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El mar estaba en calma y Miguel regresó a su camarote. A bordo solo estaban un guardia, el timonel, él mismo y el escribiente, que jamás hubiera puesto un pie en un inseguro bote de remos. Esa noche no le quedó más remedio que ocuparse de examinar los conocimientos de embarque. «Ya es hora de hacerlo, si es que pretendo tener una visión del conjunto antes de llegar a Amberes», pensó, y, suspirando, echó un vistazo al desorden reinante en la mesa.

Pero en cuanto tomó asiento y cogió la primera hoja de papel, llamaron a la puerta con suavidad y Joost Medern se asomó.

—Me lo he pensado, capitán… —dijo, y se quedó boquiabierto al ver cómo Miguel se afanaba entre montones de papel.

—Pasad, pasad, cualquier interrupción me resulta bienvenida. Como veréis, todo este papeleo me está volviendo loco.

Medern alzó la nariz como si venteara y, fuera cual fuese el motivo de su visita, al parecer lo olvidó en cuanto vio la mesa cubierta de documentos de toda clase.

—¿Podríais echarme una mano con toda esta basura? —preguntó Miguel, albergando una repentina esperanza—. Si fuese así, ¡juro por todo lo que me es sagrado que no lo lamentaréis!

Un momento después, Medern ocupó el lugar de Miguel y se concentró en organizar aquella maraña de papeles y poner orden en la confusión. Comparó las diversas clases de mercancías y sus cantidades, las ordenó según el valor y calidad u otras características y marcas, y solo de vez en cuando le hizo una pregunta al capitán antes de decidir en cuál pila había que colocar algún documento. Al coger la pluma desgastada no pudo reprimir un gesto de desaprobación, la mojó en el tintero y redactó tablas, listas y resúmenes.

No volvieron a mencionar las monedas y los otros objetos cosidos en el interior de su chaqueta. El viaje se prolongaría unos días más, así que antes de llegar a Amberes Miguel debía ingeniárselas para convencerlo de que le entregara las pruebas y sin ofrecer demasiadas explicaciones acerca de sus motivos, puesto que al fin y al cabo el escribiente aún era casi un desconocido. Siempre era mejor ser discreto, uno nunca podía saber lo que los demás harían con la información. Pero tenía que esperar, ¡no tenía la menor intención de distraer al escribiente de su tarea precisamente ahora, qué diablos!

El brasero irradiaba un calor agradable, la Santa Ana se mecía suavemente en las aguas y la lámpara de aceite colgada por encima de la mesa. De vez en cuando se oía el rasguño de la pluma en el papel o el murmullo del escribiente, que a veces soltaba un ligero suspiro. En cierto momento, Miguel apoyó la cabeza en la mesa y su respiración sosegada delató que dormía profundamente.

Así que no notó que, de pronto, el escribiente soltó un gritito de sorpresa y dejó la pluma a un lado para examinar una lista con mayor detalle. Y tampoco que Medern encontró un asiento que al parecer lo dejó pensativo, y que comprobó otro apunte por segunda y por tercera vez, y que luego retrocedió unas páginas para comparar ambas listas. No vio que cogía otros documentos con el fin de cotejarlos, reflexionaba y solo continuaba con su tarea después de un buen rato.

A la mañana siguiente, Miguel le entregó un talego lleno de monedas. Jubiloso al ver sus esfuerzos recompensados con semejante generosidad, Medern dijo en tono humilde:

—Cualquier oficinista podría haberlo hecho. A diferencia de vuestros documentos, vuestros negocios parecen excelentes, capitán. No obstante, os estoy agradecido ya que, aunque llegaré a Amberes con aspecto desastrado y enfermo, al menos no regresaré a casa con los bolsillos vacíos. —Y le soltó una advertencia—: Os aconsejo que en Amberes mantengáis vuestros libros en orden, puesto que comerciáis con el exterior, porque los miembros de nuestra corporación y los jefes de los gremios son muy exigentes con los comerciantes extranjeros. Si me necesitáis, recurrid a mí: estoy dispuesto a ayudaros por una compensación modesta. Comprobaréis que soy ingenioso, muy ingenioso a decir verdad, prácticamente extraordinario me atrevería a decir —afirmó con expresión elocuente.

Miguel estaba encantado, pero un momento después, cuando la nave empezó a cabecear un poco, el hombre palideció y el capitán se apresuró a acompañarlo hasta su litera.

—Tumbaos, pronto os encontraréis mejor.

Cuando el menudo escribiente se hubo tendido, Miguel acercó un taburete.

—Por cierto, no dudo de vuestro ingenio, mestre Joost, estoy seguro de que sois un hombre inteligente. Solo me pregunto si quizás hicisteis hincapié en ese punto adrede. ¿Tal vez queríais indicarme algo preciso?

Antes de contestar, Medern reflexionó unos instantes.

—Bien, capitán, así es, de hecho. Anoche algo me quedó claro: hay ciertas depravaciones irreconciliables con mi conciencia, incluso si ello supone que mi hijo pase hambre, pero permitid que divague un poco. Las cosas sucedieron de la manera siguiente: antaño, cuando comencé a trabajar para la casa Van de Meulen, es decir para el abogado Cohn, no había nadie a quien pudiera hacerle preguntas, un escribiente, un ayudante… ni siquiera un aprendiz. La casa, los almacenes y también la oficina estaban desiertos. En la oficina solo había una vieja estufa, algunos estantes polvorientos y mi pupitre. Nadie ocupaba las habitaciones de la casa, a excepción de dos situadas en la planta inferior. Allí moraba el señor a solas y se hacía atender por los criados del mesón vecino. Inquietante, ¿verdad? ¿Os lo podéis imaginar?

El hombre se estremeció.

—Esa casa amplia y señorial, completamente vacía y silenciosa, terriblemente silenciosa, tan silenciosa que a veces oía corretear a los ratones…

Medern se encogió de hombros.

—Bien, eso es asunto suyo, pensé. Pero (y ese asunto sí me concernía) en ninguna parte había libros, ¿comprendéis?, libros de contabilidad. ¡Nada en ninguna parte! Encima, el día que empecé a trabajar el señor tuvo que ausentarse repentinamente. Así que en mi pupitre reposaba una pila de encargos, órdenes de pago y cambios, de albaranes y contratos de compra, todo mezclado, claro, pero ningún libro, ni siquiera hojas sueltas o un cuaderno donde hubiese podido anotar las entradas correspondientes de manera ordenada.

«Qué curioso —pensó Miguel— que Medern sea capaz de excitarse por semejante minucia»; a él toda esa cháchara sobre los problemas del oficinista ya empezaba a aburrirlo, pero como no quería ofenderlo dijo:

—¿De veras? ¿Y cómo resolvisteis esa lamentable situación?

—Me dediqué a buscar por toda la casa —respondió el oficinista—. Busqué libros de contabilidad desde el sótano hasta el desván, porque debían encontrarse en algún lugar, ¿no? Pero lamentablemente no hallé nada. Puede que el señor aún no hubiese tenido tiempo de hacerse con nuevos libros, me dije. Pero al menos los antiguos deberían estar en alguna parte, ¿comprendéis?

—No del todo, si he de ser sincero —dijo Miguel, encogiéndose de hombros—. ¿De qué os hubiesen servido los viejos libros de contabilidad?

—Bien, capitán, como supongo que vos mismo sabréis, uno inicia cada año comercial con un libro nuevo. Todo el mundo sabe que eso es lo acostumbrado —explicó el escribiente en tono paciente—. Y por eso a fin de año a menudo quedan muchas páginas vacías en el libro.

«Sí, ¿y qué?», pensó Miguel.

—Habéis de comprender que quería comprobar cuál era el sistema de trabajo de esa compañía, qué podía averiguar sobre el modo de tratar los impuestos y los cambios de moneda, o cómo se controlaban las deudas, etcétera. Además, utilizando las páginas vacías de un libro antiguo al menos hubiera podido poner un poco de orden en todo ese papeleo, ¿comprendéis? Más adelante, cuando el señor regresara, le explicaría el problema y él podría comprar libros nuevos.

—Pero en ese caso os hubieseis visto obligado a volver a copiar todo de nuevo, quiero decir todo lo del libro viejo en un libro nuevo, el doble de trabajo por así decir —observó Miguel, y su rostro expresaba el horror ante semejante perspectiva.

—Sí, es verdad, pero veréis, capitán: copiar listas prolijas y ordenadas sería un juego de niños comparado con el absoluto desorden con que me topé, ¿no? Seguro que vos también lo sabéis —dijo esbozando una sonrisa.

Miguel se restregó la barba con gesto dubitativo.

—Sea como sea —prosiguió el oficinista—, ya os he dicho que soy muy ingenioso, incluso en sentido literal. Así que seguí buscando, pero solo en el jardín, bajo un montón de hierbas secas y paja que habían apilado para quemarlas, por fin encontré algo.

Joost Merden se incorporó en la litera, presa de la indignación.

—¡Imaginaos, capitán, bajo un montón de paja! ¡Para quemar!

«Menudo ratón de biblioteca —pensó Miguel, divertido—, primero no deja piedra sobre piedra en la casa y después hasta hurga en un montón de basura en el jardín. Pero es bueno saber que las cosas no se le escapan con facilidad».

—¿Y qué había bajo ese montón de hierbas y paja?

—Los libros del viejo Andrees. ¡Ya sabéis, del viejo mijnheer Van de Meulen, el antiguo propietario! —contestó Merden en tono triunfal, y se recostó contra las almohadas disfrutando de la sorpresa de Miguel—. Un golpe de suerte, ¿verdad? Allí reposaban años enteros, casi en perfecto estado de conservación, todos encuadernados en grueso cuero. Solo un único libro estaba muy maltrecho. Los otros solo estaban un poco húmedos, gracias a Dios. Y, además, mi antecesor había trabajado con mucha precisión, de modo que pude comprobar todos los expedientes de los últimos años.

A Miguel le hubiera gustado abrazar al hombrecillo, pero se refrenó. No sabía si esos libros aún existían ni exactamente qué contenían. Pero con un poco de suerte podría presentar las exigencias de Mirijam mediante esos documentos, podría reconstruir acontecimientos del pasado y…

Haciendo un esfuerzo, Miguel adoptó una expresión neutral y carraspeó.

—¿Y qué fue de ellos? De esos libros, quiero decir. Seguramente hace tiempo que se convirtieron en ceniza, ¿no? —preguntó, conteniendo el aliento.

«¡Santa Anna, Virgen María, ayudadme, os lo ruego! —suplicó en silencio—. ¡Os dedicaré los cirios más gruesos, pero haced que la respuesta del oficinista sea la que espero!».

—Bien, las personas ingeniosas siempre encuentran un lugar seco y apartado en el cual guardar toda clase de cosas, de esas que tal vez pueden volver a utilizarse más adelante, ¿verdad?