La Ley Orgánica del Estado
El año 1967 estuvo marcado por la aprobación en referéndum de la Ley Orgánica del Movimiento, aquella que durante su elaboración había entusiasmado tanto a Federico Silva, como he referido anteriormente, y que intentó transmitirnos. El 22 de noviembre del año anterior, en 1966, se había presentado esta ley ante las Cortes, que como siempre la aprobó por aclamación. Fraga se encargó de la campaña para el correspondiente referéndum. «Votar sí es votar por Franco» y «Vota paz, vota progreso», fueron los lemas. Proliferaron los carteles con niños y ancianos que pedían amablemente el «sí»; la televisión, la radio y la prensa machacaron unánimemente con los argumentos más peregrinos sobre la bondad del proyecto, que tuvo a su favor el núcleo de las «fuerzas vivas» del país. Por si fuera poco, Franco se dirigió a los españoles en un dramático discurso en el que repasaba sus propios méritos, según él los veía.
Como he comentado, Ricardo de la Cierva, en su libro Historia del franquismo dice refiriéndose a esta ley: «Nada hay en ella que suponga una garantía de esa democratización que se había brindado a los españoles». Y es el propio Ricardo de la Cierva, en el libro referido, quien concluye con esta frase lapidaria: «El pueblo español, que no había leído el proyecto y tampoco leería la ley, advirtió muy pronto que le habían engañado».
El régimen se enrocaba. Enseguida se produjo el cese de Muñoz Grandes como vicepresidente del Gobierno, el 22 de julio de 1967; el nombramiento de la guardia pretoriana franquista, con los cuarenta consejeros llamados «de Ayete», el 19 de septiembre del mismo año, y a los pocos días Carrero Blanco fue nombrado vicepresidente del Gobierno.
Cuando finalmente pudimos conocer a fondo el texto de aquella ley, tan decepcionantemente continuista, Federico Silva se sumió en la decepción silenciosa y nosotros nos dedicamos a oponernos. Leyendo el proyecto y analizando la propaganda que hacía el Ministerio de Información y Turismo se evidenciaba que votar aquello era votar la consolidación del régimen del general Franco. Los grupos democristianos y los monárquicos liberales éramos muy conscientes de ello, y por eso hicimos cuanta propaganda pudimos por el no. Cerramos filas en aquella ocasión. Aunque no sirvió de mucho en el referéndum propiamente dicho, sí fue una experiencia útil de unidad de cara a los años siguientes.
Por supuesto, el régimen ganó el referéndum. Votó el 89 por ciento del electorado y hubo un 95 por ciento de votos afirmativos.
Seguimos trabajando, como siempre a través de la Asociación Española de Cooperación Europea. Nosotros y los demás. Si no me equivoco, la primera vez que se habló de socialismo y de otros temas intocables en la España franquista se hizo en Gran Vía, 43, en aquel destartalado piso en el que tantas y tan intensas experiencias vivimos.
En aquellos años llegó a Estoril, de la mano de Rafael Calvo Serer, uno de los personajes más notables y singulares de la oposición democrática española, Antonio García Trevijano, un notario granadino de gran capacidad intelectual y ambición, que desempeñó un papel relevante en toda la etapa anterior a la Transición. Como se sabe, fue el alma de la Junta Democrática. Creo que tuvo el mérito de llevar al Partido Comunista —en especial a Santiago Carrillo— al terreno del diálogo y del entendimiento con los demás grupos de la oposición. No estoy muy seguro de que el tiempo haya hecho justicia a García Trevijano, al que siempre he profesado profundo respeto por su temple, que en ocasiones le hace parecer insensato, aunque no tiene nada de ello. Pareció que iba a ser un personaje clave de la oposición, hasta que el PSOE, por boca de Enrique Múgica, que habló de sus negocios en Guinea Ecuatorial, decidió acabar con su protagonismo. Y lo consiguió.
Alguna vez he contado esta pequeña anécdota, muy reveladora de la personalidad de García Trevijano. En un almuerzo en el restaurante Breda de Madrid al que asistíamos Robert van Schendel y yo mismo, Antonio nos contaba el desarrollo de toda la operación Junta Democrática-Plataforma de Convergencia y, de repente, dirigiéndose a mí muy serio, me hizo prometerle que no propondría su nombre como presidente de un hipotético gobierno provisional. Divertido, le contesté que no me podía pedir algo que no dependía de mi voluntad. Él nos aseguró que no aspiraba a funciones gubernamentales, sino institucionales.