los democristianos autodisueltos para incrustarse, más que fundirse, en Unión de Centro Democrático. Desde el primer momento mi relación institucional con el presidente del Gobierno fue escasa. A nivel personal fue excelente, pero la político-institucional, tirando a mala. Suárez estaba muy centrado, yo diría que casi obsesionado, con tareas que juzgaba necesarias para culminar la Transición, y parecía que la vida parlamentaria era más un estorbo que un instrumento. Así, por ejemplo, los Pactos de la Moncloa no se gestaron ni se discutieron en las Cortes, sino en el propio palacio presidencial. Llegaron a la Carrera de San Jerónimo elaborados y cerrados, como algo absolutamente decidido. Lo mismo que los Pactos de la Moncloa, todos los proyectos de estatutos preautonómicos se elaboraron lejos del Congreso, por decreto-ley. Llegaban ya cocinados a las Cortes.
Aquel gobierno de Suárez no tuvo mucho interés en fomentar la vida parlamentaria. Pese a ello el Congreso, aún sin Constitución ni reglamento que definiera sus funciones, procuró desempeñar su papel y prestó relevantes servicios. Por ejemplo, sirvió, especialmente a través de la Junta de Portavoces, para acercar posturas y limar diferencias entre las distintas fuerzas políticas. En aquel tiempo era más importante que nunca la convivencia entre los que no hacía tanto tiempo habían sido enemigos muy enconados. Recuerdo que en una comida que ofrecí a los portavoces, Manuel Fraga comentó que ojalá se hubiera hecho aquello en la etapa de la República, es decir, que se hubieran sentado a la misma mesa las gentes más representativas de la derecha y la izquierda. Pensaba don Manuel que quizás así se habría evitado la tragedia que siguió. Allí, a la mesa, estaban Leopoldo Calvo-Sotelo, sobrino de José Calvo-Sotelo, a quien el Gobierno había encargado las relaciones con las Cortes, y Santiago Carrillo, entre otros. Leopoldo se apartó pronto de aquellas funciones de portavoz parlamentario, que no parecían gustarle, y le sustituyó José Pedro Pérez Llorca.
La Junta de Portavoces facilitaba las relaciones entre los nuevos grupos parlamentarios, pero con el Gobierno pinchó en hueso. Fernando Abril Martorell se presentaba a veces sin previo aviso, y otras veces no aparecía. Como venía se iba, sin decirnos nada, y eso era desconcertante. El presidente y muchos de sus ministros estaban, es verdad, sometidos a gran estrés, con muchas cosas que hacer, y no les gustaba ni mucho ni poco la idea de ser controlados por el poder legislativo. Faltaba la ley suprema que estableciera la existencia y división de los tres poderes, y también faltaba costumbre parlamentaria democrática.
La separación del Gobierno y las Cortes no fue positiva, como se vio en el trabajo del Congreso. Con motivo de ciertos excesos de las Fuerzas de Orden Público cometidos en Málaga, Tenerife y otros lugares, yo insistía, sin éxito, en convocar plenos que pudieran discutir la política de seguridad interior. Cuando en una ocasión Martín Villa estaba convencido, hablé por teléfono con Fernando Abril y le dije que el ministro del Interior estaba dispuesto a comparecer en el Congreso. La respuesta del vicepresidente fue significativa: «Sí, pero él es el Gobierno y yo soy el Estado». Quería decir que el Estado, al que él representaba, no pensaba acudir a las Cortes y que debíamos dejarle actuar libremente.
En el año y pico que presidí el Congreso mi relación con el Gobierno fue escasa y distante, aunque no diré que tensa. Muchas circunstancias concurrieron para que así fuera. Ya he mencionado la falta de costumbre y la no existencia aún de ordenamiento legal que reglamentara de verdad las Cortes y sus funciones. Precisamente su labor principal era redactar la Constitución. También me he referido al inmenso y muy difícil trabajo que tenía el ejecutivo por delante. Y en mi caso creo que había otro factor que alejaba a Suárez del Congreso: yo, además de demócrata cristiano, era juanista, un muy convencido monárquico de don Juan, y esa postura no era la favorita del presidente.
Por alguna razón Adolfo tenía mucho interés en que quedara muy claro en todo momento que la monarquía de don Juan Carlos se había instaurado, no restaurado, que provenía de la anterior situación, es decir, del régimen de Franco. Su leitmotiv es bien conocido: se había pasado de la ley a la ley. Tenía una actitud de rechazo casi visceral a la legitimidad de Juan III. Quizás veía en la legitimidad del tránsito de Franco al rey su propia legitimidad. En cualquier caso era un hombre a veces muy celoso de su papel y tal vez por eso apartó a Torcuato Fernández Miranda, en cierta medida su padre político y en todo caso quien le colocó en la célebre terna.
Al abdicar don Juan el 14 de mayo de 1977, Suárez no quiso que la ceremonia se celebrase en el Palacio Real, por lo que acabó haciéndose en La Zarzuela, sin la debida solemnidad, como si se tratase de un simple asunto de familia. Solo asistió Landelino Lavilla, notario mayor del reino, por su condición de ministro de Justicia.
Más adelante, cuando don Juan ya residía en España y había recibido el nombramiento de almirante de la Armada, máximo reconocimiento que se le dio en vida, acordó con su hijo traer de Italia los restos de don Alfonso XIII. Se fue en un buque de la Armada a Roma a recoger el féretro de su padre. Quería que a la vuelta, antes de depositar los restos en El Escorial, la comitiva procedente de Cartagena atravesara las calles de la capital, para que el difunto rey fuera luego expuesto en el Palacio Real y recibiera el homenaje del pueblo de Madrid. Pero el presidente del Gobierno se opuso, planteó al rey todo tipo de pegas y finalmente no se hizo el homenaje popular. Los restos fueron directamente a El Escorial. En un duro, frío y emotivo día de invierno, lo recuerdo muy bien, a la entrada de la plaza de La Armería, el almirante don Juan se cuadró ante su hijo el rey, le dio novedades y con las palabras «Majestad, misión cumplida», le hizo entrega del féretro de Alfonso XIII.
En una ocasión en la que estaba charlando con don Juan Carlos, cuando todavía era príncipe, posiblemente hacia 1974, me tomó del brazo para hacer un aparte y me dijo: «Fernando, yo sé que tú has sido muy leal a mi padre y quiero que sepas que pienso que con él se ha cometido una gran injusticia. Se le debería agradecer todo lo que se ha sacrificado por España y por la dinastía, y esa es una espina que tengo clavada».
La relación entre el rey y don Juan, una vez que el segundo aceptó todo lo que estaba haciendo su hijo, se normalizó y dejó de haber problemas. Influyeron mucho en ello tanto la reina madre como la reina Sofía. Quedaron superados los recelos que habían alcanzado el punto máximo en el verano de 1969 y puede decirse que ya había una sola monarquía; pero Suárez seguía viendo dos monarquías diferentes. También Fernández Miranda estaba en esa línea distanciada de don Juan. Lo cierto es que al principio de la Transición, durante toda la primera parte del proceso, la sintonía entre el rey y el presidente del Gobierno era absoluta. Luego, coincidiendo con la reconciliación del padre y el hijo y otras muchas circunstancias, empezaron las desavenencias.
Al recordar todos esos episodios me viene a la memoria una anécdota ocurrida bastante después, con motivo de la muerte de don Juan. Estaba conversando con el presidente Felipe González en uno de los actos fúnebres por el padre del rey. Era una conversación muy cordial, en la que Felipe se mostraba afectuoso conmigo. Hablábamos de las circunstancias extraordinarias que habían rodeado la vida de don Juan, lo buen padre que fue y cosas por el estilo, cuando de repente se acercó Luis María Anson e intentó darle las gracias por su comportamiento en aquel trance. Pero Felipe le interrumpió:
—Por favor, déjeme usted. No escriba tantas cosas absurdas sobre el gobierno socialista.
Tras quedarse un momento parado, Luis María siguió:
—En cualquier caso quiero agradecer que a don Juan se le rindan estos honores, aunque sea después de muerto.
Dicho esto se marchó y yo seguí hablando con el presidente del Gobierno, que me dijo que Anson era único, o algo por el estilo. Era la época en que Anson, junto a Federico Jiménez Losantos, Antonio Herrero, Pedro J. Ramírez, Raúl del Pozo y otros cargaba constantemente contra el Gobierno y González y su entorno, a los que calificaban de «sindicato del crimen».
Para el funeral que se celebró por don Juan en la basílica de El Escorial, donde se vio al rey muy afectado, habían dispuesto el sitio protocolariamente. Mi mujer, Luisa, y yo buscamos los lugares que teníamos asignados. La basílica estaba llena. A nuestra derecha habían colocado al arzobispo de Sevilla y delante de nosotros había un asiento vacío, con el cartelito correspondiente. Luisa sintió curiosidad, se adelantó y cogió la tarjeta, para ver de quién se trataba. La tarjeta rezaba «señora de Judas». Cuando mi mujer me la dio y la leí, sin decir nada se la pasé al arzobispo, que reaccionó con un solemne «Se comprende que no haya venido».
Antes de que la memoria me lleve aún más lejos, vuelvo al asunto que me hizo evocar esas anécdotas. Adolfo no creía en líos de dinastías, sino en su reforma política que transitó de la ley a la ley, y recelaba de los viejos monárquicos. Era un hombre joven que procedía del Movimiento, ámbito en el que no había demasiados monárquicos, y en todo caso los prefería monárquicos de nueva planta, es decir, juancarlistas. Pero yo era monárquico a secas, no lo podía evitar. Me causó gran satisfacción la llegada de la libertad y que don Juan aceptara que su hijo llevase la corona, y no me agradó tanto que en la relación entre el presidente del Gobierno y el del Congreso se levantasen algunas barreras como las que acabo de mencionar. No obstante, el presidente y su entorno no se opusieron a algunos reconocimientos oficiales a la figura de don Juan. En el artículo de la Constitución correspondiente a la designación de don Juan Carlos como rey de España, el senador Joaquín Satrústegui introdujo una enmienda que le adjetiva de «heredero legítimo de la dinastía histórica». Hizo la propuesta en el Senado, porque esa referencia no estaba en el texto de los ponentes.
Aquellos a los que se podía relacionar con la legitimidad dinástica no le hacíamos, políticamente, ninguna gracia al presidente. Un ejemplo divertido se me viene a la memoria al escribir estas líneas. En una de las ocasiones en las que en el Congreso me referí a la monarquía y al rey tuve un lapsus y le llamé don Juan de Borbón en vez de don Juan Carlos de Borbón. Al acabar la sesión, cuando salía del hemiciclo, Suárez, un poco airado, se detuvo y se dirigió a mí en voz alta: «¡Presidente, el rey se llama don Juan Carlos, no se llama don Juan». Me quedé muy sorprendido. Adolfo no sabía que don Juan se llamaba en realidad Juan Carlos, como su hijo. Luego lo comenté con el rey y nos reímos. Don Juan Carlos me dijo: «A lo mejor lo que pasa es que Adolfo tiene la sensación de que algunas personas que tenéis desde hace mucho relación con la institución os saltáis a la figura del presidente en vuestra relación con la corona». El rey me recomendó que antes de visitarle se lo dijéramos a Suárez.
Recuerdo otra anécdota, ya en las postrimerías del gobierno de Suárez. Fue en el vuelo de regreso del viaje oficial a Venezuela, a donde fuimos a la toma de posesión como presidente de la República de Herrera Campins, con Adolfo Suárez y otras personalidades. Yo no había acudido como representante oficial de ninguna institución, sino invitado por el Copei venezolano. De hecho, en Caracas estuve, con otros, en un hotel diferente al de la comitiva oficial española. El caso es que en el vuelo de regreso le comenté a Marcelino Oreja que allí en Venezuela había visto a un amigo común, Fernando Arricuze de Ybarra, también juanista, y que debería ponerse en contacto con él. Suárez, que estaba escuchando, de una manera muy espontánea y en tono de broma pero con cierta acidez, saltó de inmediato: «Marcelino, si tienes relación con estos señores que van a La Zarzuela a criticar al Gobierno debes andar con cuidado, porque te puede costar la cartera».
Entre bromas y veras, el presidente recelaba de mí, insisto en que no tanto por demócrata cristiano cuanto por juanista. Tal vez sufría tanta presión por tantos lados que se había vuelto muy susceptible.
Con quien sí tuve una relación muy fluida en mi calidad de presidente del Congreso fue con mi colega y amigo Antonio Fontán, presidente del Senado. Ambos éramos viejos monárquicos, y él había desempeñado un papel muy importante en la mejora de las relaciones entre don Juan y don Juan Carlos. Por ello teníamos buen entendimiento, una sintonía absoluta, lo que facilitó las relaciones institucionales. Ningún problema de celos políticos, de precedencia, de competencia de una u otra cámara.