Veinticinco años de paz

Al regreso del destierro en Canarias estábamos algo descolocados por las consecuencias del Congreso de Múnich, pero el régimen se mostraba muy activo en diversos terrenos, especialmente el propagandístico. En 1964, de la mano de Manuel Fraga, se lanzó la campaña de los veinticinco años de paz, que fue intensísima y en la que participaron todos los medios de comunicación, en menor o mayor grado adictos al franquismo. Frente a ello poco podíamos hacer. Los grupos de oposición democrática, es decir, los no tan clandestinos como el Partido Comunista, éramos minúsculos y carecíamos de recursos para hacer una mínima contrapropaganda. Mucho entusiasmo, mucha esperanza, pero... prácticamente nada más. Sin aparato organizativo ni dinero, sin posibilidad de aparecer en la prensa, y menos aún en la radio y la televisión, tuvimos que pasar la campaña como quien soporta un prolongado aguacero y no tiene más que un precario paraguas. Casi medio siglo después no puedo afirmar que la campaña fuera efectiva, pero sí que fue muy intensa.

Fraga, en plenitud física, no paraba, como puede imaginarse. Recuerdo haber hablado con él en aquel tiempo. Éramos amigos y nos tratábamos como tales, reconociendo ambos que nuestras posiciones políticas eran distintas. Con intención de ponerme a resguardo de posibles percances, me decía que la vida política siempre es muy dura y que el régimen estaba dispuesto a actuar sin contemplaciones. «Vais a pasarlo muy mal», decía con toda sinceridad, no con ánimo amenazador, sino a modo de advertencia amistosa. Manuel Fraga creía que el franquismo se iba a consolidar y que sería duradero. No se equivocaba.

Desde luego, estaba seguro de que mientras viviese el general Franco su entramado era invencible. Y creo que pensaba sinceramente que aquel régimen, con el grado de apertura que él mismo propició con su Ley de Prensa y algunas otras iniciativas, era lo más conveniente para España. Puedo achacarle que se equivocaba, pero no que no fuera sincero y leal con sus ideas.

Creo que su posterior estancia en la capital del Reino Unido le vino muy bien. Era indudablemente un hombre valioso, brillante, muy preparado, número uno en todas sus oposiciones. Pero cuando llegó a la política jugó dentro del sistema que entonces existía, el franquista. Junto con José Solís representó un papel de relativo aperturismo y en las luchas internas del régimen se enfrentó sobre todo con las gentes de Carrero Blanco, que eran las del Opus. Cuando aquellas tensiones hicieron crisis y Fraga salió del Gobierno, se fue de embajador a Londres, amplió sus horizontes, pudo ver una política distinta de la que siempre había conocido. A su regreso, de acuerdo con Pío Cabanillas y algunos otros, organizó Fedisa, en el marco del asociacionismo que propugnaba el Espíritu del 12 de febrero de Carlos Arias Navarro. Tras el fracaso de este último, Fraga pensó que el rey Juan Carlos le iba a elegir a él como presidente del Gobierno. Exactamente lo mismo pensaba José María de Areilza.

En el mes de marzo de 1976 Íñigo Cavero y yo tuvimos una conversación con don Juan Carlos para decirle, más o menos: «Señor, esto no va, la política que está intentando hacer el bueno de Carlos Arias, sobre todo desde que ha expulsado a Pío Cabanillas y desde la marcha de Barrera, tras lo de Añoveros, no funciona. Por este camino no se va a conseguir la monarquía parlamentaria que pronosticaba su padre». Él nos dijo que tenía intención de ir por ese camino, pero que los nombres de posibles sustitutos de Arias le planteaban diversos problemas. Textualmente nos dijo: «Fraga llega aquí y me regaña, y no me apetece tener un primer ministro que me regañe». Alabó sus conocimientos pero nos confesó que Fraga no tenía su confianza. Tampoco veía que Federico Silva fuese la persona adecuada... Fue repasando nombres, que no acababan de llenarle, y en un momento dado nos preguntó si conocíamos a Adolfo Suárez. Nos quedamos parados, porque sabíamos quién era pero no lo conocíamos. «No dejéis de conocerlo —nos recomendó enseguida—, porque es una persona muy interesante, un político sobresaliente». A los pocos días Enrique Sánchez de León nos organizó una cena con Adolfo. La conversación fue muy distendida y franca. Al abordar el futuro del régimen Adolfo fue totalmente sincero. Todavía estaba Carlos Arias y Adolfo nos dijo que no nos fiáramos, que el presidente no iba a ningún lado, que había que hacer otras cosas y abrirse mucho más.

Cuando a principios del verano de 1976 don Juan Carlos nombró a Suárez encajamos las piezas. Ya lo tenía en mente por lo menos cuatro meses antes, en marzo de aquel año. Nosotros creímos entonces que con Adolfo se podría hacer algo, aunque muchos otros fueron escépticos y en los meses siguientes tuvo que afrontar graves dificultades para sacar adelante la Ley de Reforma Política, legalizar los partidos, incluido el comunista, sin que faltaran secuestros y terribles asesinatos de ETA, el GRAPO y la extrema derecha.

En resumen, y de vuelta a 1964 tras esta nueva digresión, tuvimos que contemplar impotentes aquella campaña de los veinticinco años de paz y otras similares, por el momento constreñidos a nuestra actividad en la Asociación Española de Cooperación Europea, único lugar donde podíamos hacer un poco de política democrática.

La España que soñé
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