Capítulo 13 DEFENSOR DEL PUEBLO

Con las actividades relatadas y viajes, reuniones, charlas, encuentros de todo tipo, casi siempre relacionados con mis inclinaciones políticas, fueron pasando los años, hasta que me llegó la edad de la jubilación y comencé la paulatina retirada que el tiempo iba aconsejando. Pero en 1994, un día que me encontraba en Bruselas, donde intentábamos buscar ayuda europea para una fundación hispano-chilena de tendencia demócrata cristiana con la que respaldábamos al amigo Andrés Zaldívar, recibí en el hotel una llamada de Joaquín Almunia, entonces portavoz parlamentario del PSOE, todavía dirigido por Felipe González. Sin rodeos, como quien dice de sopetón, me soltó la pregunta de si aceptaría el puesto de Defensor del Pueblo. Me quedé algo desconcertado y lo primero que le respondí es que necesitaba tiempo para pensarlo. Pero Almunia insistió. Decía que urgía y que además ya lo había hablado con el Partido Popular, que estaba de acuerdo. De todas formas le hice ver que a mí también me gustaría hablar con representantes de la oposición antes de dar una respuesta. En eso quedamos, no sin que antes de terminar la conversación Joaquín insistiera en el ofrecimiento.

En aquel tiempo al frente del Partido Popular estaban Aznar y Rato, poco tiempo después de ganar por primera vez las elecciones, y formaban un tándem muy unido. Llamé a Rodrigo Rato, quien me confirmó que estaban de acuerdo. Acepté, como es sabido. Año y pico después Aznar ganaría las elecciones, por un margen mucho más pequeño del que auguraban las encuestas, de tal modo que para gobernar buscó el apoyo de CiU, lo cual tendría sus consecuencias para el ejercicio de mi nueva función, como luego se verá.

Fue la segunda vez en mi vida que recibí un ofrecimiento político por vía telefónica. Cuando estaba de embajador en El Salvador me llamó Marcelino Oreja para preguntarme si quería ir con él en las listas para el Parlamento Europeo. Cada uno a su modo, éramos para entonces dos veteranos europeístas convencidos, yo diría que hasta entusiastas. Marcelino lo fue incluso desde las filas del régimen, como joven y aperturista miembro del equipo de Castiella; y yo desde fuera, en las huestes demócrata cristianas y en la Asociación Española de Cooperación Europea. Por eso la propuesta tenía sentido, aunque no la pude aceptar porque tenía un compromiso muy serio, y diría que incluso personalmente muy hondo, con mi trabajo de embajador en San Salvador. Marcelino fue eurodiputado y secretario del Consejo de Europa, funciones que creo que le llenaron sobremanera, y no me extraña. Todavía cuando me lo encuentro me dice: «Tú no fuiste eurodiputado porque no quisiste». Tiene razón, pero yo debía una mínima lealtad a quien me hizo el honor de nombrarme embajador, y también me sentía comprometido con el maravilloso pueblo ante el que representaba a España.

Me propusieron, pues, los socialistas, como figura consensuada con los populares, y finalmente me tocó ejercer en la mayor parte de la primera legislatura de gobierno de los segundos. Hube de tratar, por tanto, con dos presidentes del Gobierno: Felipe González y José María Aznar. A los dos les comenté que conocía la institución porque había seguido con cierta atención la trayectoria de don Joaquín Ruiz Giménez al frente de ella, y luego la de Álvaro Gil-Robles. Y les planteé con franqueza si podría llevar a cabo mi función con verdadera independencia, es decir, si el Gobierno no tendría la tentación de entrometerse. Ambos me dieron todas las seguridades imaginables de que así sería y los dos... se equivocaron.

Inicié aquella etapa de cinco años, última función oficial de mi carrera política, con una gran ilusión, porque la cuestión de los derechos humanos y la defensa de los ciudadanos frente a los abusos y arbitrariedades del poder siempre me había interesado. Para empezar hube de conocer la institución por dentro y nada más llegar me di cuenta de que había un equipo de colaboradores muy competentes.

Tan bien preparada como los demás, la adjunta primera del Defensor, Margarita Retuerto, era, sin embargo, una persona algo complicada. Había sido la secretaria de Manuel Fraga y luego fue adjunta al Defensor, representando al Partido Popular. Creo que en aquel momento de cambio albergaba la secreta esperanza de quedarse ella de defensora y se había llevado una desilusión con mi nombramiento.

Sin embargo, la posición de Margarita era precaria. Aznar y Rato me dijeron con toda claridad que si no quería mantenerla a mi lado podía elegir a otra persona sin que ellos pusieran pega alguna. Ellos me dijeron eso, pero Fraga me llamó y me dijo otra cosa muy diferente, con su habitual energía: «¡Esta Retuerto es formidable, no tienes que dudar!». Como no tenía nada contra ella, siguió, como siguió también el otro adjunto de la anterior etapa de Álvaro Gil-Robles, el socialista Antonio Rovira Viñas. Pero Margarita se quedó con aquel resquemor y se le notaba que no estaba muy cómoda. Al cabo de poco más de un año pasó al Consejo General del Poder Judicial, como vocal. Era una persona agradable y simpática, pero muy celosa de lo que creía que debía ser su papel en la institución, lo que complicaba un poco las cosas.

En el tiempo en que estuve de defensor pude hacer algo parecido a una radiografía del país, para bien y para mal. Llegaban denuncias, quejas, consultas sobre mil y un aspectos y decisiones de la Administración a todos los niveles y desde los más variados puntos de vista. Desde luego aquella función me daba una visión muy completa de la complejidad del país, y eso era estimulante, un reto que venía a justificar mi ilusión inicial.

A nuestra vista quedaban los defectos de la Administración, mandábamos recomendaciones a una u otra autoridad, tal ayuntamiento, tal ministerio... Unos contestaban y otros no, pero en general puedo decir que se nos hacía caso. Como es una institución que depende del Congreso de los Diputados, este debía aprobar el presupuesto y había que presentar anualmente una memoria ante la Comisión Parlamentaria del Defensor del Pueblo. Cuando había algún asunto especial, se podía plantear al Congreso por vía extraordinaria, sin esperar a la presentación de la memoria anual.

Aunque me había propuesto el Partido Socialista, yo tenía muy buena relación con el Partido Popular, porque muchos viejos compañeros de Unión de Centro Democrático se habían integrado en él. Mi trato con Aznar fue cordial en todo momento, y también fue fluida la relación con el Congreso, que estaba presidido en la primera legislatura de Aznar por Federico Trillo, con quien me llevé magníficamente. Federico me dijo que estaba a mi disposición ante cualquier problema que se me pudiera plantear con la Administración. También me brindó toda la colaboración desde el punto de vista presupuestario. El tesorero de la Oficina del Defensor del Pueblo, Federico Trénor, antiguo subsecretario, abogado del Estado, era un hombre muy eficiente. Por todo ello, desde el punto de vista económico no hubo ningún problema especial durante mi mandato.

Mantuve inicialmente, como he dicho, a los adjuntos existentes, pero también me planteé llevar a alguna persona de confianza para ocupar el puesto de secretario general, porque al que había no lo conocía de nada y era un hombre muy afín a Margarita. Mi adjunta se irritó mucho cuando le dije que iba a cambiar al secretario por Tomás Zamora, al que conocía porque colaboró en la cátedra de Leonardo Prieto Castro. Íñigo Cavero, entonces presidente del Consejo de Estado, me recomendó con mucha insistencia que lo llevara conmigo, y así lo hice. Fue un acierto, pues Zamora fue un hombre muy leal y eficaz con el que estuve muy a gusto todo el tiempo que duró aquella singladura.

La ley faculta al Defensor del Pueblo para poner recursos de inconstitucionalidad, cosa que solo pueden hacer, además, los partidos y algunas otras instituciones. Esto da a la Defensoría un innegable poder, pero también supone una responsabilidad inquietante. De hecho, había políticos que por no cargar con la responsabilidad que implica interponer el recurso se escudaban en el Defensor del Pueblo para que lo hiciera, librándoles de la atención de los focos, el desgaste o vaya usted saber qué inconvenientes. Así ocurrió con los canarios, a los que se ayudó, porque me pareció razonable, en cierto problema legal que tenían con la proporcionalidad de la representación de su parlamento autonómico. Interpusimos el recurso de inconstitucionalidad y se perdió. Poco antes de publicarse la sentencia me llamaron muy cortésmente del Tribunal Constitucional para anunciarme que se había acordado rechazar el recurso del Defensor del Pueblo.

Por el contrario, otros recursos sí salieron adelante. Por ejemplo, conseguimos que se reconociera a los inmigrantes un derecho del que hasta entonces no disfrutaban: el de la justicia gratuita. Desde el triunfo de aquel recurso los inmigrantes tienen, entre otras cosas, la posibilidad de disponer de abogado de oficio.

Los cinco años pasaron muy rápido, con mucho trabajo. Muchísimo. Pudimos solucionar unas cosas y otras no. Había infinidad de quejas de los ciudadanos, desde asuntos nimios hasta problemas e incluso injusticias de mucho calado.

Dado que nuestra institución era relativamente importante y vigorosa, también nos planteamos darle proyección internacional en Europa y sobre todo en América Latina. Por eso promovimos la asociación de defensores, la Federación Iberoamericana de Ombudsman. La verdad es que me preocupé mucho de crear esta institución supranacional y lo conseguí. Tuvimos reuniones en Colombia, México, Honduras Guatemala, El Salvador, Argentina y España. Esta es una de las facetas de mi paso por esa institución de las que estoy satisfecho, porque nos permitía tener contactos útiles para solucionar problemas de derechos de las personas, tan importantes en esos países en aquellos momentos.

Aprovechando los distintos viajes y convocatorias, y en el ejercicio de mis funciones como Defensor del Pueblo, visité a presos españoles en países con los que había relaciones en materia de derechos humanos. Fue en cárceles de Cartagena de Indias (Colombia) y de Rabat (Marruecos).

Los presos españoles que visité en Cartagena de Indias estaban más relajados. Cumplían condena allí por delitos de orden menor. No tenían preocupaciones graves. En cambio, en Rabat me encontré con reclusos realmente angustiados, sobre todo por las condiciones materiales en que estaban en la cárcel. No alcanzaban los parámetros mínimos exigibles. Cumplían condena por tráfico de hachís, cocaína y otros estupefacientes. Además de la pena de prisión les habían impuesto multas. Solicitamos al Ministerio de Justicia que gestionase su traslado a España para que cumplieran el resto de sus condenas en nuestro país. Las autoridades marroquíes aceptaron, pero con la condición de que antes de volver a España abonaran las multas que se les habían impuesto.

Ocurrió que buena parte de aquellos presos podían conseguir el dinero, pero recurriendo a las mafias de la droga con las que se habían relacionado antes de ser apresados. Uno de aquellos presos me habló con gran sinceridad, diciéndome que si salía con un préstamo de un cártel mafioso, quedaría atado a este, obligado a devolverle el favor, y así no habría manera de romper el círculo infernal en el que estaba metido. No quería pagar la multa con semejante dinero. Por ello tuve que hacer gestiones en los ministerios de Justicia de Marruecos y España para buscar alguna fórmula que permitiera a aquel hombre cumplir condena en España sin deberle nada a la delincuencia organizada.

Ayudarles a volver a España, pagaran las multas como las pagaran, y ayudar a aquel hombre a venir sin hipotecas, fue otra de las satisfacciones que me dio el cargo de Defensor del Pueblo. Desde luego, tengo que subrayar que las condiciones materiales en las que estaban encarcelados eran inhumanas.

La España que soñé
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