Pucherazo en las municipales

En 1954 yo estaba en la Diputación Provincial de jefe del Gabinete del Presidente, mi pariente el marqués de La Valdavia. Se convocaron unas elecciones municipales al estilo de la época, pero en ellas hubo una novedad: en las grandes capitales, además de las candidaturas afectas al Movimiento, se presentaban también candidaturas «independientes». En Madrid formaban parte de la llamada candidatura independiente Torcuato Luca de Tena, Juan Manuel Fanjul, Joaquín Satrústegui y Joaquín Calvo-Sotelo, gente monárquica con cierta tendencia liberal.

Los de las juventudes monárquicas hicimos propaganda de esta candidatura por distintos barrios y sectores de la ciudad, lo que nos costó algunas fricciones y controversias con personas y autoridades de la más pura ortodoxia franquista. Pese a ello completamos la campaña sin grandes trastornos y llegó el día de la elección.

En mi lugar de trabajo, la Diputación, se iban recibiendo los resultados, las actas del escrutinio en las diversas mesas electorales. Empezaron a llegar los presidentes de mesa y, para mi asombro, según llegaban se dedicaron a hacer méritos exhibiendo su fidelidad al régimen. Uno tras otro decían algo así como: «En nuestra mesa hemos conseguido tantos votos para el señor Elola» (José Antonio Elola Olaso era el candidato oficialista). Poco menos que decían que lo habían sacado adelante una vez cerradas las urnas. Estaba claro que el recuento no era puro, que estaban dando un pucherazo.

Así, apareció en la Diputación el primero diciendo que había podido arreglar el resultado, y enseguida el segundo con la misma historia, y el tercero... No podía ser casualidad, era insólito. Con total descaro anunciaban que habían apañado el escrutinio en sus colegios respectivos. Al cuarto o quinto consecutivo no pude más y estallé. Empecé a decir que aquello no era normal, que estábamos asistiendo a la confesión de un fraude electoral, que esa no era manera de respetar el voto de las personas, que se estaba haciendo trampa, qué se yo. Incluso tuve un altercado con otra persona de la Diputación, muy afecta al régimen, creo recordar que el secretario de los excautivos, con palabras subidas de tono. Hasta que nuestro jefe, el presidente, nos dijo que guardáramos silencio y fuéramos a nuestras respectivas ocupaciones. Y es lo que hice, desolado y furioso no quise saber nada más de aquel vergonzoso proceso y me fui a mi despacho.

Los cuatro candidatos independientes habían tomado sus medidas, pidiendo a varios notarios que vigilaran el proceso. Uno de ellos era Blas Piñar, entonces joven notario de Madrid. De las actas notariales se desprendía que había habido irregularidades. Lo cierto es que en aquellos distritos en los que se suponía que la candidatura independiente podía ganar porque se veía que tenía mucha fuerza, perdía por gran diferencia. Ninguno de sus candidatos salió elegido, y la candidatura terminó haciendo una reclamación que interpuso el abogado José María Ruiz Gallardón, quien hizo un alegato brillantísimo que a la postre no sirvió de nada. Casi no tuvo repercusión, aunque alguna prensa recogió el asunto de forma indirecta. En definitiva, tales hechos reafirmaron mi convicción de que había que cambiar el sistema de una u otra manera, caminar hacia la apertura y la libertad. Ni siquiera se respetaba la democracia orgánica, en la que había fraude. En cuanto aparecían candidatos un poco distintos, aunque conservadores y cercanos al régimen, en El Pardo se alarmaban.

Durante la campaña los jóvenes monárquicos comprobamos por el barrio de Palacio y por San Bernardo que nuestra candidatura tenía mucho respaldo, y eso los franquistas y sospecho que el propio Franco no lo podían consentir. Fui testigo de que aquel día hubo pucherazo, por lo menos en las zonas correspondientes a las mesas cuyos presidentes vinieron a la Diputación cuando yo estaba presente. Por supuesto no puedo asegurar que ocurriera igual en todo Madrid, pero me temo que fue así en muchos sitios.

Al comenzar en el año 1954 nuestras actividades en la Asociación Española de Cooperación Europea nos pusimos en contacto con el Consejo Federal Español del Movimiento Europeo, que estaba en el exilio en Bruselas. Lo presidía Salvador de Madariaga y el secretario general era un catalán que había sido del POUM, un hombre magnífico: Enrique Adroher, al que se apodaba Gironella. Personaje notable, perseguido por el Partido Comunista después de los sucesos de Cataluña de 1937, fue nuevamente fugitivo tras la entrada de Yagüe en Barcelona y tuvo que huir a Francia, y de allí escapar de los alemanes rumbo a México. En ese país americano trabajó y prosperó, pero añoraba Europa y regresó para incorporarse de lleno al movimiento proeuropeo de los españoles exiliados, con los socialistas de Prieto, los liberales de Madariaga, los nacionalistas vascos de Aguirre, los catalanes y algún grupo monárquico poco visible pero existente. Participó, pues, desde sus orígenes, en el europeísmo del exilio; fundó la Gauche Européenne, que agrupaba a todos los socialistas de la Europa democrática; pronto se convirtió en punto de contacto para todos los viajeros que llegaban del interior de España y querían ver de cerca esa Europa lejana y desconocida de la democracia y las libertades políticas. Entre otras muchas actividades, organizó el Centro Europeo de la Empresa Pública, del que fue secretario general hasta su regreso a España en 1975.

Cuando nos pusimos en contacto con Gironella nos acogió desde el principio con los brazos abiertos. Creo que estaba convencido de que el futuro de España había que construirlo desde el interior, que el exilio tenía un papel que desempeñar, pero lo fundamental era organizar un movimiento interno que preparase el cambio del régimen hacia la democracia. Veía además que el movimiento europeo era una excusa, un camino para ir en esa dirección.

También estaba en aquel mundillo Gonzalo Fernández de la Mora, por entonces todavía un joven orteguiano empedernido, un liberal. Años después, como ya he apuntado, quizás con motivo de su nombramiento como ministro de Obras Públicas, sufrió un gran cambio. Al final su concepción política era completamente distinta, aunque seguía siendo muy brillante y en broma le llamábamos «el faro de Europa», por aquello de que a Franco le llamaban «faro de Occidente». El caso es que el ministro Fernández de la Mora tenía contacto con los grupos europeos más conservadores, sobre todo franceses y de la CSU alemana. Llegaron a crear el Centro Europeo de Documentación e Información (CEDI), que presidió Alfredo Sánchez Bella. Hacia el final del franquismo había pues un europeísmo engarzado con el régimen. Y existía otro más, representado por Francisco de Luis, que no quiso ser procurador en Cortes con Franco, que dentro de la Editorial Católica se había enfrentado con Martín Artajo y los suyos, por lealtad a sus principios y a su creencia en una prensa libre. Él fue quien consiguió, y vuelvo a los años cincuenta, que aquella naciente asociación de unos jóvenes que empujábamos para que España se incorporase a la Europa democrática tuviera una cierta entidad.

Por eso pudimos trasladarnos al piso de Gran Vía, 43. En aquel inolvidable pisito empezamos nuestra actividad, nuestras reuniones. Allí nos dimos cuenta de que teníamos que abrirnos, no limitarnos a quienes procedían del cristianismo. Empezaron, pues, a llegar socialistas como José Federico de Carvajal y Antonio Villar Masó, y liberales y personas de distintos sectores políticos, todos comprometidos con el movimiento europeo. Poco a poco se fue formando un núcleo, plural pero bastante cohesionado.

En el año 1956, coincidiendo con el conflicto universitario que daría con Dionisio Ridruejo, Ruiz Gallardón, Múgica, Tamames y otros en la cárcel, bajo la presidencia de Francisco de Luis me nombraron secretario de la asociación. Teníamos la sensación de que algo nuevo estaba pasando con aquellos movimientos que aspiraban a convocar un gran congreso de reforma de la universidad. Fuimos a la cárcel a ver a los detenidos que acabo de nombrar y mantuvimos como asociación una actitud de apoyo al movimiento reprimido.

Así fue como conocimos a Dionisio Ridruejo, con el que establecimos una relación política y personal. Visité mucho su casa de la calle de Ibiza. Era una persona entrañable con gran carisma político. Era encantador, de gran magnetismo. Su prematura muerte fue una enorme pérdida para lo que ahora llamamos la clase política, y creo que para España en general. Por cierto que tuve el honor y la satisfacción de colaborar como abogado defensor de Dionisio Ridruejo, junto con otros compañeros, en una de las causas que se instruyeron contra él por el régimen franquista.

La España que soñé
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