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Amberes, 1521
Por la tarde, dos galeones cargados hasta los topes, barcos mercantes procedentes de Livorno, amarraron en el muelle y cuando la noche cayó sobre Amberes, el rumor ya corría por todo el puerto. Junto con la carga los estibadores habían llevado la noticia a tierra desde la nave italiana y, tras llegar a oídos de las personas que trabajaban en los almacenes, había llegado a los de los trabajadores del puerto, los proveedores de navíos y los apoderados y después el rumor corrió por toda la ciudad.
Un día duro, repleto de trabajos fastidiosos e intrascendentes —y la obligación de volver a copiar listas ya copiadas— llegaba a su fin, pero no solo para Cornelisz el aprendiz: hacía tiempo que los viejos escribientes de la notaría tampoco debían realizar tareas importantes o urgentes. El aburrimiento reinaba ante todos los viejos pupitres, hacía meses que ningún barco de la empresa comercial de Van de Meulen atracaba en el puerto cargado de mercancías que los escribientes debían examinar, administrar y enviar a los clientes o los mandantes. No tenían que abrir nuevas cuentas ni hacer cálculos y tampoco examinar las cargas de los mercantes e incluso en los almacenes reinaba el vacío. Era como si tras la muerte del viejo Andrees van de Meulen toda la empresa siguiera sosteniendo el aliento.
Decían que el nuevo amo recurría a nuevos medios y que albergaba nuevas ideas con el fin de desarrollar nuevas relaciones comerciales que no tardaría en proporcionarle a la empresa Van de Meulen una situación puntera entre las empresas comerciales de Amberes. Sin embargo, de momento ello no se notaba en absoluto y por lo pronto Cornelisz tampoco había descubierto de cuáles medidas se trataba. A lo mejor eran negocios secretos, de esos que, debido a su situación subordinada como aprendiz, quedaba excluido. En todo caso, por ahora no suponían un aumento del trabajo en la agencia ni de las mercaderías en los almacenes.
Si Cornelisz alzaba la cabeza, podía ver al abogado Cohn, su propio maestro de aprendices, junto a la ventana de la agencia. El hombre flaco y ligeramente encorvado pasaba horas con la vista clavada en el mercado y el puerto. Solo sus manos inquietas que tironeaban de las mangas y del chaleco proporcionaban cierta vida a la figura vestida de negro, sobre todo cuando la luz hacía brillar las piedras coloreadas de sus sortijas.
Aquel día, después de enterrar a Andrees van de Meulen con gran participación de los ciudadanos de Amberes, el notario judío se hizo cargo de los negocios de la empresa. Presentó innumerables disposiciones ante el consejo de la ciudad, todas certificadas y firmadas por los testigos. Los documentos informaban de la última voluntad del difunto: que el abogado actuara como administrador de la herencia hasta que las hijas se casaran y sus esposos pudieran disponer de la fortuna en sus respectivos nombres. En vista del monto de la fortuna, se trataba de un poder muy amplio que quedó registrado en los anales de la ciudad.
Claro que circularon toda clase de rumores y cotilleos por la ciudad: para muchos habitantes, el abogado seguía siendo un extraño molesto y un marginado, pero el padre de Cornelisz opinaba que solo se trataba de habladurías envidiosas por parte de los criticones o, aún peor, de los adláteres de la nueva religión. Afirmó que los reformistas eran especialmente severos en cuanto al dinero y se tomaban todo al pie de la letra y que por eso se apresuraban a rechazar algo que no encajara con sus ideas.
En dicha difícil situación, el abogado había actuado de manera inteligente, apresurándose a poner en marcha unas cuantas obras caritativas en nombre del difunto y al mismo tiempo a reducir drásticamente los gastos presupuestarios. Mandó cerrar la planta superior de la casa, el servicio se redujo a dos criados y el abogado se instaló en una modesta habitación. Mediante dichas medidas todos podían constatar que quien actuaba era un hombre ahorrativo y responsable que vigilaba la herencia que le habían confiado, un hombre de honor pese a su origen judío. El señor Van Lange, padre de Cornelisz, que al igual que otros comerciantes de la ciudad al principio se había mostrado cauteloso y precavido, acabó por demostrarle su confianza enviando a su hijo a la agencia como aprendiz.
Esa noche, cuando Cornelisz cerró su pupitre, se dispuso a emprender el camino a casa y atravesó el puerto como casi siempre solía hacerlo. Adoraba el aroma del puerto: del agua salobre del río, de los pescados y la brea y las maderas procedentes de tierras remotas almacenadas en los depósitos. La noche ya había absorbido todos los colores y sombras negras invadían cada rincón. Mientras que en las ventanas de las casas burguesas ardían velas, las fondas estaban iluminadas por lámparas de sebo y de aceite cuya luz clara debía invitar a los huéspedes a atravesar las puertas abiertas.
Cornelisz esquivó un montón de paja mojada. Una vez más dejaba atrás un día perdido e inútil y sabía que en el futuro lo esperaba un sinfín de días iguales. Días, semanas y meses en los que debía aprender a controlar barriles, registrar sacos y bultos, presentar mercaderías en las ferias y regatear precios para acabar contando monedas y calcular las ganancias; en una palabra: hacer negocios. Eso era lo que debía aprender un futuro comerciante. Asqueado, se limpió las manos en los fondillos del pantalón como si las imaginarias monedas del futuro ya le hubiesen ensuciado las manos. Hasta hacía escasos meses había albergado la esperanza de convencer a su padre de que le permitiera convertirse en pintor, su sueño dorado. Pero este se limitó a alzar las cejas cuando Cornelisz se armó de valor y le informó de su deseo.
—¿Y la continuación de nuestra empresa? ¿Acaso has perdido el juicio? Eres mi único hijo, ¿o es que lo has olvidado? ¿Pretendes jugarte mi reputación como comerciante? A fe mía, en vez de seguir tonteando con las pinturas por fin aprenderás todo lo que un comerciante ha de saber sobre el comercio exterior. Tienes edad suficiente y, además, hace tiempo que todo ello fue acordado con Van de Meulen.
Al principio el abogado Cohn se negó a aceptar a Cornelisz como aprendiz y vino con excusas, pero su padre insistió en el acuerdo al que había llegado con el difunto comerciante.
—Solo momentáneamente —Cornelisz oyó que su padre le dijo a Jakob Cohn—. Durante unos meses o tal vez un año. Para quitarle las tonterías de la cabeza, ¿comprendéis? Tratadlo con dureza, así aprenderá lo que es la vida real con mayor rapidez.
Al día siguiente, Cornelisz ya estaba sentado ante el pupitre en la agencia Van de Meulen, protegido por el viejo Antonis Laurens, el jefe de la agencia.
Cornelisz alzó los hombros. Los días en la agencia eran largos, mucho más largos que todos los demás días y espantosamente aburridos. Y si no fuera por los otros escribientes y trabajadores del almacén que hacía años que trabajaban en la empresa Van de Meulen, que lo conocían de toda la vida y lo acogieron con toda naturalidad, hubieran resultado absolutamente insoportables. Cornelisz lanzó otro suspiro. Mientras permanecía despierto, las horas solo consistían en cifras. Hora tras hora, apuntaba columnas de cifras sin vida que debía pasar de un cuaderno a otro hasta que la pluma se resistía y su mano perdía fuerza. ¿Así que esa sería su vida? Pero nadie podía enfrentarse a su padre, y él, aún menos.
No obstante, jamás abandonaría la esperanza de un buen día convertirse en aprendiz de un pintor.
Junto con la inútil copia de viejas listas, le resultaba extraño acudir a esa casa todas las mañanas, una casa que tras la muerte del dueño y sobre todo sin Lucia y Mirijam resultaba curiosamente desierta, incluso desconocida. Hasta la vieja tata Gesa, que hasta hacía pocos días a veces le pedía que le echara una mano en la casa y en el jardín, y así le proporcionaba un poco de variación, había desaparecido repentinamente. Cuando le preguntó por ella al abogado, este dijo que se había retirado a una pequeña casa situada en las afueras.
«¡Qué raro que no me dijera nada al respecto! —pensó—. Aunque es verdad que no es la primera vez que ocurre: Mirijam también se marchó sin mediar palabra».
Echaba de menos a su pequeña amiga que, pese a ser una niña, siempre lo había apoyado, escuchado y comprendido su amor por la pintura. Desde la muerte de su madre, la única con la que podía hablar de sus intentos de convertirse en pintor fue Mirijam. No había comprendido del todo qué lo impulsaba, claro está, pero al menos se había esforzado en entender sus explicaciones. Además lo había admirado, prácticamente adorado, y aunque dicha adoración de vez en cuando lo había avergonzado, en el fondo le agradaba. ¡Era la única que lo elogiaba y lo apoyaba!
Y mientras que con toda seguridad Lucia y Mirijam ya paseaban por la soleada Granada hacía tiempo y disfrutaban de la vida, él ni siquiera tenía permiso para seguir pintando. ¡Ojalá supiera cómo hacer para que su padre cambiara de parecer!
Pero su existencia como aprendiz en la agencia Van de Meulen junto al muelle no solo era una tortura debido a la prohibición de pintar: hasta hacía poco tiempo había considerado que el abogado era un hombre culto e inteligente y lo había admirado. Sin embargo, últimamente dicha admiración empezó a evaporarse cada vez más. El abogado Cohn no solo era de carácter frío y poco locuaz, además acostumbraba a mirarlo de arriba abajo con esos ojos negros y hundidos en su rostro demacrado, así que siempre se sentía fuera de lugar y de más. Cohn lo intimidaba. Según murmuraba la gente, a diferencia de otros comerciantes y artesanos judíos, el abogado jamás participaba de las reuniones en la sinagoga. Cornelisz se encogió de hombros, ¿acaso ya pensaba como los demás? ¿Se interesaba por las habladurías y los cotilleos? No obstante, lo que más temía era convertirse en alguien tan estrecho de miras como ellos.
Contempló la catedral con admiración, cuyas torres que se elevaban contra el cielo nocturno eran aún visibles. Si de verdad la vida real solo giraba en torno a los negocios y los contratos, a las mercaderías y las ganancias, ¿dónde quedaban la belleza y las artes? Esa catedral era el mejor ejemplo de las obras de arte que los maestros constructores y los canteros eran capaces de realizar. ¿Es que sus obras no formaban parte de la realidad también, incluso de un modo bastante más evidente que las pesadas cajas de madera protegidas por flejes de hierro, repletas de florines, ducados y táleros o como se denominaran las demás monedas de todo el mundo?
Si su madre todavía estuviera con vida, seguro que lo comprendería. La echaba a faltar, justo entonces y aún más porque sabía que hubiese intercedido por él ante su padre. Al fin y al cabo, fue ella quien empezó por enseñarle a dibujar, quien le mostró las obras de los grandes pintores y…
—¡Eh, Cornelisz! ¿Ya te has enterado?
La voz de uno de los camareros de una taberna —que barría la callejuela ante una bodega con una escoba de ramitas secas— lo arrancó de sus cavilaciones.
Una de las obligaciones de los camareros consistía en limpiarlo todo antes que los marineros sedientos, los obreros y algún que otro ciudadano acudieran a la taberna.
—A que es una cochinada, ¿verdad? Esos miserables deberían arder en el infierno.
Cornelisz asintió brevemente y quiso seguir andando, pero el muchacho lo detuvo.
—Supongo que no te has enterado de lo ocurrido con las hijas de Van de Meulen, ¿verdad? —preguntó, se apoyó en la escoba como si se dispusiera a iniciar una charla prolongada y contempló a Cornelisz.
—¿Qué es eso que ignoro?
—Pues que están perdidas. Adiós, se han ido al cielo, están muertas.
Tras dicha declaración el joven hizo una pausa dramática y se chupó los dientes. Al ver la mirada incrédula de Cornelisz, se apresuró a continuar.
—Corsarios, ¿comprendes? Todo el mundo sabe que allí abajo hay un nido de corsarios y esos se han apoderado de todas las naves. Un botín considerable, puesto que todas estaban cargadas de valiosas mercancías. Los marinos de Livorno, allí en el muelle Jordaens, han dicho que de camino encontraron restos de naufragios: tablas y cosas así. Y cadáveres flotando en el mar. Todo procedente del último convoy en el que también viajaban las señoritas. Vaya, supongo que todo está roto, perdido, hecho polvo y muerto.
El muchacho no solía darse el lujo de ser el portador de semejante noticia, así que su desilusión fue grande cuando, tras un instante de pavor, el joven hijo del comerciante soltó una carcajada.
—¿Y tú te lo has creído? Entonces no puedes haber visto el armamento con el que estaba equipada la Palomina como escolta de los otros dos barcos mercantes. ¡Corsarios, qué tontería!
—Pero…
—¡No debes dar crédito a todo lo que cuenta un marino tras beber unas copas de aguardiente! —lo interrumpió Cornelisz—. Si realmente se vieron envueltos en una batalla, y toma nota de que digo «si», pues incluso en ese caso la Palomina hubiera izado velas y escapado. Se hubiera largado, ¿comprendes? Y aparte de eso, nosotros los de la agencia hubiésemos sido los primeros en enterarnos de semejante desgracia y nadie nos ha informado nada sobre una batalla naval o un ataque. ¡No debieras dejarte engañar por cualquier bocazas, de verdad!
Entonces se dio la vuelta y siguió su camino. Pero en la siguiente esquina, cuando el camarero ya no podía verlo, echó a correr. Esas naves de Livorno y su inquietante noticia…: si alguien sabía algo al respecto, ese era su padre.