Labor mediadora
Nosotros, el Gobierno español, al principio solo teníamos contactos indirectos con el FMLN. Cuando más adelante se iniciaron las conversaciones, Duarte me pidió que alojara en nuestra embajada a la delegación guerrillera. Consulté al ministerio y me dijeron que adelante, así que allí vivieron durante aquella negociación todos los principales dirigentes guerrilleros, algo que la gran burguesía salvadoreña me reprocharía siempre. Esta circunstancia nos dio ocasión de tener con ellos una relación directa, cosa que no había ocurrido hasta entonces. Las conversaciones tenían lugar en la Nunciatura Apostólica y los guerrilleros se alojaban en la embajada. Los ayudantes no acompañaban a sus jefes en las negociaciones y permanecían en la residencia, casi todo el tiempo en una habitación desde la que controlaban los accesos a la casa. Iban armados y, según me contaron, cuando les subían los empleados la comida abrían la puerta pistola en mano. Lo cierto es que quedaron muy agradecidos, y unos días después de su marcha enviaron a Luisa un cuadro y un enorme centro de flores.
Antes de partir a El Salvador Felipe González me había dicho que tuviera cuidado con la guerrilla, porque era de las más radicales de América. Así como en otros países, me comentó el presidente, los grupos de la izquierda radical son más moderados, o menos violentos, estos siempre llevaban las cosas al extremo. De modo que llegué avisado y me dispuse a conocerlos. Uno de los primeros contactos fue con motivo de una invitación que hizo el FMLN a los embajadores europeos a que visitáramos uno de sus campamentos. Aceptamos, advertimos al Gobierno de El Salvador y a nuestros respectivos ministros y fuimos a ese campamento guiados por un jesuita, el padre Cortina.
Con este y otros contactos los embajadores europeos estábamos en posición de servir de puente para la búsqueda de la paz, cosa que a Napoleón Duarte no acababa de gustarle, aunque terminó aceptando nuestras gestiones, como político inteligente que era. Al fin y al cabo fue él quien eligió la embajada como lugar de alojamiento de los representantes de la otra parte.
Fue una experiencia apasionante, desde luego. Y difícil. Mucha gente había apoyado el papel de España como mediadora, pero otros no lo entendían y nos hacían la vida imposible, incluso se divulgaron rumores que afirmaban que teníamos la sarna. El clima se calmó un poco cuando se difundió la noticia de que el príncipe Felipe iba a visitar El Salvador, pero resultó ser un error y el príncipe no apareció por allí. A veces pasaban las unidades militares ante la embajada, en sus vehículos, y proferían gritos amenazadores e insultos contra los guerrilleros. El día en que estaba prevista la llegada de la delegación guerrillera incluso tuvimos que desalojar del jardín de la sede diplomática a algunos militares que se habían colado en él, con la excusa de que hacían labores de vigilancia, aunque sabe Dios con qué intenciones. Los jefes del Frente Farabundo Martí, curtidos, barbudos, armados, resultaban imponentes. Luisa cuenta en su libro que uno de ellos era especialmente feroz y otro, por el contrario, encantador. Este último, de exquisito trato y maneras caballerosas, era, al parecer, capaz de asesinar de forma implacable cuando lo consideraba oportuno.
Como los problemas tienden a presentarse en comandita, como algunas visitas pesadas, el día que llegaban los guerrilleros también tuvimos una plaga de abejas, que nos vimos obligados a combatir con nuestros precarios medios, puesto que no había tiempo de llamar a los fumigadores. La convivencia de los líderes del FMLN y los insectos habría sido peligrosa.
No se puede olvidar que aunque había negociaciones estábamos aún en plena guerra. Constantemente oíamos lejanos disparos y explosiones, porque se combatía muy cerca de la capital. Durante mucho tiempo aquella fue la banda sonora de nuestra existencia cotidiana. Como la guerra continuaba nuestros contactos con los salvadoreños eran limitados. Teníamos que adoptar elementales medidas de seguridad, fuera y dentro de la residencia diplomática. Cuando íbamos a misa teníamos una prueba rotunda de lo muy especial que era aquel tiempo en aquel lugar: en el templo había un departamento destinado a guardar las armas de los fieles, que al llegar tenían que dejar allí las pistolas, como en otros sitios se dejan los abrigos en el guardarropa o los paraguas en el paragüero.
En esa época tuvo lugar una historia que me dejó malhumorado, y aún me irrita un poco cuando me acuerdo de ella. Llegó a San Salvador Vicente López Pascual, persona a la que yo conocía, entre otras cosas porque había militado en UCD y fue jefe de gabinete de Fontán cuando este presidía el Senado. Al presentarse me dijo que llegaba para dirigir una agencia de prensa; pero pronto comprobé que aquel hombre, en lugar de las labores que cabría esperar de un agente de prensa, se dedicaba más bien a tomar contacto con el ejército a muy alto nivel, hasta conseguir libre acceso a los centros de reunión de los mandos superiores.
Un día llegó a El Salvador el subsecretario de Exteriores para firmar uno de los acuerdos bilaterales que estábamos negociando, y dio una rueda de prensa. En una de las pocas ocasiones en que pareció un periodista, López Pascual preguntó al subsecretario cómo se podía explicar que el Gobierno español estuviera, por un lado, apoyando a la guerrilla y por otro firmara acuerdos con el gobierno de Duarte. Muy extrañado, el subsecretario Fernando Perpiñá Robert me preguntó quién era aquel periodista y le contesté que eran ellos quienes tenían que decírmelo a mí.
En una visita que me hicieron Fernando Suárez y Pío Cabanillas, entonces europarlamentarios, ambos se alojaron en la embajada y hasta tuvimos una grata comida con los jesuitas de la UCA, de los que enseguida hablaré. Yo le pregunté en aquella ocasión a Pío Cabanillas por el dichoso personaje y me dijo que no lo dudase, que era seguro miembro del CESID. De modo que en uno de mis viajes a Madrid pedí una entrevista al general Manglano, entonces jefe de los servicios de seguridad y con el que había tenido alguna relación, y al hablar con él le recabe información sobre López Pascual. Incluso le hablé de las extrañas actitudes y la prepotencia que exhibía. Le dije francamente que no me parecía un agente de prensa, porque prácticamente no le había visto hacer ninguna tarea propia de esa profesión. Ningún periódico publicaba nada suyo, ni asomaba por ningún medio de comunicación. Me contestó con igual franqueza:
—Es un offsider, pero sí, trabaja para nosotros.
—Pues te agradezco la información —le dije—. Me quedo más tranquilo, pero creo que a la gente que mandáis por ahí deberíais decirle que se pusiera antes en contacto con los embajadores de cada país. Yo no sabía nada y se han producido varias situaciones de tensión. Un día hasta intentó colarse en la embajada para hablar con los guerrilleros y se le pidió con mucha seriedad que saliera del edificio.
Aquel hombre incluso hizo campaña a favor de ARENA, el grupo de la derecha extrema salvadoreña. Aunque poco elegante, era muy hábil, y se había introducido en la colonia española y en la junta directiva de esta, llegando a imponer algunos de sus criterios. Alborotó a la colonia española empujándola a posiciones muy críticas con la línea del Gobierno español.
Manglano me dijo que como el agente ya estaba quemado lo iban a sacar de El Salvador. A mi regreso a Centroamérica hablé con él y le reproché que no me hubiera dicho cuál era su verdadero trabajo.
—Es que en «la casa» —se excusó— nos instruyen para tener mucha discreción y no decir nada.
Se volvió a Canarias, de donde era, y no sé qué otras andanzas tendría después.
Como decía más arriba, llegó un momento en el que noté a Duarte un poco molesto conmigo. Al parecer pensaba que, dada nuestra amistad, debería apoyarlo más y no colocarme tan en el centro de los dos bandos en lucha. Tuve con él varias conversaciones, en las que creo que al menos logré disipar parcialmente sus recelos. Era una gran persona que se vio obligada a navegar en aguas muy turbulentas y además tuvo muy mala suerte, porque creo que llegó a la presidencia un poco tarde, cuando en diversos sectores, no ya en las llamadas catorce familias que dominaban el país, sino en la burguesía en general, e incluso entre la colonia española, que era acomodada, existía una inclinación hacia la línea dura, explicable en medio de una guerra como aquella.