48

Cuando uno de los trabajadores llegó corriendo y llamó a la puerta, Mirijam dibujaba el nuevo motivo de una alfombra.

—¡La nave del portugués! —gritó el hombre—. ¡La Santa Ana está entrando en el puerto!

El corazón le dio un vuelco, se puso de pie de un brinco y remontó las escaleras hasta la habitación de la torre. Las velas estaban surgiendo de la bruma gris que flotaba por encima de la bahía, se volvían más grandes y más blancas y entonces divisó la Santa Ana entrando en el puerto montada en una ola coronada de espuma levantada por la proa. Al verla, le temblaron las rodillas y tuvo que agarrarse al marco de la ventana.

Era la primera visita del capitán Alvaréz a Mogador desde que el abu Alí había insinuado una posible boda con el portugués.

En el ínterin, dos barcas de pesca habían traído el cargamento de sal que había esperado con tanta urgencia.

—La Santa Ana debe llevar un cargamento urgente a las islas Canarias y llegará más adelante —le habían dicho.

«Al menos se acordó de enviar la sal si no podía presentarse en persona», pensó Mirijam, y no sabía si eso debía alegrarla o enfadarla.

Hacía semanas que sus pensamientos y sentimientos estaban sumidos en el caos. La insinuación del abu la había sorprendido por completo. ¡Casarse, qué idea! Ese pensamiento le causó un gran desconcierto y una enorme indecisión: un día sentía rechazo; otro, nostalgia; al subsiguiente, dudas y reserva.

Pero cuanto más a menudo pensaba en el capitán, en su mirada alegre, sus hombros anchos y su risa, tanto más tentadora le resultaba la idea. ¿Acaso no era un hombre atractivo? No dejaba de pensar en él incluso en momentos poco convenientes, por ejemplo cuando calculaba los ingredientes que debía añadir a un nuevo tinte. En realidad, dicha tarea exigía un máximo de concentración. ¿Cómo podía pensar en sus ojos azules, precisamente en ese momento? Sin embargo, cuanto más a menudo pensaba en él, tanto más atractivo le parecía. Miguel era un nombre bonito y melodioso. Incluso puede que hubiera soñado con el capitán, aunque no estaba segura de ello. En todo caso, había soñado con un hombre que le acariciaba el rostro y le besaba los labios. Fuera como fuese, al parecer la claridad y el orden mental eran cosas del pasado y las reflexiones sensatas fracasaban: a partir de la insinuación del abu Alí, ella ya no era la misma.

Una hora después, el capitán Alvaréz apareció dando zancadas y sonriendo. José, su marinero, cargaba con una caja de madera guarnecida de hierro que el capitán hizo depositar en el interior de la casa antes de saludar a Alí el-Mansour.

El viejo hakim había abandonado su lecho de enfermo. No obstante, aún debía llevar el ojo operado cubierto por una venda, al menos durante dos días más. Abu Alí apareció envuelto en un atavío blanco con bordados de oro y Mirijam también se había cambiado. Estaba de pie en el pasillo, escuchando la voz sonora del capitán y las respuestas sosegadas del médico, procurando controlar su excitación; enderezó la espalda y abrió la puerta.

Entonces la conversación cesó en el gran salón, los rostros de ambos hombres se volvieron hacia ella: el barbudo de ojos azules y también el moreno de barbilla blanca y un ojo vendado. Durante un instante, fue como si el capitán Alvaréz se quedara de piedra, después se puso de pie e hizo una profunda reverencia.

—Bienvenido, capitán Alvaréz —dijo Mirijam, y le tendió la mano—. ¿Os encontráis bien?

—Sí, muy bien.

El capitán la contemplaba fijamente, como si fuera una fata morgana causada por el calor del desierto. Ella llevaba un vestido de finísimo algodón verde, kohl en los ojos y los cabellos cepillados hasta volverlos brillantes. Su velo consistía en un delicado paño bordado de oro que le cubría los rizos y el rostro. Solo se veían sus ojos luminosos, lo demás permanecía semioculto.

Aunque el capitán, en vez de llevar la acostumbrada chaqueta de múltiples pliegues, llevaba un chaleco sin mangas encima de una camisa limpia y un pantalón —una concesión al calor reinante—, sudaba y tuvo que carraspear varias veces. El ambiente era inusitadamente tenso y nadie parecía poder dar con el tono despreocupado y natural anterior.

Haditha trajo sorbete fresco y una fuente de dátiles confitados. Durante un rato, la amable conversación giró en torno a la próxima cosecha de fruta, pero por fin el capitán cambió de tema y preguntó por la dolencia de Alí el-Mansour.

—¿Os habéis lastimado el ojo?

—Oh, no, por suerte. Mi hija es una buena cirurgica, habéis de saber. Me pinchó la catarata antes de que encegueciera por completo —dijo el anciano—. Alá hizo que su mano fuera firme, le estoy sumamente agradecido.

—¿Una operación? Deus, ¿es capaz de eso? —exclamó el capitán, asombrado—. ¡Por Dios, sherif, realmente podéis estar orgulloso de vuestra hija! Mentiría si dijera que conozco otra mujer como lâlla Azîza. ¡Mis respetos!

Al oír ese curioso discurso, Mirijam tuvo que reprimir una sonrisa y, ante semejantes elogios, permaneció sentada en su cojín, callada y con la vista baja. El capitán no lograba desprender la mirada de ella y se llevó la mano al cinturón donde guardaba el anillo.

—Sí, tiene muchos talentos —dijo el hakim.

Nadie dijo nada y la conversación volvió a interrumpirse. Después de un momento, el anciano dijo:

—Creo que debo descansar un poco, así podré disfrutar aún más de vuestra compañía esta noche, dispensadme; capitán, nos veremos más tarde.

Ambos lo siguieron con la mirada en silencio y cuando la puerta se cerró a sus espaldas, sus miradas se encontraron.

—Hoy tenéis un aspecto encantador y maravilloso —dijo el capitán, y le lanzó una sonrisa de admiración.

Mirijam guardó silencio. Era la primera vez en sus dieciocho años que alguien le había hecho un cumplido sobre su aspecto. Habían elogiado su entendimiento, su buena memoria, su diligencia y otras capacidades de las que por lo visto disfrutaba, pero hasta ese momento nadie había mencionado su belleza. Se sintió invadida por una sensación cálida que la hizo sonreír. Sí, el capitán le gustaba. Era precisamente ese estilo un tanto rudo, seguro de sí mismo y directo practicado por el capitán el que le daba seguridad, cuando en general ella tendía a ser desconfiada.

Notó que el delgado velo se deslizaba cada vez más hacia abajo, permitiendo que el portugués se percatara de que bajaba la vista y tenía las mejillas arreboladas.

Poco a poco, el silencio reinante se volvió opresivo. ¿Por qué él no decía nada?

—¿Habéis obtenido las telas encargadas, capitán Alvaréz? —preguntó por fin.

En realidad, hubiera querido ser valiente y preguntarle si estaba casado, pero en el último instante esas otras palabras se habían deslizado en su boca.

—Tengo todo lo que desea vuestro corazón, lâlla Azîza.

En vista del involuntario doble sentido de sus palabras, en ese momento fue él quien bajó la mirada, pero Mirijam había notado su furtiva sonrisa y cobró valor.

—¿Qué secretos alberga esa caja? ¿Acaso está repleta de monedas de oro, producto de la venta de alfombras?

—Oh, sí, la caja… No, esta vez no contiene oro. Y para ser preciso, en realidad no se trata de un secreto sino solo de unas pequeñeces para vuestro hogar. Al ver un par de ovillos de finos hilos de oro tuve que pensar en vos en el acto, así que los compré. Después encontré un par de cosas más y de pronto necesité una caja entera para albergarlas.

Fue en busca del cofre, lo abrió y apartó un trozo de terciopelo bordado.

—Mirad —dijo—. Un candelabro para que os ilumine cuando escribís o bordáis. Y he aquí unos platos de plata y unas copas de vino de la isla de Murano, cerca de Venecia. De allí también proviene este gran alambique. Vuestro padre mencionó que podría resultarle útil.

Alvaréz metió la mano en el cofre y sacó un objeto tras otro, al tiempo que le explicaba de qué se trataba cada uno.

—Entre aquellos vidrieros, todos ellos maestros del soplado de vidrio, descubrí este pequeño frasco para vos, y lo hice llenar de aceite de pachulí indio. El aroma es un poco dulzón y terroso, y también es bueno para la fiebre y el nerviosismo. Al menos eso fue lo que me dijeron. ¿Queréis olerlo? —preguntó, y con el tapón de cristal del delicado frasco aplicó unas gotas en la muñeca de Mirijam—. A que es un aroma estupendo, ¿verdad? Os gusta, ¿no? Sí, confié en que os gustara. Y aquí están los ovillos de hilo de oro de los que os hablé.

Al entregarle los regalos la voz del capitán rezumaba orgullo y alegría, pero en realidad, Mirijam sentía un interés mayor por el hombre que por los regalos; acababa de comprobar que pensar en el tema del matrimonio y en especial en el capitán Alvaréz era algo muy distinto cuando este se encontraba ausente que cuando estaba presente. En ese momento estaba muy presente y era como si el salón fuera demasiado pequeño para albergar su presencia. Su voz, sus ademanes… ambos parecían estar hechos para la amplitud, o al menos para la cubierta de un navío. Notó los latidos de su corazón y se sintió incapaz de pensar con claridad.

«Al parecer es capaz de disfrutar de los objetos bellos», pensó ella, procurando ser objetiva. Pero ¡con cuánta delicadeza sus grandes manos tocaban el delicado cristal! Además, le agradaba reír a menudo a juzgar por las arruguitas en torno a sus ojos. Parecía fuerte y seguro de sí mismo y su vida parecía complacerle, lo cual no era ningún milagro puesto que dicha vida le permitía enfrentarse al viento y las olas, visitar países remotos, conocer sus habitantes y formar su propia opinión sobre las circunstancias y los acontecimientos más diversos. A lo mejor la lectura no era precisamente lo suyo, pero era un buen observador y una persona de miras amplias. Mirijam depositó los ovillos dorados en la mesa.

—Son bellísimos, os lo agradezco. Con ellos se pueden realizar maravillosos bordados en cojines, tapices y vestidos —dijo.

Al observar al capitán esbozó una sonrisa, pero de pronto se vio incapaz de pronunciar una palabra, se había vuelto mudo e impotente de hacer un gesto, permanecía ante ella con los brazos colgando y solo la contemplaba.

Entonces recuperó cierto sosiego.

—Capitán Alvaréz —dijo, cogió uno de los platos brillantes e hizo reflejar la luz en este—, ¿cómo es vuestra vida cuando no estáis de viaje? En vuestra casa de Santa Cruz quiero decir. Desconozco la vida en la ciudad y me gustaría saber si se diferencia de la nuestra, aquí en Mogador.

Después contempló el plato que sostenía en la mano.

—¿Que cómo vivo? —contestó el capitán, sin poder despegar la vista de la joven—. Bien, ¿qué he de decir? Todavía sigo acumulando muebles, por ejemplo dos pequeños armarios de ébano tallados y con incrustaciones de nácar de Halab, Siria.

Mirijam arqueó las cejas con expresión interesada. Alvaréz tragó saliva.

—Resulta que mi casa aún no está completamente terminada —prosiguió con voz ronca—. Está situada en la ladera de la montaña, desde allí se disfruta de una vista del puerto. Dispone de un patio interior y bonitos suelos de mosaicos.

—¿Quizá también poseéis un palomar?

A Mirijam las palomas le resultaban indiferentes, pero sabía que muchas mujeres adoraban las pequeñas palomas con el collar de plumas en torno al cuello y las consideraban un símbolo del amor matrimonial, la fidelidad y la fertilidad. La idea hizo que volviera a ruborizarse.

—Todavía no, pero ahora que lo mencionáis… Bom idéia, no se me había ocurrido instalar uno.

Mirijam casi soltó una carcajada: ¡el capitán Alvaréz rodeado de palomitas arrulladoras… menuda imagen!

—¿Y vivís completamente solo en vuestra casa? —añadió, dejando el plato a un lado. ¿Por qué estaba tan dispuesto a responder a sus curiosas preguntas?

—Sí. No. Bien, no estoy en casa con la frecuencia que desearía —contestó él—. Pero hay una pareja, Moktar y Budur, que se ocupan de la casa por mí. Se ocupan de todo, porque como tal vez sepáis, no tengo familia. Y nunca me he casado, sí, así es: nunca me he casado.

Entonces las manos de la joven se cubrieron de sudor y su corazón palpitó con fuerza. ¿Es que acababa de darle una entrada? ¿Cómo debía reaccionar? O quizá debía de volverse más concreto, ¿no? ¡Ojalá supiera más acerca de esa clase de cosas! Nerviosa, tironeó de los cojines de seda.

—Podría imaginar —dijo el capitán con voz áspera, y carraspeó— que Santa Cruz os gustaría, lâlla Azîza. Es una ciudad ruidosa y ajetreada llena de personas, callejuelas estrellas y multicolores souks.

Volvió a carraspear y prosiguió en tono firme.

—Allí uno puede comprar todo lo imaginable, desde madera de caoba para la construcción de naves pasando por cacao, azúcar y especias para el hogar, hasta pieles, objetos de cuero, halcones, incienso y ámbar. Todo lo necesario, Además, uno también puede adquirir cosas innecesarias pero que a uno le gustaría poseer, las ofrecen en abundancia. Marinos y comerciantes de todo el mundo pululan por la ciudad y también toda clase de artesanos. Y además está el gran puerto donde siempre hay naves de todas partes.

—A lo mejor tenéis razón —respondió Mirijam en tono pensativo; durante su descripción, había recuperado el control—. Tal vez me gustaría verlo alguna vez, pero… —añadió, enmudeciendo.

Alvaréz también calló. Tenía la frente cubierta de sudor.

Entonces cobró valor y dijo:

—Confío en que perdonaréis mi sinceridad, lâlla Azîza. Porque se trata de lo siguiente… —dijo, sacando un pañuelo del cinturón—. ¡Qué difícil! Bien, resulta que he pensado no seguir viviendo solo en mi casa —añadió en tono vacilante, pero luego enderezó los hombros.

»Estoy pensando —prosiguió por fin apresuradamente, como si aún tuviera que cobrar más valor—, ¿cómo decirlo? Estoy pensando en casarme y cada vez que pienso en ello —añadió, desplegando el pañuelo—, pienso en vos.

Un anillo con una piedra roja rodó sobre la mesa y un rayo de luz la hizo resplandecer.

Solo cuando su taburete cayó al suelo con gran estrépito, él se percató de que Mirijam se había puesto de pie. Él la imitó y se acercó a ella.

—¿Os he asustado? ¡Perdonadme, os lo ruego! Soy un patán, quizá debiera de haber empezado por hablar con vuestro padre, pero resulta que lo que más deseo en el mundo es casarme con vos y convertirme en vuestro esposo. Lo deseé desde la primera vez que os vi. Sois tan bella, tan inteligente, tan dulce, diestra y diligente… Todo lo que hacéis, todo vuestro ser me llena de admiración y no puedo vivir sin vos. ¡Por favor, dadme vuestra mano de por vida! —dijo, y se arrodilló ante la joven.

Ese diabólico anillo rojo la había asustado profundamente.

«Pero él no puede saber que todo lo rojo me aterra», pensó, y procuró tranquilizarse. Quizá nunca había hablado tan en serio como al pronunciar esas bonitas palabras. Mirijam lo miró a los ojos y lo que vio allí hizo que su corazón diera un vuelco y se le aflojaran las rodillas. ¿Acaso eso era el amor? Notó que sus murallas interiores se desmoronaban y de repente ansió tocar sus mejillas, su mentón y sus cabellos y de su vientre surgió una cálida y risueña oleada.

Alvaréz no despegó la vista de Mirijam, al tiempo que tanteaba la mesa en busca del anillo. Cuando por fin le tendió la mano abierta ella dudó, pero un instante después una mirada risueña brilló en sus ojos.

—¿Qué he de deciros, capitán Alvaréz? —preguntó, y los hoyuelos de sus mejillas se volvieron más profundos—. Vuestros argumentos son realmente excelentes —dijo, señalando su mano tendida—. No soy una experta en el tema, pero supongo que no es frecuente que alguien corteje a su futura esposa con un ovillo de hilo, ¿verdad?

La sonrisa le iluminó todo el rostro y de repente soltó una sonora carcajada. Desconcertado, Alvaréz contempló el ovillo de hilo dorado que sostenía en la mano; sin embargo, en vez de ofenderse por las risas de Mirijam, él también soltó una carcajada.

—¡Vos misma podéis ver hasta qué punto me confundís! ¡Ovillos de hilo, por são Francisco y todos los santos, eso es algo nunca visto!

El capitán se puso de pie y se acercó a ella, la contempló con mirada afectuosa, le cogió ambas manos, se las llevó a los labios y las besó.

—Espero no haberlo estropeado todo con vos, que sois la más maravillosa, la más bella… —dijo, inclinó la cabeza, volvió las manos de ella hacia arriba y depositó un beso en sus muñecas. Allí donde se veían las delicadas venas y latía el pulso, la piel de Mirijam ardía bajo sus labios.

—No —susurró ella, estremeciéndose—. ¡No lo habéis estropeado en absoluto!