Un manifiesto decisivo

HACIA 1942, en el momento de mayor furor totalitario del régimen, era imposible ver estudiantes republicanos, socialistas o comunistas si no era en la clandestinidad. Además estábamos en plena guerra mundial y aún no había cambiado el signo inicial, muy favorable al Eje. Del sindicato estudiantil falangista habían salido muchos de los voluntarios de la División Azul, que en ese momento se encontraba combatiendo en la Unión Soviética.

Junto a la militancia falangista, muy agresiva y prepotente, existían esos pequeños grupos de oposición que he mencionado, inicialmente no muy visibles ni activos, pero sí con una cierta actitud crítica que progresivamente iría cuajando hasta cristalizar en incipientes organizaciones, fundamentalmente monárquicas. Por lo menos a estas fue a las que yo me aproximé. Cuando acabó la guerra mundial en 1945, don Juan hizo público en Lausana su manifiesto, que llegó a mis manos gracias a uno de estos grupos de tendencia monárquica, concretamente el de Joaquín Satrústegui, Jaime Miralles y Vicente Piniés. Como fue tan decisivo en mi vida política, y creo que también en mi vida en general, lo reproduzco íntegramente:

Españoles:

Conozco vuestra dolorosa desilusión y comparto vuestros temores. Acaso lo siento más en carne viva que vosotros, ya que, en el libre ambiente de esta atalaya centroeuropea, donde la voluntad de Dios me ha situado, no pesan sobre mi espíritu ni vendas ni mordazas. A diario puedo escuchar y meditar lo que se dice sobre España.

Desde abril de 1931 en que el Rey, mi Padre, suspendió sus regias prerrogativas, ha pasado España por uno de los periodos más trágicos de su historia. Durante los cinco años de República, el estado de inseguridad y anarquía, creado por innumerables atentados, huelgas y desórdenes de toda especie, desembocó en la guerra civil que, por tres años, asoló y ensangrentó la Patria. El generoso sacrificio del rey de abandonar el territorio nacional para evitar el derramamiento de sangre española resultó inútil.

Hoy, pasados seis años desde que finalizó la Guerra Civil, el régimen implantado por el general Franco, inspirado desde el principio en los sistemas totalitarios de las potencias del Eje, tan contrario al carácter y a la tradición de nuestro pueblo, es fundamentalmente incompatible con las circunstancias que la guerra presente está creando en el mundo. La política exterior seguida por el régimen compromete también el porvenir de la Nación.

Corre España el riesgo de verse arrastrada a una nueva lucha fratricida y de encontrarse totalmente aislada del mundo. El régimen actual, por muchos que sean sus esfuerzos para adaptarse a la nueva situación, provoca este doble peligro; y una nueva República, por moderada que fuera en sus comienzos e intenciones, no tardaría en desplazarse hacia uno de los extremos, reforzando así al otro, para terminar en una nueva Guerra Civil.

Solo la Monarquía Tradicional puede ser instrumento de paz y de concordia para reconciliar a los españoles; solo ella puede obtener respeto en el exterior, mediante un efectivo estado de derecho, y realizar una armoniosa síntesis del orden y de la libertad en que se basa la concepción cristiana del Estado. Millones de españoles de las más variadas ideologías, convencidos de esta verdad, ven en la Monarquía la única Institución salvadora.

Desde que por renuncia y subsiguiente muerte del rey don Alfonso XIII en 1941 asumí los deberes y derechos a la Corona de España, mostré mi disconformidad con la política interior y exterior seguida por el general Franco. En cartas dirigidas a él y a mi Representante hice constar mi insolidaridad con el régimen que representaba, y por dos veces, en declaraciones a la Prensa, manifesté cuán contraria era mi posición en muy fundamentales cuestiones.

Por estas razones, me resuelvo, para descargar mi conciencia del agobio cada día más apremiante de la responsabilidad que me incumbe, a levantar mi voz y requerir solemnemente al general Franco para que, reconociendo el fracaso de su concepción totalitaria del Estado, abandone el Poder y dé libre paso a la restauración del régimen tradicional de España, único capaz de garantizar la Religión, el Orden y la Libertad.

Bajo la Monarquía —reconciliadora, justiciera y tolerante— caben cuantas reformas demande el interés de la Nación. Primordiales tareas serán: aprobación inmediata, por votación popular, de una Constitución política; reconocimiento de todos los derechos inherentes a la persona humana, y garantía de las libertades políticas correspondientes; establecimiento de una Asamblea legislativa elegida por la Nación; reconocimiento de la diversidad regional; amplia amnistía política; una más justa distribución de la riqueza y la supresión de injustos contrastes sociales contra los cuales no solo claman los preceptos del cristianismo, sino que están en flagrante y peligrosísima contradicción con los signos político-económicos de nuestro tiempo.

No levanto bandera de rebeldía, ni incito a nadie a la sedición, pero quiero recordar a quienes apoyan al actual régimen la inmensa responsabilidad en que incurren, contribuyendo a prolongar una situación que está en trance de llevar al país a una irreparable catástrofe.

Fuerte en mi confianza en Dios y en mis derechos y deberes imprescriptibles, espero el momento en que pueda realizar mi mayor anhelo: la Paz y la Concordia de todos los españoles.

¡Viva España!

JUAN

Lausana, 19 de marzo de 1945

Para mí el Manifiesto de Lausana fue una especie de aldabonazo, me pareció un programa político importante. Don Juan decía que quería ser rey de todos los españoles, hablaba de reconciliación, de una monarquía democrática, parlamentaria, asentada en el pueblo... Yo tenía veintiún años y aquello me motivó hasta tal punto que pocos años después un grupo de amigos peregrinamos a Estoril para ver al autor de aquel manifiesto y testimoniarle nuestro apoyo y respeto. Fuimos en un autobús, entre otros, Íñigo Cavero, José Luis Ruiz Navarro, Juan Carlos Guerra Zunzunegui, Rafael Márquez, José Joaquín Puig de la Bellacasa y otros, tanto de la universidad como de distintos ámbitos. Nos recibió don Juan, que era un personaje arrollador, como su hijo don Juan Carlos y en general los Borbones. Tenía una gran simpatía personal, una enorme capacidad de conectar con los demás, y mostró mucho afecto e interés por nosotros. Nos presentó a don Juan Carlos, entonces jovencísimo, tanto que iba con pantalón corto.

Pese a su tendencia conservadora mi familia no me puso demasiadas dificultades a aquel viaje ni a las veleidades juanistas, quizás porque mi padre también era monárquico. Volvimos entusiasmados, con una gran motivación, convencidos de que la salida hacia la democracia estaba en la monarquía parlamentaria. A partir de entonces redoblamos nuestras acciones políticas, consolidamos los incipientes grupos monárquicos que ya frecuentábamos en los años de la universidad. Éramos lo que dio en llamarse las juventudes monárquicas, con Joaquín Satrústegui a la cabeza. Y con Luis María Anson, un joven que se incorporó lleno de inquietud y entusiasmo. Luego se dedicó al periodismo, con el éxito que es conocido, y ocupó cargos en el secretariado de don Juan. Todo un personaje, en su lealtad juanista.

Con la llegada de don Juan a Estoril después de la guerra mundial se multiplicaron nuestras actividades. Así, lanzamos por todos los cines de Madrid octavillas monárquicas. En una de esas acciones, por cierto, detuvieron a Fernández de la Mora, que más tarde llegaría a ministro del régimen al que había combatido. Cuando fui a visitarlo en los locales de la Dirección General de Seguridad me encontré con Joaquín Satrústegui y Torcuato Luca de Tena, que habían sido detenidos por la misma causa.

De aquellos años de actividad universitaria ma non troppo, recuerdo con claridad una noche en Toledo, en la víspera del Corpus, poniendo carteles que decían: «El rey se acerca», «Viva el rey», «¡Viva Juan III!»... Fuimos perseguidos por la policía en una carrera espectacular por aquel laberinto urbano y finalmente no nos detuvieron.

Mi situación era muy especial, porque como mis padres eran muy tradicionales, hacer propaganda «subversiva» no era como viajar a Estoril y tenía que buscar excusas para poder hacer esas escapadas, cuyo conocimiento no les habría hecho demasiada gracia.

Como ya he apuntado, en aquella época hice muchas amistades y contactos. Participaba en una sorda lucha dialéctica, y algo más que dialéctica, pues a veces se llegaba a los puñetazos entre los jóvenes del SEU y los monárquicos. Llevábamos, orgullosos, nuestra pequeña insignia en la solapa: JIII, Juan III. Así paseábamos por la Castellana y otros puntos céntricos de Madrid. Cuando tropezábamos con falangistas, casualmente o adrede, acabábamos como el rosario de la aurora.

Habíamos vivido la guerra mundial fundamentalmente a través de los periódicos. Es curioso cómo en la universidad había ya una clara división entre los hombres del régimen, es decir, los falangistas, y quienes no lo éramos, a propósito precisamente de la marcha de la guerra. Hasta tal punto era así que si nos veían leyendo en el ABC o el Ya la publicidad de las emisiones de la BBC o Radio París, se producía el choque, a veces al estilo de los que teníamos en la Castellana. La simple sospecha de que podías oír la BBC te colocaba en el bando de los opuestos al Eje, predominante todavía en la guerra y desde luego en las preferencias oficiales de España.

La España que soñé
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