Gil-Robles frente a don Juan

A finales de 1963 recibí una invitación para formar parte del Consejo Privado de don Juan. También fueron invitados otros colaboradores de Gil-Robles: Jesús Aizpún, ministro de Justicia durante la República, Geminiano Carrascal, Antonio Melchor de las Heras y Juan Jesús González, entre otros. Y esta decisión de don Juan tuvo sus consecuencias.

Cuando don Juan hizo pública su repulsa del Congreso de Múnich José María Gil-Robles, dolido, modificó su posición ante la monarquía encarnada por el hijo de Alfonso XIII. A ello le empujaron sus seguidores incondicionales, que también se sintieron profundamente heridos por aquella reacción poco meditada de Juan III. Antes de Múnich Gil-Robles y sus colaboradores habían redactado un documento, muy completo, conocido como Bases de Estoril, claramente monárquico. A partir de la asamblea de El Paular de 1960 la gente de Gil-Robles orientó más su trabajo hacia el futuro, la transición del régimen hacia otro sistema, y era bastante proclive a la restauración monárquica. Pero tras lo de Múnich la orientación cambió en cierto sentido.

El hijo mayor de Gil-Robles, que también se llama José María, contrajo matrimonio. Como su padre no podía entrar en España la boda se celebró en Francia, muy cerca de la frontera, y con este motivo hubo una importante reunión de amigos políticos de Gil-Robles. Allí, en Hossegor, estuvimos todos.

En el documento de la Democracia Social Cristiana del año 1960 se decía: «Consideramos la Monarquía como la forma de gobierno que, si no rompe su continuidad histórica y es fiel a sus esenciales características de estabilidad e independencia de partidos y fracciones, puede asegurar de un modo más completo la efectividad del programa que queda esbozado, la convivencia entre españoles y la defensa de los principios esenciales a la vida de la nación». Pero en 1963, después de lo ocurrido con el Congreso de Múnich y la reacción de don Juan, el partido cambió su postura en Hossegor, para decir escuetamente: «Democracia Social Cristiana afirma el derecho del pueblo español a decidir, mediante procedimientos auténticamente democráticos, su forma de gobierno».

Don Juan nos invitó a formar parte de su Consejo Privado, como ya he comentado, a varios colaboradores de don José María cuando este estaba ya decepcionado por la actitud del heredero de la corona a propósito del Congreso de Múnich. De los cinco a los que llamó don Juan, yo pensaba de mí mismo que era el menos relevante. No sabía muy bien por qué me elegía. Quizás por mi confinamiento en Fuerteventura, me decía, pero nunca lo supe. Como fuere, estaba entre los cinco y teníamos que afrontar este hecho. Nos reunimos y escribimos a don Juan una carta en la que le preguntábamos si contaba también con la figura de Gil-Robles. A través de una persona de su confianza don Juan nos contestó que por supuesto, que nada le gustaría más que la reincorporación de don José María.

Por mucho que nos esforzáramos en buscar puntos de acuerdo, se había abierto una brecha enorme en la Democracia Social Cristiana, que crecía día tras día. Algunos no podían tolerar lo que consideraban como un desaire de don Juan a Gil-Robles.

Inicialmente pareció que Gil-Robles se avenía a aceptar el regreso al Consejo, pero finalmente se inclinó por mantener las distancias. Como en los tiempos de la República, José María Gil-Robles volvió a defender la accidentalidad de la forma de gobierno. Así quedó reflejado en el programa de su partido. Lo importante es la política que se ponga en práctica y que sea en una república o una monarquía es lo de menos. Además, no contento con este distanciamiento de don Juan, dispuso que quienes tuvieran responsabilidad en su partido debían abrazar esa tesis accidentalista y no señalarse por actitudes abiertamente monárquicas, por la «evolución general de la política monárquica, cada día más vinculada al régimen actual y a su futura consolidación en forma de una dictadura vitalicia y hereditaria». Declaraba incompatible la pertenencia al Consejo Privado de don Juan y el desempeño de cualquier cargo directivo en el partido. Era una forma de apartarme de la secretaría general de la Democracia Social Cristiana; y aunque ninguna asamblea del partido se había pronunciado sobre el particular, todos los asuntos empezó a despacharlos con Manuel Ramos Armero, notario de Madrid. Estas decisiones de Gil-Robles me colocaron en una situación delicada, porque yo era secretario general del partido y seguía siendo miembro del Consejo de don Juan.

En el Consejo mantuve una actividad, si no intensa, al menos significativa, y siempre con la idea de ampliar las relaciones de la monarquía, la base del juanismo. En junio de 1964 José María Pemán nos remitió a los consejeros una carta de don Juan en la que se nos pedía nuestro parecer «sobre la posible reorganización que en el interior de la causa monárquica proceda hacer en el actual momento con vistas a su mayor perfeccionamiento y eficacia. Dado el carácter eminentemente consultivo del Consejo Privado, su Comisión Permanente tiene suficiente tarea con el cometido específico de orientación de la política general. Por ello se siente cada día más la necesidad de dotar a la causa monárquica de órganos de realización, cuya función y características no serían propias del Consejo Privado».

En aquel tiempo, que hoy podemos considerar como una fecha temprana, además de acortar ideas sobre organización del entorno de don Juan, respondí proponiendo de forma bastante clara la incorporación de las fuerzas democráticas de oposición al régimen: «Constituye por lo tanto una necesidad evidente la incorporación al Consejo de quienes dentro de nuestra patria mantienen distintas posiciones políticas, incluso los accidentalistas respecto a la forma de gobierno; porque es innegable que tales personas o grupos polarizan una realidad del país y ayudarán indudablemente con su consejo a que S. M. el Rey conozca la realidad y pueda obtener desde ahora la incorporación de los núcleos políticos más alejados de la causa monárquica que vienen manteniendo una actitud de absoluta reserva frente a la misma por considerarla como el más fiel exponente de las fuerzas reaccionarias».

No solo me preocupaba la distancia que pudiera haber entre los demócratas y don Juan. También era consciente ya en aquel momento de los peligros que podía encerrar para la causa monárquica la presencia del príncipe en España, un hecho frente al cual de nada servía esconder la cabeza bajo el ala. «Cualquiera que haya podido ser el criterio mantenido sobre la oportunidad de su presencia en el interior del país —escribí en otro pasaje de la respuesta a don Juan solicitada por Pemán—, se ha impuesto la realidad de su presencia, y lo que es más importante, la actividad pública que vienen desarrollando [los príncipes] constituye el cometido no solamente más importante, sino prácticamente el único de la monarquía». Pedía, en fin, que la Casa de don Juan tomara las riendas de las actividades en España de los jóvenes recién casados, don Juan Carlos y doña Sofía: «Para evitar más confusiones es preciso que el representante de S. M. el Rey tenga una participación activa en las directrices de la causa monárquica, y dentro de ella de manera muy especial, puesto que hoy es casi su único exponente, la actuación de SS. AA. RR. los Príncipes de España. Sus ayudantes de servicio cumplen su cometido protocolario, pero ni pueden ni deben llevar la dirección política de la efectiva misión que vienen cumpliendo los Príncipes de España».

Como es sabido y yo mismo comento en estas páginas, los monárquicos tratábamos de amparar en territorio español al príncipe en todas sus actividades públicas, conscientes de los ataques que podía sufrir desde el interior del propio régimen. Íbamos allí donde se presentaba. Hicimos lo que pudimos, pero la batuta siempre la llevó el general Franco y como veremos finalmente hubo problemas, e incluso roces personales en la familia Borbón, a causa de aquella anómala bicefalia, si es que podemos llamarla así.

La España que soñé
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