Capítulo 9 UN SUEÑO CUMPLIDO: PRESIDENTE DEL CONGRESO
El 16 de junio de 1977 predominaba en mí el agradecimiento al electorado palentino y al propio Adolfo Suárez. Para mí el resultado obtenido en Palencia supuso una gran satisfacción, que además me permitió presentarme con un valor añadido a las primeras reuniones postelectorales con Adolfo Suárez y los demás dirigentes de UCD. Por decirlo claramente, la amplitud de la victoria hizo que saliera reforzado de aquel trance. Fueron muy buenos momentos políticos para muchos de nosotros, llenos de sucesos extraordinarios. Uno de ellos fue el apoyo que me dio Santiago Carrillo, que no votó al candidato socialista para la presidencia del Congreso, que era un gran orador y un político de mucho fuste, Luis Gómez Llorente, sino a mí.
Por cierto que siempre he pensado que a Gómez Llorente lo infrautilizaron. Era un gran parlamentario, de la vieja escuela socialista. Además de sus conocimientos académicos y políticos tenía una honradez y una austeridad extraordinarias. Nunca quería utilizar el coche oficial, pese a ser vicepresidente del Congreso. A varios viajes oficiales de la Mesa del Congreso casi tuvimos que llevarlo a la fuerza.
Y ya que cito a la Mesa del Congreso debo decir que tuve mucha suerte con la gente que la formó: Gómez Llorente, Jesús Esperabé de Arteaga, antiguo procurador por el Tercio Familiar, José Luis Ruiz Navarro, amigo de siempre, y Pablo Castellano, que eran los secretarios, Rafael Escuredo, Ignacio Gallego... Muy buenas personas, con las que tuve una magnífica sintonía.
Pero de nuevo corro demasiado. Me cumple ahora contar cómo llegué a ser presidente del Congreso.
Tras la victoria electoral Adolfo Suárez nos convocó a Moncloa a los barones de Unión de Centro Democrático, que fuimos desfilando por su despacho. A mí me recordó que no había querido formar parte de su primer gobierno y acto seguido volvió a ofrecerme una cartera.
—¿Qué puesto prefieres? Yo creo que el Ministerio de Educación te va bien.
—Mira, Adolfo —le respondí—, te agradezco tu propuesta, que me honra; pero, si no hay otro candidato, te confieso que preferiría la presidencia del Congreso.
No pareció disgustarle mi respuesta, quizás porque así aumentaba su capacidad de maniobra en la formación del Gobierno.
—Pues ya que lo dices, tienes razón, ese sería un buen puesto para ti. También lo ha pedido Pío Cabanillas, pero a él lo quiero de ministro. De modo que muy bien, de acuerdo.
No recuerdo en qué momento había empezado a madurar la idea de ser presidente del Congreso, pero sí recuerdo que me hacía mucha ilusión. Desde mucho tiempo antes creía profundamente en la democracia parlamentaria, un sistema con el que soñaba, como tantos otros, en aquellos años de incertidumbre en Múnich y Fuerteventura y en nuestro querido local de la Gran Vía. Para mí era llegar a la cumbre de mis aspiraciones políticas. Nada había más importante que encabezar la representación popular tras unas elecciones libres. Por eso cuando le dije a Suárez que prefería presidir el Congreso a tener una cartera ministerial no lo hice con la boca pequeña, sino con la máxima sinceridad.
Si todo había sido novedoso en la campaña y en las elecciones mismas, todo lo fue también en las flamantes Cortes Constituyentes. Para empezar había que formar una mesa provisional, que se constituyó con los diputados de más edad, entre ellos Alberti y Dolores Ibarruri, y con el primer diputado que presentara su acreditación ante las Cortes. Para hacerse con este puesto se vivió una peripecia divertida, una auténtica carrera que finalmente ganó Modesto Fraile, que viajó de Segovia a Madrid como alma que lleva el diablo. Fue el más rápido de todos.
Luego se constituyó la mesa definitiva y al ocupar la presidencia me sentí francamente honrado y satisfecho. Junto con el momento en que estampé mi firma en la Constitución, fue el punto cenital de mi carrera política. Eso sí, lo que vino después de ser elegido no fue precisamente cómodo. Por el contrario, resultó muy difícil. En primer lugar, como ya he dicho, por la bisoñez. La gran mayoría de nosotros no teníamos experiencia en la vida parlamentaria.
En los primeros momentos tuvimos que ocuparnos de cuestiones puramente materiales, imprescindibles para desarrollar nuestra actividad. Y fuimos unánimes a la hora de establecer la máxima austeridad como guía y norma. Literalmente nos estrechamos al máximo, ya que el nuevo edificio adjunto seguía en construcción y el antiguo no tenía capacidad suficiente para albergar los locales de todos los grupos parlamentarios, los despachos de las comisiones y demás. Tuvimos que alquilar dependencias en los alrededores del palacio de la Carrera de San Jerónimo. A veces este afán de sobriedad se llevó al extremo. Durante algún tiempo los socialistas y comunistas de la mesa tenían reparos en usar los coches oficiales. Pero esa actitud no duro demasiado.
Cuando, muy al principio, se discutió en el Congreso el incidente que se había producido con el diputado socialista Jaime Blanco, al que había zarandeado la policía, se comisionó a José Luis Ruiz Navarro y a Pablo Castellano como secretarios de la Mesa del Congreso para que investigaran lo ocurrido. Ambos acudieron a Santander, hicieron averiguaciones y presentaron un informe al pleno. Fue el primer gran momento de tensión. El ministro del Interior Martín Villa se vio acosado por las duras intervenciones de Gregorio Peces-Barba y de Alfonso Guerra, que le pidieron la dimisión acusándole de proteger a los policías que habían cometido aquella agresión. Yo tuve que afrontar el rifirrafe sin experiencia y con muy poco contacto con el Gobierno.
Hubo, pues, sesiones encendidas, problemáticas, aunque no demasiadas. Otra de ellas fue el 15 de febrero del 1978, a propósito de la ratificación del acuerdo de pesca con Marruecos, asunto en el que se mezclaba la cuestión del Sahara. El entonces joven y brillante diputado socialista Manuel Marín se las tuvo tiesas con el no menos hábil Víctor Moro, diputado ucedista por Pontevedra y antiguo director general de Pesca. Si no recuerdo mal, en esa sesión, aludiendo a Moro, Alfonso Guerra dijo: «En la mar, la morralla, las especies marginales, se devuelve al mar. Aquí se les dan cargos aún de más importancia». Aquella polémica duró lo mismo que la sesión. En la siguiente jornada se recuperó el consenso y hubo una decisión casi unánime del Congreso en defensa de la españolidad de Canarias (Letamendía no votó a favor), cuestionada entonces por el independentista Cubillo y varios países de la Organización para la Unidad Africana. No estaba el horno para ataques a la unidad de España en plena Transición erizada de peligros golpistas.
Existía un ministro de Relaciones con las Cortes, pero no servía de gran cosa. El vicepresidente Fernando Abril acabaría llamándome al cabo de un tiempo para decirme que no convocara tantos plenos y que les dejara trabajar. Reconozco que en aquellos momentos y en las situaciones parlamentarias difíciles se podrían haber hecho mejor las cosas.