Cambios decisivos en la AECE

Pero de nuevo he corrido demasiado, metiéndome en los primeros años setenta. Vuelvo, pues, a la vida de la asociación a finales de la década anterior. En algunos actos el éxito fue tan grande, la asistencia tan numerosa, llenando las salas y hasta los pasillos y las escaleras, que temíamos un posible hundimiento. Hubo conferencias de líderes democristianos, liberales y socialistas moderados, y también de personalidades españolas del interior, principalmente intelectuales que habían evolucionado desde el franquismo de su juventud hacia posturas de oposición democrática, casi siempre tras la estela de Dionisio Ridruejo, aquel hombre irrepetible de enorme capacidad de convocatoria. Me refiero a Laín, Aranguren, Tovar... y por supuesto, a Ruiz Giménez. También a otros que nunca fueron franquistas, como Julián Marías.

Aún al frente de la asociación, Gil-Robles mantuvo posiciones inflexibles y su tensa relación con nosotros, los que habíamos dejado su partido, lo que hacía difícil la gestión de la Asociación Española de Cooperación Europea. No podía ser que el presidente tuviera una línea y la mayor parte de la directiva otra. El propio Gil-Robles se dio cuenta, y también notó que su figura era demasiado intragable para las autoridades gubernativas, y decidió dejar paso a otro. Carlos Ollero declinó nuestro ofrecimiento por razones profesionales. Fue entonces cuando Dionisio Ridruejo propuso al antiguo decano de Económicas Valentín Andrés Álvarez, que tuvo a Joaquín Ruiz Giménez de vicepresidente. En la directiva estaban los Garrigues, el propio Ridruejo, el socialista Carvajal... toda la oposición.

Aquel fue un momento muy importante en la historia de la asociación. Don Valentín era un hombre muy moderado, pero también firme en sus principios liberales, que mantuvo la actividad y la presencia de la asociación, que incluso emitió comunicados cuando hubo circunstancias políticas que lo aconsejaron. Puede decirse que en aquel tiempo y siempre en las coordenadas de la España de entonces, no nos mordimos la lengua. Celebramos el aniversario del Consejo de Europa, el de la Convención Europea de Derechos del Hombre, el del Congreso del Movimiento Europeo de Múnich... Además establecimos y mantuvimos relaciones con otros centros de características similares, aunque políticamente menos activos. Por ejemplo, el Instituto de Estudios Europeos de Barcelona, que presidía Jorge Prats; o el Instituto de Estudios Francés, también de Barcelona; la Liga Económica de Cooperación Europea; el grupo de monárquicos barceloneses de Senillosa; el grupo de Oviedo; el de Granada, que encabezaba Antonio Jiménez Blanco. Igualmente creamos una especie de filial de la asociación en Valencia, con la gente de Joaquín Muñoz Peirats, la de Emilio Attard... Nos relacionábamos, en fin, con los grupos de oposición democrática moderada, no violenta, o mejor dicho no radical.

Una de las personas que en su día vino con nosotros a Múnich fue Ignacio Fernández de Castro, uno de los dirigentes del famoso Frente de Liberación Popular. Aquel recio santanderino salió de Múnich muy descontento por considerar que las conclusiones de los españoles en el congreso fueron demasiado blandas. Y así seguía con el paso de los años. Lo dejó muy claro en sus artículos en publicaciones francesas. La renuncia expresa que se hizo a la violencia como método de cambio del régimen político español le parecía una limitación de las posibilidades de alcanzar la libertad. Como se ve, no todos los presentes en Múnich quedaron satisfechos con el contubernio famoso. Unos por unas razones, como Sainz de Baranda y sus compañeros; y otros, como Ignacio, por consideraciones diametralmente opuestas.

Ignacio Fernández de Castro no era, pues, el único que mantenía esa postura. Podría decirse que representaba a otros que en el interior de España consideraban que descartar del todo una salida violenta al franquismo era atarse de pies y manos. Tal era la postura de buena parte de la izquierda clandestina, que con el PCE a la cabeza era el sector de oposición más activo en la calle. Pero esas discrepancias no nos hicieron variar el rumbo, y siempre mantuvimos alzada la bandera de Múnich, con todas sus propuestas y toda su moderación: reconciliación nacional y libertades, que eran las grandes reivindicaciones que podían unir a toda la oposición.

Con esta premisa la asociación seguía su marcha incansable. Cualquier ocasión era buena para organizar una conferencia, un seminario, una reunión, o para redactar un documento. Siempre a despecho de las mil trabas que encontrábamos. Cuando fuimos a Barcelona a conmemorar el aniversario del Consejo de Europa, conseguimos que la autoridad policial nos permitiera reunirnos a cambio de que no hubiera discursos. Los ciclos de conferencias en Madrid, en Gran Vía, se permitían siempre y cuando se mantuvieran en los límites internos de la asociación, es decir, en el pequeño e inolvidable piso de la Gran Vía. La asociación hizo una labor extraordinariamente útil en el camino hacia la restauración democrática. Allí Ridruejo y Ruiz Giménez alcanzaron sus cotas de mayor brillo en el terreno de la oposición al régimen que habían contribuido a crear. Gil-Robles, al apartarse, lució menos, aunque realizó su tarea por otros cauces, también notables, y no dejó de asistir a algunos de los actos y reuniones de la asociación.

La España que soñé
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