Prólogo
Mogador, 1525
Alí el-Mansour estaba envuelto en el atuendo blanco y sin costura de un peregrino de La Meca, llevaba todo el cuerpo depilado y la cabeza descubierta. Estaba sentado en un taburete en el centro de la habitación rodeado de grandes lámparas de aceite, que sin embargo aún no estaban encendidas, puesto que a través de las ventanas penetraban los rayos del sol del atardecer e iluminaban el recinto con luz dorada.
En general, coloridos tapices adornaban las paredes y gruesas alfombras cubrían el suelo, las mesas estaban cubiertas de libros y ante la puerta y las ventanas colgaban cortinas de pelo de camello que impedían que penetrara el viento y las corrientes de aire, pero ese día estaba vacía, y blanca, blanca como la cal.
—Salâm u aleikum[1], hija mía —dijo el viejo—. Que la paz sea contigo. Hemos de hablar.
—Aleikum as salâm —contestó Azîza mirando en torno—. Que la paz también sea contigo.
Estaba inquieta, ¿por qué había hecho vaciar la habitación? ¿Qué estaba ocurriendo? Pero entonces besó sus manos respetuosamente, se las llevó a la frente y al corazón y tomó asiento en el suelo frente al anciano médico. El hakim le había enseñado que la paciencia y el sentido de la oportunidad eran virtudes importantes.
—Todos los días agradezco a Alá por su gran bondad —dijo el viejo, y su rostro cordial resplandecía—. Por la bondad que supuso el regalo de una hija. Con gran alegría, te he instruido y protegido y cuidado todos estos años y procurado tu bienestar. No obstante, hoy necesito tu ayuda —añadió. Rodeó la cara de Azîza con ambas manos y le besó la frente.
»Te ruego que me ayudes, una ayuda que solo tú puedes proporcionarme —dijo con voz temblorosa.
Luego volvió la cara hacia los sesgados rayos del sol y dijo:
—Mírame a los ojos. Obsérvalos minuciosamente, para que puedas decirme qué ves.
Azîza obedeció, y, aunque estaba al tanto de la gravedad de su dolencia ocular, solo al examinarlos bajo la clara luz del sol vio cuánto había avanzado su ceguera.
—¡Oh abu, padre! —gimió.
—Tranquilízate, eres una sanadora —le advirtió el viejo hakim—. ¿Qué ves? Descríbelo exactamente, tal como yo te lo he enseñado.
Sin embargo, la joven desvió la mirada.
—¡Te lo ruego, Azîza! ¡Examínalos!
Y Azîza los examinó.
—Este ojo… —dijo, pero se interrumpió y volvió a desviar la mirada; no obstante, luego se obligó a conservar la calma y apoyó el dedo cuidadosamente bajo el ojo izquierdo del hombre y lo examinó—. Es como si estuviera lleno de leche, de leche derramada —añadió, procurando hablar en tono objetivo—. El otro también. Pero no: el derecho no está completamente lleno, solo una parte tiene aspecto lechoso.
—Bien —dijo el viejo en tono satisfecho—. Y ahora dime cómo denominamos esa dolencia y qué terapia conoces para ello.
—Es la catarata, el velo, padre. Y solo hay un modo de eliminar ese velo e impedir la ceguera: es la operación que denominamos «pinchar la estrella».
—¡Muy bien! Así es.
La actitud objetiva del hakim permitió que Azîza recuperase el control. Pero cuando él le cogió la mano, se echó a temblar.
—Y ahora contéstame la siguiente pregunta: ¿cuántas veces me has observado mientras yo realizaba dicha operación y cuántas veces me has ayudado?
—A menudo, padre, incluso muy a menudo.
Azîza adivinó lo que le diría y se puso tensa.
—¡No, no me pidas eso, no puedo hacerlo! —exclamó, aferrándose a las rodillas del viejo—. ¡Te lo suplico, no me lo pidas! —dijo, echándose a llorar.
Su padre dejó que se desahogara. Apoyó una mano en su cabeza, le acarició los suaves rizos y la nuca tensa, y aguardó pacientemente.
—Sabes que no hay tiempo que perder —dijo en voz baja cuando ella recuperó el control—. Además he consultado las estrellas. De momento el resultado es favorable y debiéramos aprovechar esa circunstancia. Ahora descansa un momento, hija, antes de que empecemos con la operación.
Cogió dos píldoras anestésicas de un cuenco de plata preparadas por él mismo y las tragó. Al igual que Alí el-Mansour, su hija conocía la composición de esas píldoras de memoria: para prepararlas había que hacer una decocción de gotas de semillas de amapola, incienso y clematítide mezcladas con hierbas del desierto y nuez moscada molida. Después, añadir vino durante cuarenta días antes de depositar el líquido bajo el sol hasta que se evaporase o solo quedara una papilla con la que se podían formar bolitas. Siempre disponían de provisiones suficientes de dicho remedio, que en estado seco conservaba su eficacia durante mucho tiempo.
Él le ayudó a recordar la receta y con ello la convicción de que estaba perfectamente capacitada: a lo largo de los años su abu la había instruido a fondo y transmitido tanto de su saber que ella misma se había convertido en una buena sanadora. Le debía mucho, todo para ser exactos. ¿Dónde estaría ella si él no la hubiera encontrado en el mercado de esclavos y acogido en su casa? La hubieran maltratado, golpeado, pateado y al final la hubiesen enterrado en cualquier parte bajo la arena del desierto.
De pronto sonaron golpes de tambor desde el exterior, golpes apagados, oscuros y rítmicos que hicieron temblar a Azîza.
El viejo asintió con aire de satisfacción.
—Los músicos gnaoua del sîdi Bilal nos acompañarán y ayudarán a espantar a los malos djinn. Todo saldrá bien, con la ayuda de Alá.
¿Había encargado una lila? Así que debido a esa ceremonia preparaban leche y dátiles, los alimentos sagrados en la cocina y también algunos pollos. Se decía que los músicos negros que, siguiendo la tradición del venerado místico sîdi Bilal interpretaban su música para la curación de los enfermos, tenían poderes mágicos. Las familias preocupadas por un enfermo o un delirante los invitaban a su casa, con el fin de que rezaran y danzaran hasta entrar en un trance sagrado. Ya empezaba a sonar el laúd, luego las castañuelas y las panderetas.
El hakim cogió su botiquín.
—Bismillah, en el nombre de Dios —murmuró al tiempo que desenvolvía un instrumento delgado y recién afilado de un paño de algodón blanco y lo depositaba en las manos de Azîza—. Este cuchillo fue endurecido y limpiado en el fuego, es una buena herramienta. Ahora haz pasar a nuestros ayudantes y no temas, querida hija.
Le acarició los dedos y añadió:
—Yo te guiaré, pero tú serás mi mano.
Con aire tranquilo el viejo médico les dio indicaciones a los dos ayudantes, que miraban en derredor un tanto amedrentados.
—Sostén mi cabeza con fuerza —le ordenó al gigante negro que se acercó junto con una criada—. La operación solo suele durar unos minutos. No será dolorosa, pero no debo mover la cabeza.
El criado miró en torno con actitud temerosa. Ningún trabajo era demasiado pesado para él, pero lo que ahora le exigían lo inquietaba. Antes de asentir con la cabeza, se limpió las manos en su amplia gandourah parecida a una camisa.
—Ponte detrás de mí, apoya la mano en mi frente y presiona mi cabeza contra tu pecho. Así, lo haces muy bien, y tú —prosiguió el abu Alí dirigiéndose a la mujer— te harás cargo de la luz, debe iluminar mis ojos directamente. Enciende las lámparas ahora mismo y de vez en cuando has de secarme las lágrimas. Coge aquel paño blanco.
Lo había preparado todo con antelación; entonces calló y contempló a Azîza.
Entretanto, la joven había recuperado la calma o al menos eso parecía. Trajo una mesilla y dispuso paños limpios y el brillante pinchaestrellas. En otro paño había corteza de sauce fresca y pequeñas tiras de corteza de calabaza junto a las vendas.
En el jardín empezó a sonar el tabal, primero con lentitud y luego cada vez más rápidamente hasta que el gran tambor adoptó un ritmo constante. Azîza percibía los golpes en el estómago. Otros tambores de sonido más agudo empezaron a sonar, a ellos se añadió el ritmo de las panderetas y las palmas de las personas que ocupaban el jardín. La música se volvió más insistente y los redobles de los tambores se mezclaron con la melodía de las flautas y los cánticos, los conjuros murmurados y las oraciones. Azîza se concentró, su respiración se volvió más pausada y la música monótona hizo que su corazón latiera más lentamente. Alzó la cabeza; estaba preparada.
Alí el-Mansour pronunció la primera sura del Corán.
—Bismillah, loado sea Alá, señor del universo, el misericordioso, el compasivo, el Soberano del día del Juicio: a ti te servimos, y a ti te pedimos ayuda. Condúcenos por el camino recto, el camino de los que agraciaste.
—Comenzaré. Sostenedlo bien —le dijo la joven al negro que presionaba la cabeza del hakim contra su pecho.
Con la mano izquierda mantuvo el ojo abierto, con la derecha cogió el delgado cuchillo. Inspiró profundamente, se concentró en el ojo e introdujo la aguja en la retina lechosa. Había que presionarla contra el fondo del globo ocular y sostenerla allí un momento para impedir que volviera a salir. Si ello ocurriera, todo habría sido en vano.
Una lágrima sanguinolenta brotó del ojo y se deslizó por la mejilla de Alí.
—¡Más luz en el ojo! —ordenó Azîza—, y seca las lágrimas.
Con mucho cuidado, la criada las secó con un paño.
Entonces Azîza retiró cautelosamente la aguja. Solo había brotado una gota de sangre y la retina no se había movido. ¡Lo había logrado!
—Baraka Allah u fiq! Dios te bendiga —exclamó Alí el-Mansour, y soltó un suspiro de alivio—. Has hecho lo que te he pedido. Quédate tranquila, todo irá bien.
—Cierra los ojos, padre, y deja colgar la cabeza hacia atrás. Te pondré la venda.
Su hija le secó el rostro, después aplicó la corteza fresca de sauce y las delgadas cortezas de calabaza sobre el ojo y lo vendó con paños de algodón blanco y limpio.
—Tus manos no titubearon —dijo el viejo en tono orgulloso—, permanecieron calmadas. Dentro de unas semanas, cuando este ojo esté curado, si Dios quiere liberaremos al derecho del velo, insha’allah.
Solo más adelante, cuando hacía rato que todo había pasado y el abu Alí estaba tendido en su cama bajo las mantas calientes y su respiración regular debiera de haberla tranquilizado, Azîza se echó a temblar y las lágrimas se derramaron por sus mejillas. Se cubrió el rostro con las manos y se acurrucó en las sombras, donde nadie podía verla.
En ese instante tuvo que recordar las penas y el largo y extenuante camino recorrido por la pequeña Mirijam de Amberes, hasta que lâlla Azîza pudo devolverle algo parecido a un favor a su padre gracias a su talento como sanadora. Sin embargo, sabía que jamás podría saldar la deuda de su agradecimiento, ni siquiera conservándole la vista.