La confusa unidad de la oposición
Los partidos políticos abordamos la Transición un poco desconcertados, esa es la verdad, a caballo entre la ruptura y la reforma, con la iniciativa siempre en manos de Suárez, cabeza de los reformistas del régimen. Costó incluso alcanzar una organización unitaria de la oposición. Primero se creó la Junta Democrática, en la que pesaba demasiado Santiago Carrillo, pese a la relevancia e hiperactividad de García Trevijano y Calvo Serer, dos personas que por lo demás no inspiraban plena confianza a todos. Ellos eran la Junta, además del Partido Carlista de Carlos Hugo, lo cual hacía aún más extraña la mezcla. Enrique Múgica, como he dicho, disparó contra la línea de flotación de la Junta Democrática cuando hizo una serie de acusaciones a García Trevijano sobre sus actuaciones en Guinea Ecuatorial. Los demás acabamos constituyendo la Plataforma de Convergencia Democrática, que finalmente confluiría con los otros en la célebre Platajunta. Pero la Platajunta, que fracasó en su oposición al referéndum de la Ley para la Reforma Política, como tal apenas negoció nada con el Gobierno. Este acordó cosas con los socialistas, con los comunistas, con tal o cual partido, pero no con el conjunto de la oposición.
En esas estábamos los democristianos antifranquistas, mientras los procedentes del régimen también trataban de organizarse, con un Federico Silva que no acababa de pisar terreno firme, un Pío Cabanillas que seguía muy unido a Fraga y unos cuantos tácitos convencidos de que había que avanzar bajo la bandera de Adolfo Suárez.
Los que habíamos disentido en el seno de la Democracia Social Cristiana de Gil-Robles estuvimos en el partido de Ruiz Giménez hasta el congreso de El Escorial, celebrado en abril de 1976. Esa organización había ido cristalizando a partir del grupo de Giménez Fernández, al que se había incorporado Joaquín y al que nos habíamos sumado nosotros, además de otras personas y otros grupos. Giménez Fernández intentaba que Óscar Alzaga fuera su sucesor en la presidencia, pero este era demasiado joven en aquellos tiempos. Acababa de terminar la carrera y desde luego era muy brillante. A principios de los sesenta trabajaba en el sindicalismo universitario. En su día había participado en la junta de facultad reunida para discutir el intento de expulsión de Jesús Prados Arrarte. La junta tomó la decisión de oponerse a esa medida. Óscar, por aquel entonces, estaba becado. El rector, Segismundo Royo-Villanova, molesto por su comportamiento, vino a decirle que no tenía futuro en la facultad, es decir, que como mínimo se podía quedar sin beca. Alzaga se dedicó a la democracia cristiana en el grupo de Manuel Giménez Fernández. Tras mucho pensarlo se decidió que el presidente debía ser Joaquín Ruiz Giménez. Así que finalmente fue Joaquín quien encarnó el legado del hombre de Chipiona, que era el pueblo en el que se refugiaba Manuel Giménez Fernández cuando no estaba dando sus clases.
Yo creo que a Joaquín le pesaba en cierto modo su pasado de embajador en el Vaticano y ministro de Educación, es decir, su historial de alto cargo del franquismo. Sabía que podía ser asociado al nacionalcatolicismo. Por eso entró en la política de oposición con cierto complejo, en el buen sentido. No quería verse hipotecado por el ayer y eso le impulsaba, incluso inconscientemente, a tomar siempre las posturas más avanzadas ante las cuestiones que se iban planteando. Y allí estaba cuando el Equipo de la Democracia Cristiana, que se había fundado en Taormina en 1966, ingresó después en la Internacional Demócrata Cristiana.
Recapitulo, para que el lector no se pierda en el laberinto de mis recuerdos. Cuando se celebran las Segundas Jornadas en Valencia hay cinco grandes formaciones: la Democracia Social Cristiana de Gil-Robles; Ruiz Giménez, al frente de Izquierda Demócrata Cristiana, después Izquierda Democrática; el PNV, dirigido por Manuel de Irujo, con su viejo prestigio de ministro de Justicia en la guerra; Unión Democrática de Cataluña, con Antón Cañellas y Miguel Coll; y finalmente el grupo de Valencia.
Poco antes del fallecimiento de Franco tuve una invitación para ir a Alemania. Fue de la Fundación Konrad Adenauer, o sea, de la CDU. En Bonn tuve una serie de entrevistas con personalidades democristianas alemanas de alto nivel, como Helmut Kohl, que aún no estaba en la cima, y el presidente de la fundación, Bruno Heck. El segundo vino varias veces a España y estaba muy interesado en que su fundación se mostrase activa en nuestro país, apoyando la restauración democrática e impulsándonos a los que éramos sus correligionarios. Por el lado socialdemócrata estaba la Fundación Friedrich Ebert, que mandó a España a Dieter Koniecki, un hombre que también se interesó mucho por nosotros los españoles y que protagonizó el asunto Flick en tiempos de Felipe González, cuando este último, acusado de recibir a través de la fundación un maletín de dinero que debía invertir la empresa Flick, dijo aquello de «ni de Flick ni de Flock».
Yo nunca entendí muy bien el empeño de Felipe en negar el apoyo de los socialdemócratas alemanes, que no me parecía malo en absoluto. De igual manera los democristianos nos ayudaban a nosotros. Se lo dije con toda sinceridad alguna de las veces que fui a verle a La Moncloa.
Acabé abandonando Izquierda Democrática junto con otros compañeros para formar el Partido Popular Demócrata Cristiano, de efímera vida. La cosa fue como sigue. En el congreso que celebramos en El Escorial en abril de 1976 hubo discrepancias de orden táctico. Joaquín Ruiz Giménez se inclinaba abiertamente por la ruptura con el sistema, quizás influido por sus contactos con Marcelino Camacho, del que era amigo y abogado defensor. Cuando se produjo el golpe de Pinochet en Chile, el 11 de septiembre de 1973, Joaquín creyó al principio que la Democracia Cristiana Chilena no se opuso a él de forma suficientemente clara, y eso le irritó mucho. Lo cierto es que vinieron a nuestro país dos supuestos delegados de la democracia cristiana chilena, llamados Kraus y Carmona. El segundo llegó a ser luego embajador de Pinochet en España y fundador de una organización socialcristiana pinochetista. Ambos hablaron del «golpe necesario», para nuestro estupor. Tiempo después, por boca de Patricio Alwin y de Eduardo Frei (a quien el periódico ABC hizo un flaco servicio publicando unas «declaraciones» que lo presentaban justificando el golpe), supimos la verdadera posición de nuestros correligionarios chilenos, que era opuesta al putsch y al régimen que trajo consigo.
La tensión llegó al máximo cuando el Sábado Gráfico del 27 de octubre de 1973 publicó unas declaraciones de Ruiz Giménez, abogado defensor del comunista chileno Luis Corvalán, en las que decía: «Después de lo de Chile, y del papel que un sector de este grupo jugó en el drama de allí [se refería a la DC], tendría que irme a una socialdemocracia». La posterior explicación de Frei fue satisfactoria, pero la radicalización de Joaquín Ruiz Giménez no amainó. Él y sus más próximos apostaban, como digo, por la ruptura y no por la reforma. Incluso decidió que el partido ingresara en la Plataforma de Convergencia Democrática sin consultar al consejo político de nuestra formación. Por eso en el congreso del convento de los dominicos de El Escorial el partido estaba dividido. Para entonces, en eso sí que estuvimos todos de acuerdo, ya se llamaba Izquierda Democrática, es decir, que no tenía apellido religioso. Hubo una ponencia de Juan Antonio Ortega y Díaz Ambrona sobre la posición que debíamos mantener. Villar Arregui, abogado muy brillante, que había ingresado no hacía mucho, llegó a decir en aquel congreso que se sentía más cerca de los «hermanos marxistas» que de algunos «hermanos cristianos». La tensión entre los más radicales y los más moderados, de los que yo formaba parte, puede imaginarse.
Ruiz Giménez, siempre generoso, dejó en suspenso su presidencia hasta que finalizaran las discusiones del congreso, para facilitar los debates y aminorar las tensiones. Sus seguidores, preocupados por la actitud de Joaquín, presentaron propuestas muy avanzadas. El grupo que integrábamos Íñigo Cavero, Luis Vega Escandón, Óscar Alzaga, Juan Antonio Ortega, yo mismo y otros, se retiró a deliberar. Yo me sentía responsable porque era quien había forzado nuestra postura opuesta al radicalismo de la gente de Ruiz Giménez. Con la oposición de esta última, nosotros aspirábamos a la fusión, o al menos la coalición con la Democracia Social Cristiana de Gil-Robles, que había enviado representantes a El Escorial tras reunirse en Segovia y acordar dar pasos en ese sentido.
Eran muy fuertes aquellas desavenencias sobre la conveniencia de unirse a Gil-Robles y sobre el papel en el seno de la oposición democrática al régimen franquista. Mientras nosotros no descartábamos la reforma, Ruiz Giménez se inclinaba a lo que entonces se llamaba la ruptura y pugnaba por encabezar una plataforma de la oposición que no fuera la ya existente Junta Democrática, que todos encontrábamos demasiado controlada por el Partido Comunista y su líder Santiago Carrillo.
Hubo dos mociones, una de Ruiz Giménez y otra mía, y la mía perdió: salimos derrotados muy ampliamente. Joaquín se llevó una gran mayoría. Nos pareció entonces que lo correcto era abandonar el congreso y dejar que continuaran los que mantenían las posiciones triunfantes, que no solo se referían a los dos grandes problemas comentados, sino también al carácter más o menos progresista del programa del partido.
Así fue como refundamos el Partido Popular Demócrata Cristiano (PPDC). Para nosotros lo ocurrido en El Escorial fue muy traumático, entre otras cosas porque dejábamos allí a muchos amigos. Mi propio hijo Ramón se quedó, siguiendo las tesis de Joaquín Ruiz Giménez. Lo mismo que Carlos Born, fraternal amigo y más tarde cuñado.
¿Qué podíamos hacer de cara al futuro, que se presentaba incierto y apasionante para España? Desde luego, los del nuevo PPDC, los disidentes de El Escorial, teníamos claro que había que buscar la creación de un centro democrático. En esencia, defendíamos los valores del humanismo cristiano, con una concepción ética de la política. Nos declarábamos partido interclasista, no confesional, dispuesto a representar globalmente a la sociedad y no a una parte de ella. Por supuesto, el nuevo partido propugnaba las libertades democráticas y una constitución que «reconocerá y regulará la diversidad de pueblos con historia, cultura, lengua y personalidad propias, sin merma de la unidad nacional; poder judicial independiente y unidad de jurisdicción; libertad de enseñanza y reconocimiento del derecho de los padres a la educación de los hijos (con educación básica y gratuita para todos, y libertad de creación de centros educativos); reforma fiscal con imposición directa y progresiva».
En la conferencia de prensa de presentación, Ángel Vegas vino a decir que no se concibe un cristiano que no sea demócrata, pero insistió mucho en que no se trataba de un partido confesional. Pero creo que lo esencial en aquel momento, lo que más nos distinguía de las otras opciones democristianas, era la posición ante la reforma política que se dibujaba en el horizonte. No éramos abiertos partidarios de la ruptura, ni tampoco ciegos seguidores de lo que dijese el Gobierno.
Cuando Suárez sustituyó a Carlos Arias, en el año 1976, me llamó Alfonso Osorio y me preguntó si quería formar parte de aquel gabinete. Le respondí que era una decisión de naturaleza delicada, importante, pues en ese momento estaba constituyendo un movimiento político con unos amigos y compañeros y que tenía que consultarles. Así lo hice. Sin ser dogmáticos partidarios de la ruptura, ni mucho menos, sí queríamos una transición democrática profunda, verdadera, y por eso decidimos que no era el momento de incorporarse a un gobierno que no había pasado aún por las urnas. Eso no quiere decir que no viéramos las posibilidades de Suárez, con el que, como conté, para entonces ya había hablado y del que nos había dado referencia el rey. El caso es que decliné la oferta con toda la cordialidad posible y ofreciendo nuestra colaboración.
En aquel primer gobierno de Suárez Alfonso Osorio tuvo un papel importante. Él fue quien incorporó a muchos hombres del grupo Tácito, a los que de alguna manera podemos considerar como miembros de una tendencia democristiana: Marcelino Oreja, Landelino Lavilla, Eduardo Carriles, Andrés Reguera, Enrique de la Mata. Ellos eran el ala democristiana del gobierno de Adolfo, un gabinete que se encargó de hacer bastantes cosas, la principal de las cuales fue la Ley para la Reforma Política.
¿Qué hicimos ante aquel proyecto los de mi grupo? Frente a la abierta oposición de otros partidos nosotros mantuvimos una actitud de apoyo discreto, sin expresarlo públicamente, pero sí respaldando esa iniciativa del Gobierno desde un segundo plano. La discreción no quiere decir que ocultásemos nuestra manera de ver las cosas. El 11 de octubre de 1976 publiqué un artículo en el Noticiero Universal titulado «El gran error de Coordinación Democrática», en el que decía que la propuesta de Suárez «puede ser un procedimiento perfectamente valedero para pasar del sistema autoritario franquista a otro democrático, y democrático de veras». En este escrito critiqué la declaración del 19 de septiembre de Coordinación Democrática que rechazaba el proyecto del presidente: «Si el gobierno Suárez va de veras, y de veras quiere unas elecciones sinceras, tiene que dar las garantías pedidas por la oposición». Ya en vísperas del referéndum, el 11 de diciembre, en Informaciones decía: «En resumen, se debe aconsejar votar “sí” y exigir al mismo tiempo plena libertad de propaganda», y en Arriba del mismo día explicaba así la postura del PPDC: «La reforma del Gobierno es incompleta desde muchos puntos de vista; sin embargo, hay que enmarcarla dentro del contexto general de la política española y, por ello, consideramos que, aunque con reservas, hay que decir que sí». Sigo pensando que nuestra postura fue acertada, aunque entonces, lógicamente, no gustó demasiado en ciertos medios de la oposición, e inexplicablemente no fue valorada positivamente por el Gobierno.
La ley fue refrendada por las Cortes después de una brillante intervención de Adolfo Suárez, a mi juicio decisiva para convencer a muchos de aquellos procuradores orgánicos. Mientras esto ocurría, y en parte precisamente porque ocurría esto, porque se daban pasos en verdad grandes, se iba perfilando cada vez más la idea del centro democrático.
Nos reunimos con los socialdemócratas de Fernández Ordóñez y los liberales de Garrigues y Camuñas en busca de ese centro democrático que queríamos construir. Lo hicimos en el despacho de Paco. No aspirábamos a un partido, sino a una coalición electoral destinada a llenar el espacio político que veíamos que existía entre los socialistas y la derecha conservadora.
Paralelamente estábamos teniendo una positiva aproximación a la gente que se había escindido del grupo de Federico Silva. Me refiero sobre todo a Alfonso Osorio y Alberto Monreal. Silva se había quedado en una especie de estado de shock político tras su decepción por no ser el elegido para presidir el Gobierno pese a estar en la terna que le fue presentada al rey. Como es sabido los tres candidatos fueron Adolfo Suárez, Gregorio López Bravo y él. Suárez le invitó a formar parte de su gobierno, pero rechazó la oferta. Creo que se consideraba con apoyos y personalidad suficiente como para ser la cabeza del ejecutivo. Con Silva apartado, llegamos a un acuerdo con Monreal, Osorio, Grandes, Luis Angulo y otras personas de toda España, pues estaban muy bien organizados. Finalmente los escindidos de El Escorial y los disidentes de Silva acabamos formando un partido que fue el que se incorporó a la Unión de Centro Democrático.