Las amenazas de un embajador

Hubo otras muchas anécdotas e incidentes de carácter menor. Recuerdo una relacionada con la posible entrada de España en la OTAN, iniciativa que Adolfo Suárez tenía congelada. Un día el embajador de la URSS en España me pidió una entrevista. Cuando llegó estaba yo despachando con Pablo Castellano y le pedí que se quedase. Comenzamos a hablar y al poco el diplomático amenazó de una manera muy descarada. Vino a decirnos que tuviéramos mucho cuidado con lo que hacíamos, porque la entrada de España en la Alianza Atlántica sería un acto inamistoso y de muy difícil explicación a su gobierno, que crearía problemas diplomáticos y políticos graves.

—Aunque ya se lo he dicho a su gobierno por otros conductos —remachó—, quiero manifestárselo también a usted, como representante del Parlamento español.

Pablo le respondió de manera muy firme:

—Mire usted, embajador, sus palabras suenan un poco a amenaza. Le ruego que considere que el Parlamento español es independiente y soberano y sus observaciones no son apropiadas, solo podemos tomarlas como comentarios oficiosos. Le agradecemos mucho su visita y le recordamos que el Parlamento actuará según su criterio, sin tener en cuenta las posibles amenazas que encierran sus palabras.

Así terminó aquella visita del embajador de la URSS, que a mí desde luego me sorprendió muchísimo.

También tuvimos tensiones con el gobierno de Pinochet. Cuando viajé a la República Dominicana para la toma de posesión del presidente Guzmán luego prolongué el viaje para poder visitar en Chile a los amigos de la democracia cristiana. Mi visita a Santiago de Chile, en compañía de Luis Vega Escandón, fue muy tensa. Lo mismo que durante el franquismo habíamos tenido el apoyo de los compañeros chilenos, yo quise dejar bien sentado desde el principio mi respaldo a las fuerzas políticas democráticas de Chile. Mis declaraciones en ese sentido sentaron fatal al ministro de Asuntos Exteriores de aquel país, que me llamó indignado, reprochándome que, como representante oficial de España, fuese hostil al país que me recibía.

No quedó ahí la tensión vivida en Chile. Un día que me encaminaba a una reunión de la oposición, entonces ilegal, acompañado por el embajador español, al doblar una calle, desde otro coche un hombre me apuntó con una pistola. No pasó nada, pero el embajador se llevó un gran susto y me recomendó que me marchara. Yo le dije que pensaba asistir a la reunión y entonces me recomendó que pidiera protección. Insistí en que yo no hacía nada malo visitando a mis amigos, y seguí. Aquella visita me la agradecieron mucho Frei y los suyos. Por indicación mía, Adolfo Suárez y el ministro Marcelino Oreja acogieron más tarde en España a Andrés Zaldívar y otros miembros de la oposición chilena perseguidos en su país por la dictadura militar.

En una ocasión nos visitó Edgard Faure, presidente de la Asamblea Francesa, cuando España era centro de atención internacional por su transición a la democracia. Cuando visitó La Zarzuela nos hizo sufrir mucho porque fue muy impuntual e hizo impacientarse al rey. Aunque era hombre de gran inteligencia, en la comida que le ofrecimos después tuvo un lapsus y brindó por la República española. Cuando notó que todos nos quedábamos mirándole sorprendidos se dio cuenta del error y trató de salir del paso airosamente. Dijo que hablaba de república en el sentido puramente aristotélico.

También nos visitó el presidente mexicano López Portillo. Cuando sustituyó a Echevarría, durante la época del gobierno Arias, el presidente López Portillo ya quiso conocer a la gente de la oposición española. Nos convocó a México a Felipe González, Carlos Braun, Joaquín Ruiz Giménez, Raúl Morodo, y a otros cuantos para asistir a su toma de posesión. Allí tomamos contacto con la gente del PRI. López Portillo pronunció un pomposo y florido discurso. A la vuelta, en el avión, comenté con Felipe González la necesidad que teníamos de respaldos internacionales. Luego cuando López Portillo vino a España le acompañó su mujer, una señora exuberante y agraciada. Además de Madrid, visitó Canarias, lugar siempre buscado por los dirigentes hispanoamericanos por razones entendibles. Al volver de Canarias, la señora de Portillo se dejó las prendas íntimas en el hotel y hubo que recuperarlas por avión, según se comentaba jocosamente en Exteriores. López Portillo planteó un problema parecido al de Giscard, porque inicialmente quería entrar por la puerta de los leones. Pero entró en razón enseguida, aviniéndose a entrar en el Congreso por donde lo hacíamos habitualmente.

Teníamos en aquellos años la atención puesta en la incorporación de España a Europa, en la línea de lo que habíamos hecho tantos años en la Asociación Española de Cooperación Europea. Al cumplirse diez años del contubernio, es decir, en 1972, hicimos una declaración solemne reiterándonos en los principios de 1962. Durante los años de oposición al franquismo el europeísmo era una excusa, una tapadera para nuestras actividades políticas, pero también era un objetivo querido, una vocación y para muchos una pasión. La asociación siguió viva hasta que en el año 1977, una vez restaurada la democracia, el Consejo Federal Español del Movimiento Europeo se trasladó a España. Cuando yo ya era presidente del Congreso de Diputados me ofrecieron la presidencia del Movimiento Europeo, lo que significaba el reconocimiento de que nuestra vieja asociación había sido el alma del europeísmo español en el interior en los tiempos difíciles.

Desde el movimiento europeísta conseguimos que en octubre de 1977 hubiera una declaración nítida a favor de la integración de España en el Consejo de Europa con la firma de la Convención Europea de Derechos del Hombre cuando era ministro Marcelino Oreja. En ese mismo mes de octubre de 1977 una comisión parlamentaria, de la que yo formaba parte, se trasladó a Estrasburgo. Viajamos Antonio Fontán, en su calidad de presidente del Senado, y los más representativos personajes de los distintos grupos: Felipe González, José Federico de Carvajal, Raúl Morodo, Federico Silva... Allí en Estrasburgo el Consejo de Europa nos invitó a que explicáramos la Transición y lo que pretendía la España democrática en relación con Europa. Hubo una sesión en la que hablamos Felipe González, Silva, Satrústegui y yo. Pedimos que nos admitieran en el Consejo de Europa incluso antes de que estuviera aprobada y en vigor la Constitución, para cuya proclamación faltaban entonces catorce meses. Tuvimos una respuesta cordial y afirmativa en todos los sentidos. Allí fue donde se me acercó Antonio Villar Masó y se me ofreció para hacer gestiones ante los grupos de la masonería presentes en el Consejo de Europa, para así ayudar a nuestro propósito. Le agradecí el detalle, pero le dije que no era necesario, que ya estábamos haciendo la gestión por los cauces políticos normales. Sigo sin explicarme cómo compaginó su condición de confidente policial, enviando informes a Franco, tan obsesionado con la masonería, con su pertenencia al socialismo y a la masonería. El cura del que ya hablé y hasta Pilar Urbano conocen su historia. Masó estuvo incluso en una reunión en Aravaca. Y lo que se dijo lo supieron los servicios de Franco muy poquito después.

La España que soñé
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