La evolución del padre Llanos

En este ir y venir por los caminos del tiempo pasado, el lector me va a permitir que me detenga en una figura con la que me había encontrado en los años cuarenta y que ahora, en las postrimerías del franquismo, había experimentado una evolución extraordinaria. Me refiero al legendario padre Llanos. Con José María Llanos mantuve el contacto en todo momento, desde que era un entusiasta falangista hasta que, como consecuencia de su labor pastoral en El Pozo del Tío Raimundo, se convirtió en un hombre próximo al Partido Comunista, en el que acabaría ingresando.

Cuando se marchó a Vallecas le seguí tratando. Allí se había convertido en una institución. «El Cura», así era como le llamaban, con rotunda naturalidad, aquellas gentes que estaban llegando desde el sur en busca de una vida mejor y se instalaban en la periferia madrileña. En una noche levantaban sus casitas, apresuradas chabolas con un poco de obra y un techo, para que por la mañana pudieran considerarse instalados y así evitar problemas con las autoridades municipales. En medio de aquel desamparo, ¿quién les defendía? El Cura. José María Llanos era una persona entregada a su labor pastoral y de apostolado, que consideraba la ayuda a sus feligreses como parte esencial de esa tarea cristiana. El choque con la realidad de los emigrantes andaluces y extremeños le influyó por completo, fue decisivo en su evolución. Con un grupo de colaboradores, sacerdotes casi todos, jesuitas algunos, empezó a trabajar en la zona de El Pozo, a cuyos habitantes brindaba el apoyo material y moral que tanto necesitaban.

El Cura era excepcionalmente eficaz y también, a su manera, muy apasionado. No sé si la pasión no le hizo a veces perder la perspectiva hasta adoptar actitudes muy polémicas por su condición eclesiástica. Por sus luchas en El Pozo conoció a Marcelino Camacho, al que nos presentó a quienes habíamos sido sus discípulos años antes. Aunque hablamos con el líder de Comisiones Obreras algunas veces, quien más relación tenía con él era Joaquín Ruiz Giménez, que sería después su defensor en el famoso Proceso 1.001, con el que el régimen, a última hora, pretendía hacer un escarmiento al movimiento sindical de oposición, principalmente a Comisiones Obreras.

Curiosamente, el día del asesinato de Carrero Blanco comenzaba la vista de ese proceso en Las Salesas, y allí estábamos con nuestras togas, yo ayudando en tareas de defensa, en medio de una gran tensión. También estaban Joaquín y Gil-Robles, siempre brillante en sus alegatos. El presidente de la sala era el juez Mateu, luego asesinado por ETA, que estaba visiblemente nervioso y desconcertado, y por ello preso de una gran irritación. Fue un día muy cargado. A uno de mis hijos, Ramón, le quitaron el DNI, como a mucha otra gente, cuando hacía cola en el exterior, junto a la plaza de la Villa de París, para entrar en la sala del juicio y apoyar a los encausados. Hubo enfrentamientos verbales, amenazas, detenciones. Se temían excesos de la extrema derecha que no llegaron a producirse.

Tras esta digresión sobre el sindicato que fue tan querido por el padre Llanos, vuelvo a la figura de mi amigo el Cura. Su fama fue creciendo y su figura de líder social, por así decirlo, agrandándose en progresión geométrica. En cierta ocasión, creo recordar que en una celebración religiosa de la familia Ruiz Gallardón (Llanos era muy amigo de José María), le preguntamos en broma: «El Raimundo del pozo ese donde está usted, ¿quién es? ¿Es Raimundo Fernández Cuesta?» Tras reírse nos dijo que era una cosa mucho más seria: un pueblo que venía a trabajar y se encontraba con enormes dificultades para llevar una vida digna.

Poco antes de morir dejó clara su voluntad de que le enterraran con el carné de Comisiones Obreras, lo que no hizo mucha gracia a la Compañía de Jesús. El padre Llanos fue una gran figura, importante para nosotros, los que recibíamos sus consejos espirituales en los años cuarenta, y luego para otros muchos, sobre todo la gente de El Pozo, pero también la sociedad en general. Estuviera o no equivocado en alguno de sus radicalismos, hizo reflexionar a muchos. Gracias a él, en buena medida, se supo de la odisea de tantos miles de personas que se construían por la noche un habitáculo mínimo, que porfiaban por un futuro algo mejor, que no tenían nada ni a nadie. Lo que hizo el padre Llanos en El Pozo fue irrepetible, y aun con las críticas que se quieran hacer, inolvidable en el mejor sentido. Él defendía a los inmigrantes, era su escudo, porque con el Cura no se metía la policía, sobre todo en los primeros tiempos. Pasados los años ya no era tan intocable, pero seguía siendo una poderosa figura moral con la que las autoridades preferían no tener choques directos.

José María Llanos no solo contaba con la fuerza de su fe, decisión y elocuencia. Disponía de otro recurso importante: escribía, y bien. La pluma fue un arma más al servicio de su causa, o sus causas, pues fueron varias. Primero escribió en medios de la Editorial Católica, y luego en otros. Algunos de aquellos escritos fueron muy duros y tuvieron relativo impacto en la sociedad española.

A menudo reflexionó sobre la curiosa circunstancia que se dio con las cabezas visibles de aquella remota Congregación de los Luises a la que acudí de joven. El padre Carrillo de Albornoz, tras quién sabe qué experiencias en Roma, descreyó, dejó los hábitos y se casó. El padre Llanos, capellán de falangistas, látigo de herejes, enemigo de Rita Hayworth, acabó convertido en un líder comunista en el más obrero de los barrios obreros del Madrid de los cincuenta y los sesenta.

Llanos, aunque no le siguiera la jerarquía, consiguió bastantes adeptos dentro del ámbito católico, incluso eclesiástico. Sentí mucho no haber podido tener más contacto con él al final de su vida. Fueron los tiempos en los que estaba fuera de España, y cuando murió no me encontraba yo en Madrid.

La España que soñé
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