Múnich

Cuando fundamos la asociación en la primera mitad de los años cincuenta todavía existían en España dos concepciones bien distintas del europeísmo. Coleaba aún la totalitaria, que añoraba una Europa que estuvo a punto de hacerse realidad en los primeros cuarenta, cuando el continente quedó unido bajo el dominio hitleriano, aquel terrible «nuevo orden europeo». Alguna vez he citado el asombroso epitafio que escribió Informaciones tras la muerte del caudillo nazi: «Un enorme ¡presente! se extiende por el ámbito de Europa, que Adolfo Hitler, hijo de la Iglesia Católica, ha muerto defendiendo la cristiandad... Muere Adolfo Hitler por la libertad de Europa»6.

Frente a este europeísmo ya muerto se alzaba otro, que consideraba que la unificación europea tenía íntima relación con la esencia de la democracia pluralista, los partidos políticos, los sindicatos libres y las libertades públicas enunciadas en el preámbulo del Estatuto del Consejo de Europa, cuyo artículo 1 define su objetivo: «Realizar una unión más estrecha entre sus miembros, con el fin de salvaguardar y promover los ideales y principios que son su patrimonio común y favorecer su progreso económico y social». Naturalmente nuestra idea era la segunda, que por lo demás también era la predominante en la misma Europa que trataba aún de curar las heridas de la II Guerra Mundial, entre otras cosas superando fronteras.

En nombre del Gobierno español el ministro Castiella había pedido el ingreso en la Comunidad y la oposición democrática, para deshacer equívocos, pidió la palabra con un esfuerzo para unir lo que Madariaga llamaba las dos medias naranjas: el exilio y el interior, que tenían recelos, tensiones y discrepancias pero se encontraban cada vez más unidas por el deseo de reconciliación y de un futuro democrático común, junto a los demás pueblos libres del continente. Tras los dos intentos fallidos de reunirnos latía, pues, la voluntad de reencuentro, que suponía un gran esfuerzo para muchos. Veinte años atrás, como quien dice, gentes ahora en la oposición del interior se enfrentaban con los que en ese momento se encontraban en el exilio. Un río de sangre los separaba y, sin embargo, querían vadearlo en ambas direcciones.

Como no hay dos sin tres, decidimos probar suerte en el marco del IV Congreso Internacional del Movimiento Europeo que se iba a celebrar en Múnich en junio de 1962.

La travesía de vuelta de don Juan desde Atenas, donde había estado en la boda de su hijo, hacia Estoril en el yate El Saltillo coincidió con el Congreso de Múnich. Mientras él navegaba por el Mediterráneo nosotros discutíamos el 5 y 6 de junio en la ciudad bávara. Seguíamos la convocatoria que nos había hecho a 118 españoles el secretario general del Movimiento Europeo para hablar de las condiciones y de los problemas que podía plantear a Europa y a la propia España el ingreso de nuestro país en la Comunidad Europea. En la organización intervinieron de forma muy destacada el propio José María Gil-Robles, ya presidente de nuestra asociación, que coordinó la participación de los del interior y la elaboración del documento que luego presentamos; Salvador de Madariaga, como presidente del Consejo Federal; Enrique Adroher, Gironella, como secretario general, y en funciones de enlace de todos ellos Pepín Vidal Beneyto, aquel joven que visitaba la bella Málaga mientras los demás recibíamos doctrina del cardenal Herrera.

José Vidal Beneyto, para los amigos «Pepín», profesor de Sociología, era un hombre brillante y a veces genial, promotor de las más asombrosas empresas. Sutil, inteligente, desconcertante, dominaba cinco idiomas. Con el nombre de guerra de Zabala, conspiraba sin desmayo y siempre escapaba de la policía. Alguna vez he dicho, y hoy que ya no está con nosotros lo repito, que merecería figurar en una galería de retratos sthendalianos. Para el Congreso de Múnich hizo un trabajo impagable.

A estas figuras hay que sumar a Dionisio Ridruejo, Jesús Prados Arrarte y Joaquín Satrústegui, en el interior, y en el exilio a, Manuel Irujo, Fernando Valera y Rodolfo Llopis.

Organizamos el viaje de tal manera que pudieran acudir todos los grupos de la oposición, menos los comunistas, a los cuales no vetamos, sino que se autoexcluyeron porque ellos mismos en aquel momento todavía rechazaban por completo y de raíz la pertenencia de España al Mercado Común, que era como entonces se denominaba a lo que hoy es la Unión Europea. No tenía sentido que asistieran.

Los ochenta españoles que viajamos desde el interior, entre los que además de las figuras políticas mencionadas había personalidades de otro tenor, como Jesús Aguirre, luego duque de Alba consorte, Ignacio Aldecoa y el coronel Rosón, después asesinado por ETA, Rafael Pérez Escolar, Antonio García López y otros, nos desplazamos con bastante recelo y temor, esa es la verdad. Tres de los asistentes, Satrústegui, Miralles y Piniés, antes de salir dirigieron una carta al ministro de la Gobernación, que entonces era Camilo Alonso Vega, y creo que también al del Ejército, explicándoles que iban a Múnich con intención meramente constructiva, es decir, no subversiva, para discutir las condiciones del ingreso de España en las instituciones europeas, con talante democrático pero sin intenciones aviesas de ningún tipo. Gil-Robles mandó una comunicación notarial al presidente del Gobierno, explicándole más o menos lo mismo.

Llegamos a Múnich el día 4 de junio por la noche. El día 5, en el hotel Regina, nos encontramos por primera vez con la gente del exilio. Tengo que ser sincero: aquel primer encuentro fue un poco tenso, no sabíamos bien cómo empezar los contactos. Ellos eran menos, ciertamente, pero representaban cuanto significó el Gobierno de la República, primero en España y luego en el exilio. Allí estaban nacionalistas vascos como Irujo, Landáburu, Jon Bilbao y otros; catalanes; republicanos como Fernando Valera; socialistas como Rodolfo Llopis... Y estábamos nosotros, monárquicos como Satrústegui, Miralles y fundamentalmente el plural grupo de la Asociación Europea, con Gil-Robles a la cabeza.

Yo fui en avión y Gil-Robles en tren. Fue con un grupo de leales, que le eran fieles hasta un extremo inconcebible. Parece ser que en el tren coincidieron con el grupo del PNV, en el que al lado de dirigentes había jóvenes alevines de nacionalistas que luego se integrarían en la ETA. Gil-Robles oyó a aquellos jóvenes discutir con sus mayores, reclamándoles acción y presencia, que no se dejaran comer el terreno por las otras gentes del Congreso de Múnich. Con esto Gil-Robles llegó a su destino desolado. Nerviosísimo. «Yo me vuelvo —decía—, esto no puede ser, aquí ha habido un malentendido, esto va a ser un fracaso. Venimos aquí intentando buscar una fórmula común para entrar en Europa y resulta que otros traen otras intenciones». Fue un momento de gran tensión.

Algunos de los que viajaron desde el interior, entre ellos varios vascos, usaron nombres supuestos, lo que después les ayudaría a eludir la persecución policial. Y precisamente el temor a las represiones agudizaba la tensión. Ridruejo, Fernando Baeza y Beneyto llegaron tarde, por diversas causas desde luego ajenas a su voluntad, pero eso desató recelos de algunos que creían haber sido llevados a una encerrona por Pepín. No había nada de eso, claro. Casi un año después Dionisio Ridruejo escribía lo siguiente sobre el papel de Beneyto en aquel trance: «Hoy estoy en condiciones de saber con cuánta lealtad ha cumplido sus misiones, y puedo decir que cualquier recelo sobre los intereses exiliados que Pepín hubiera podido servir es recelo calumnioso y para mí intolerable». No fue el único que le defendió. Gil-Robles, en carta de 11 de mayo de 1963, apuntaba: «Su actuación en el pasado junio fue correcta en absoluto, y antes y después he comprobado que tenemos en él un colaborador utilísimo y en muchos aspectos casi insustituible». Y Enrique Gironella escribía en igual fecha: «Nadie puede decir que hubo mala fe, y mucho menos doblez y engaño, por parte de nadie. Yo, que, bajo una apariencia de normalidad, estaba terriblemente enfermo, que vi la conferencia varias veces al borde de la ruptura, que me peleé con amigos por su intransigencia, lo di todo por bien empleado cuando al final de la conferencia, al ser aprobadas las conclusiones que fueron enviadas al Movimiento Europeo, vi brillar en los ojos de todos —y digo bien, de todos— unas lágrimas de verdadera y sincera emoción».

Además de los recelos entre unos y otros por sus distintas trayectorias y circunstancias, resultó que los del exilio creían que habría una asamblea común y los del interior íbamos convencidos de que se trabajaría en grupos separados. Más tensión, pues. Ya en el hotel hablamos con el secretario del Movimiento Europeo, Robert van Schendel. Gil-Robles le contó sus inquietudes y le pidió una fórmula para que no hubiera confusiones. Después de darle muchas vueltas al asunto, se llegó a la solución de reunirnos en dos comisiones, una del exterior y otra del interior, ambas abiertas. Cada una de ellas redactaría un documento con las condiciones del ingreso de España en el Mercado Común y luego una comisión mixta refundiría ambos textos para dar a luz el comunicado final. Y así se hizo. Los dos grupos de trabajo actuaron de forma abierta: a la comisión del interior asistían exiliados y a la del exilio gentes que procedían de España.

Rodolfo Llopis me pareció una persona difícil. Manifestaba una gran reserva, especialmente de cara a los propios compañeros de filas. Recelaba de los socialistas del interior, los que vivían en España. Desde luego, no quería dejar su centro de poder de Toulouse, heredado tras la muerte de Indalecio Prieto aquel mismo año. De ninguna manera pensaba ceder a otros la dirección del aparato socialista del exilio, que era una organización relativamente compleja. Se negaba a dejar de encarnar la legitimidad socialista, y se resistiría incluso después del Congreso de Suresnes, ya en los años setenta, cuando lo desplazó Felipe González.

En Múnich, Llopis mantuvo una actitud recelosa también con gentes no socialistas. Se dijo que le costó mucho trabajo dar la mano a Dionisio Ridruejo, aunque después acabarían cruzando cartas amistosas y colaborando políticamente. Desde luego no se fiaba de Villar Masó ni de ningún socialista llegado de España, pero ese comportamiento lo hacía extensivo a los demás participantes, convirtiéndolo en un personaje de trato complicado. Todo lo contrario era Fernando Valera, hombre abierto y expansivo que nos recibió cordialmente desde el primer momento. Era el presidente del Gobierno de la República en el exilio y por ello podría tener alguna prevención hacia los que llegábamos del interior y, sin embargo, no hubo nada de eso. Fue correcto y afable, y con eso allanó el camino hacia un acuerdo que en las primeras horas parecía lejano. Al final incluso pidió a Joaquín Satrústegui que le explicara en qué consistía la alternativa de don Juan, y Joaquín disertó largo rato sobre el asunto ante él y quienes quisieron escucharle, que fueron muchos. Luego el propio Llopis, en conversación privada con Satrústegui, le dijo que ellos seguirían siendo republicanos por principios, pero que si la monarquía lograba la reconciliación y las libertades, respetarían el sistema constituido.

Me llamó la atención el contraste entre la actitud de las dos principales figuras del exilio presentes en Múnich. Con el paso de las horas y las jornadas, el talante de Llopis hacia los demás grupos cambió, dejó de haber problemas. Ignoro si también suavizó su prevención ante los propios compañeros socialistas llegados de España.

Las reuniones fueron muy vivas, se habló mucho. La verdad es que como nosotros llevábamos un documento preparado y muy trabajado las cosas rodaron bastante bien. De hecho el documento que redactamos en Madrid coincidía en gran parte con el que luego se aprobó. Poco a poco, a base de encuentros y debates comenzó a romperse el hielo inicial. El recelo, tensión más que abierta hostilidad, entre quienes se habían estado pegando tiros dos décadas antes en Somosierra o en Teruel, empezaba a desaparecer. No se debe olvidar que allí estaban Miralles y Satrústegui, combatientes voluntarios de primera hora del Movimiento, y con ellos discutían y trabajaban viejos soldados republicanos.

Llegó un momento en el que Gil-Robles hubo de comportarse con generosidad. Se alcanzó el pacto final en una cena y en ello influyó mucho Jesús Prados Arrarte, republicano conciliador que actuó mucho y bien con los de Unión Española y sobre todo con Dionisio Ridruejo. Este último, persona a la que todo el mundo esperaba, llegó con retraso, como ya he dicho, y hubimos de lamentarlo. Represaliado, no tenía pasaporte y hubo de cruzar la frontera clandestinamente. Todos sabíamos de su influencia como mediador y su carácter de hombre favorable a la reconciliación, que habría jugado un papel muy positivo en las primeras horas tensas y difíciles. Pero no pudo llegar hasta el día 6 de junio por la tarde, porque al pasar la frontera francesa había tenido un primer amago de la enfermedad cardiaca que a la postre acabaría con su vida trece años más tarde. Cuando al fin llegó todos lo recibimos con una gran ovación.

Había cierto alivio, porque fueron jornadas muy angustiosas. Cuando aún estábamos allí nos llegaron alarmantes noticias del nerviosismo gubernamental. Había una reacción represiva fulminante, que nos sorprendió porque superaba las previsiones de los más aprensivos. Un decreto-ley de 8 de junio suspendía la vigencia del artículo 14 del Fuero de los Españoles. A la vez se desató contra nosotros una feroz campaña de calumnias y ataques personales.

Pero sigamos adelante. El día 6 se habían reunido ya conjuntamente las dos comisiones por la mañana. Por la tarde se leyó el documento final acordado. A mí me correspondió entregárselo a Madariaga y a este leerlo. Don Salvador leyó el documento entre la ovación y la emoción de todos aquellos españoles allí reunidos. Éramos conscientes del paso que se daba y del esfuerzo que habíamos hecho.

La declaración que luego habría de leerse en la sesión plenaria del Congreso del Movimiento Europeo, era la siguiente:

El Congreso del Movimiento Europeo, reunido en Munich los días 7 y 8 de junio de 1962, estima que la integración, ya en forma de adhesión, ya de asociación de todos los países de Europa, exige de cada uno de ellos instituciones democráticas, lo que significa en el caso de España, de acuerdo con la Convención Europea de Derechos del Hombre y de la Carta Social Europea, lo siguiente:

La instauración de instituciones auténticamente representativas y democráticas que garanticen que el gobierno se basa en el consentimiento de los gobernados.

La efectiva garantía de todos los derechos de la persona humana, en especial los de la libertad personal y de expresión, con supresión de la censura gubernativa.

El reconocimiento de la personalidad de las distintas comunidades naturales.

El ejercicio de las libertades sindicales sobre bases democráticas y de la defensa por los trabajadores de sus derechos fundamentales, entre otros medios por el de huelga.

La posibilidad de organización de corrientes de opinión y de partidos políticos con el reconocimiento de los derechos de la oposición.

El Congreso tiene la fundada esperanza de que la evolución con arreglo a las anteriores bases permitirá la incorporación de España a Europa, de la que es un elemento esencial, y toma nota de que todos los delegados españoles presentes en el Congreso expresan su firme convencimiento de que la inmensa mayoría de los españoles desea que esa evolución se lleve a cabo de acuerdo con las normas de la prudencia política, con el ritmo más rápido que las circunstancias permitan, con sinceridad por parte de todos y con el compromiso de renunciar a toda violencia activa o pasiva antes, durante y después del proceso evolutivo.

Tras aprobarse el documento fue cuando Satrústegui habló a los del exilio de la monarquía de don Juan. Otros nos fuimos al cercano campo de exterminio de Dachau, entre otras cosas para testimoniar nuestro homenaje a los españoles allí asesinados. Aquel acto se nos quedó grabado para siempre a todos los que participamos en él. Un sacerdote vasco pronunció una oración fúnebre por los españoles muertos allí, y en el regreso comentábamos con mucho énfasis que no tenían ningún sentido los enfrentamientos entre españoles. Aquella tarde fuimos más conscientes que nunca de que había de olvidarse el terrible baño de sangre vivido y mirar hacia un futuro en libertad y reconciliados.

Informado de lo que estábamos haciendo, el Gobierno español intentó influir sobre Strauss y sobre el ministro alemán de Exteriores, que también era entonces de la CSU, para que no se leyera el documento español, es decir, para que quedara al margen del Congreso Internacional. Incluso acorralaron, como quien dice, al bueno de Salvador de Madariaga, presidente del Consejo Federal Español, para presionarlo. Lo marearon durante mucho rato, en una comida, pero Madariaga se mantuvo firme, dijo que el documento se leería, y así fue.

En realidad el Gobierno español sabía que se iba a celebrar el congreso, como mínimo, desde un mes antes. Un ciudadano español escribió una carta a un exiliado en México contándole pormenores y la misiva llegó por error a manos del representante del gobierno de Franco en aquel país (hay que recordar que no había embajada, pero sí una representación de menor rango). Además, los servicios policiales tenían que saberlo, infiltrados como estaban en cualquier entidad que pudiera tener relación con actividades opuestas al régimen. Se ha dicho que Franco no se enteró de que se iba a celebrar el famoso «contubernio», como lo acabarían llamando para denigrar a los que acudimos. Pero sí lo sabía y, como es lógico, comenzó a mover sus peones para evitar que el acontecimiento tuviera las consecuencias que temía. Por eso movilizó al conde de Casa Miranda, embajador en Bruselas, quien a su vez envió a un hombre de su confianza y a la vez relacionado con los diversos grupos, al que conocíamos como Jacobo, que participó en el Congreso. Areilza, embajador en París, también mandó a una persona, creo recordar que apellidada Arenillas. Y luego estaba el propio cónsul español en Múnich. Todos ellos, junto con el marqués de Valdeiglesias, que acudió desde Madrid, formaron un equipo muy activo, que acosó a los ministros alemanes de la CSU, sobre todo al de Exteriores, para dinamitar nuestros propósitos y que presionó a Madariaga de la manera referida.

El día 7 de junio empezó el Congreso del Movimiento Europeo y el 8 Madariaga pronunció el discurso en el que dijo las célebres palabras: «Los que escogimos la libertad y perdimos la tierra y los que escogisteis la tierra y perdisteis la libertad, conjuntamente vamos a buscar la tierra y la libertad». Con una gran emoción añadió: «Anteayer, 6 de junio de 1962, hay que decirlo de una vez, terminó la Guerra Civil». Fue tan emocionante que nos abrazábamos y había lágrimas en los ojos de todos. Dionisio dijo aquello de «por fin lo hemos conseguido». Fue un momento inolvidable para los ciento quince españoles que allí estábamos. Supongo que fundamentalmente por temor, tres se habían marchado antes de acabar el congreso. Uno de ellos Ramón Sainz de Baranda, que luego llegaría a ser alcalde socialista de Zaragoza, era jurídico militar, y yo tenía con él bastante relación. Al llegar a España, al aeropuerto de Barcelona, se presentó a la policía para contar lo que había ocurrido en Múnich. ¿Por qué hizo aquello? Creo, como he dicho, que sobre todo por temor a represalias. Él era oficial del Cuerpo Jurídico del Ejército del Aire y había fundado, con sus otros dos compañeros, Antonio García Mateo y José Nieto Sola, que también abandonaron el congreso, un instituto de estudios europeos en la Universidad de Zaragoza.

Lo cierto es que Sainz de Baranda y los otros dos habían asistido y abandonaron voluntariamente el congreso. Su actitud y la de sus compañeros resultó sonada, porque su comportamiento sirvió de ejemplo. Cuando el 15 de julio el ministro de la Gobernación, Alonso Vega, habló del «Contubernio de Múnich» en las Cortes, denunciando a los traidores antiespañoles y demás, hizo excepción de tres buenos patriotas, Sainz de Baranda y sus compañeros, a los que citó por sus nombres.

En aquella intervención Camilo Alonso Vega dijo que, para quien quisiera saber con detalle todo lo ocurrido en Múnich, en los servicios de la cámara quedaba un informe muy completo. Cuando yo llegué a la presidencia del Congreso de los Diputados en 1977 pedí aquel informe, pero no apareció por ninguna parte. Más adelante, en los noventa, siendo Belloch ministro del Interior, le hice una visita para pedirle los informes policiales sobre el Congreso de Múnich. Yo había conocido a su padre porque era propagandista, un catalán bonachón y accesible. El caso es que a Juan Alberto le pedí la información que hubiera recogido la policía franquista en aquellos meses de 1962. Tiempo antes el teniente coronel Marcotegui, de los Servicios de Inteligencia, en una conversación privada, me había dicho: «No puede usted imaginarse la cantidad de excusas que pusieron gran parte de los asistentes a Múnich para no sufrir las consecuencias de su presencia allí. Unos decían que fueron obligados, otros engañados, otros más aseguran que fueron por otros asuntos y no al congreso». Yo le dije al ministro que me interesaría mucho ver aquella documentación. Me dijo que por supuesto, y al cabo de un tiempo me hizo llegar un papelín que no servía para nada ni añadía nada nuevo a lo ya conocido. Lugares comunes y nada más.

Es extraño que no se consigan aquellos documentos. ¿Por qué es tan difícil encontrarlos? Sospecho que existen y que están en los archivos generales de la Administración de Alcalá de Henares. En una ocasión uno de mis colaboradores en el Movimiento Europeo, Antonio Moreno Juste, fue a Alcalá y también le dieron largas. Largas en el Congreso, largas de Belloch, largas en el archivo. Se diría que es un asunto tabú, que alguien no quiere que salga a la luz.

Como ya he comentado, varios autores han dejado escrito que una de las personas que actuó como confidente del gobierno del general Franco durante el Congreso de Múnich fue Antonio Villar Masó, lo que me sorprende, porque fue allí como socialista y por tal pasó durante buena parte de su vida. Según estos autores Villar estaba infiltrado como agente franquista no ya en Múnich, sino en el socialismo y en la masonería, en la que se movió mucho y muy activamente durante la Transición. Que Antonio Villar Masó era masón sí lo sabía yo desde hacía mucho, porque él mismo me lo dijo cuando estuvimos con una delegación del Congreso en Estrasburgo en Noviembre del año 1977; pero ¡confidente! Jamás lo habría imaginado.

Todavía estábamos en la capital bávara cuando las referencias de la prensa internacional, creo que principalmente un artículo de Le Soir, inquietaron a las autoridades españolas, sobre todo al ministro de Información Arias Salgado, que lanzó a la arena al director general de Prensa, Adolfo Muñoz Alonso, para que hiciera una violenta campaña contra nosotros. Creo que él fue el padre de la denominación «Contubernio de Múnich», que no sé si al final cumplió sus objetivos o se volvió contra el propio régimen en una especie de efecto boomerang. Usando todos los medios de comunicación nos llamaron traidores, políticos acabados, vende-patrias, de todo.

La España que soñé
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