60
Mogador
Mirijam sostuvo al anciano, el último ataque de tos lo había dejado sin fuerzas. El enfermo se recostó contra las almohadas y cerró los ojos; estaba exhausto, aún respiraba dificultosa y ruidosamente.
—Pobre abu —dijo Mirijam, y se quitó el cabello de la frente acalorada—. Has de sanar pronto.
Le había frotado la delgada espalda con una esencia de hierbas de aroma picante, pero con tanta firmeza que la piel del hakim se había enrojecido y ella estaba bañada en sudor. Estaba muy preocupada por el anciano médico, martirizado por una tos persistente. Ya lo había intentado por todos los medios: cataplasmas, zumos, infusiones y ungüentos, pero de momento nada le había proporcionado un alivio. Le acarició los brazos antes de ponerle la camisa de tela suave y abrigarlo con la manta. Su respiración era agitada: la aplicación de la esencia lo había agotado también a él y ella se preguntó si el remedio le serviría de ayuda. Tenía que haber algo, algún remedio, una mixtura o una hierba sanadora. ¡Solo tenía que descubrirlo!
Hacía días que no dejaba de pensar en Andrees, su pobre padre, quien muchos años atrás había sufrido problemas respiratorios y una tos similar. En aquel entonces, ella solo era una niña desamparada e ignorante; en cambio, en el presente la situación era otra: era una adulta que poseía el saber y la capacidad de luchar contra las enfermedades, y curarlas.
Le tomó el pulso con los ojos cerrados, respirando lentamente y prestando atención a lo que le transmitían sus dedos hasta percibir la oscilación de los débiles latidos. A veces el pulso le revelaba en qué estado se encontraba el enfermo y si su muerte estaba próxima. Después de un momento comprobó que el del abu era lento pero no preocupante y alzó la cabeza con expresión aliviada.
—Así que no has descubierto nada amenazante —comentó el anciano, y abrió los ojos.
—¡Es verdad: nada bueno pero tampoco nada malo! —contestó ella, esbozando una sonrisa—. Sin embargo, esta noche iré a ver a Aisha y le pediré consejo. Nadie conoce tantas hierbas curativas como ella, incluso conoce unas de las que ni siquiera tú has oído hablar.
—¡Ja, imposible! —dijo Alí el-Mansour con expresión exageradamente severa, y al mismo tiempo trató de guiñarle un ojo—. ¡No puede ser, ni hablar!
Procurando complacerlo, Mirijam rio.
«La risa suaviza sus rasgos —pensó el hakim— y de inmediato la envuelve un aire de despreocupación juvenil». No obstante, su mirada ocultaba sus sentimientos, como siempre. Emocionado, Alí el-Mansour contempló su cuerpo visiblemente abultado y le acarició la mano cuando pasó a su lado. Nunca hubiera creído que alguien podría despertarle un afecto tan profundo; verla madurar y compartir la vida y el trabajo con ella supuso una gran alegría y le agradeció a Alá desde el fondo de su alma por haberle confiado ese ser y ponerlo bajo su protección. El corazón le dio un vuelco.
Sabía que esa vez no se trataba de una enfermedad normal. Se sentía absolutamente exhausto y la idea de abandonar la lucha y limitarse a permanecer tendido y dormirse para siempre se volvía más seductora con cada día que pasaba. En el transcurso de los últimos meses, la faz de la muerte había cambiado y poco a poco se había convertido en la de una amiga bienvenida. Pero todavía no podía abandonar: por más cansado que estuviera y por más que su vida se escurriese como la arena de un reloj, debía retener los últimos granos un poco más: Azîza lo necesitaba, al menos hasta que el capitán regresara.
Cadidja apareció en el umbral sosteniendo una bandeja con diversos platitos llenos de pequeños trozos de pescado asado y cuscús, delicados filetes de cordero con salsa de vino y pechuga de pichón con almendras picadas, todo muy especiado pero muy tierno, como a él le agradaba. Un aroma a canela, a olivas y cilantro, a miel, a claveles y pimiento flotaba en el ambiente y le cosquilleaba la nariz. Eran platos que él, si fuese su propio médico, también se hubiera recetado porque poseían un indudable efecto fortalecedor. Sabía que debía comer un poco: comer y beber significaba seguir con vida.
—Bismillah, quiero comer, y traedme también un poco de vino especiado caliente: me hará bien —dijo en voz baja pero firme.
—Sí, abu, enseguida.
Mirijam se desvivía por satisfacer todos sus deseos, puesto que demostraban que su voluntad de vivir aún era inquebrantable.
La cocina estaba desierta. En los estantes y en los profundos nichos de las paredes se amontonaban los platos, las fuentes, las copas y los cuencos, junto a una amplia pila había ánforas con agua fresca y de varios ganchos por encima del fogón colgaban sartenes y perolas de hierro. En los lugares donde el suelo de arcilla no estaba cubierto de hierbas frescas que bajo sus pies desprendían aromas especiados, brillaba como si estuviera lustrado.
Mirijam se alegró de disponer de un momento para sí misma. Se sentó en un taburete junto al fogón y apoyó la cabeza en las manos: una vez más, luchaba con las lágrimas. Desde que esperaba un hijo solía ocurrirle con frecuencia: debía luchar con sentimientos que cambiaban de un instante a otro. Aisha opinaba que siempre era así, pero Mirijam sabía que se debía a que hacía cinco meses que Miguel estaba ausente. En aquel entonces ni siquiera pudieron despedirse puesto que originalmente pensaba pasar una vez más por Mogador tras abandonar Santa Cruz. Sin embargo, había abandonado dicho plan y sin un auténtico motivo, según ella. Se limitó a enviarle un mensaje diciendo que se preparara para recibir una sorpresa agradable, que le enviaría un mensajero y que por lo demás le deseaba lo mejor hasta que él regresara. Pero de momento no había aparecido ningún mensajero ni recibido una sorpresa, ¡y el propio Miguel tampoco había vuelto! Había dicho que a lo sumo dentro de dos o tres meses… ¿Dónde estaba? Confió en que se encontrara bien. Sabía que la Santa Ana era una nave excelente y que Miguel —que era un capitán experto— estaba muy bien preparado para enfrentarse a los peligros de la mar. No obstante, las tormentas invernales ante la costa española y francesa solían ser peligrosas y además… ¡Amberes! ¿Con qué se habría encontrado allí?
Si bien ella lo alentó a emprender dicho viaje porque había notado su desasosiego, no dejó de arrepentirse en el acto. ¡Ojalá se hubiera quedado en Mogador!
Por primera vez en mucho tiempo se sentía asustada y abatida. Finalmente uno no daba a luz a un hijo todos los días, pero lo que más la martirizaba era la angustia por su abu. ¡Ansiaba encontrarse entre los fuertes brazos de Miguel!
Mirijam quitó las cenizas de la lumbre, añadió más carbón de leña y sopló para avivar las llamas; después llenó un cazo con vino, miel y especias, y lo apoyó sobre el soporte de tres patas encima del fuego. El vino no debía hervir, al contrario: había que calentarlo lentamente para que los aceites curativos y los demás remedios se disolvieran correctamente. Mientras esperaba a que la mezcla se calentara se apoyó contra la pared, estiró la espalda dolorida y apoyó las manos en el vientre. Hacía poco que notaba los movimientos del niño, fugaces y casi imperceptibles, tal como había predicho Aisha. Se acarició el vientre con ademán cariñoso y canturreó una pequeña melodía. ¿Cómo sería su niño? ¿Qué clase de ser humano crecía en su seno?
—Nunca deberás sentirte solo, nunca —susurró para sus adentros, y sonrió—. Cargaré contigo envuelto en un paño, como las trabajadoras negras, y siempre estarás a mi lado de día y de noche. Quiero enseñarte todo lo que sé, te cuidaré y te protegeré y jamás te abandonaré —añadió, ladeando la cabeza como si esperara una respuesta.
Mientras permanecía sumida en sus pensamientos oyó que alguien pronunciaba su nombre: un murmullo furtivo y apagado penetraba a través de la estrecha ventana. De pronto las voces aumentaron de volumen y Mirijam comprendió lo que decían.
—Con respecto a lâlla Azîza supongo que tú estarás bien informado, pero hace tiempo que el hakim no es un nasrani, un cristiano —decía una voz masculina en ese instante—. Pongo mi mano en el fuego por él. Hace ya muchos años que el Profeta, loado sea su nombre, le indicó el camino a Alá y a la vera fe.
—¡Precisamente! ¡Por fin reconoces que no es uno de los nuestros sino más bien un maldito infiel que fue bautizado como cristiano!
«¡Cuánta hostilidad rezuma esa voz femenina que sisea esas palabras en voz baja pero en tono triunfal!», pensó Mirijam. Le resultaba conocida pero no hubiera podido precisar a quién pertenecía ni quiénes eran las personas que hablaban. Instintivamente, sostuvo el aliento y se acercó a la ventana.
—Sîdi Mokhbar, el marabout, afirma que hemos de arrojar a todos los extranjeros al mar de donde antaño salieron y eso también incluye al hakim y su hija, claro está. Además, el marabout dice que si queremos salir victoriosos como musulmanes creyentes que somos, no podemos permitir ninguna excepción. Opino lo mismo, dado que lâlla Azîza no es una musulmana. Nunca acude a la mezquita y tampoco reza en la casa, porque de lo contrario yo lo sabría. Seguro que en realidad es una jahudije, una judía, y en todo caso no una creyente. Y, además, ambos hacen causa común con el portugués, ese perro. ¡Piensa en la cal que elaboran en los hornos hechizados y la venden a los portugueses!
¿Acaso esa que hablaba no era Haditha? No, seguro que se lo estaba imaginando, pero en ese preciso instante Mirijam oyó un leve bufido, el bufido siempre soltado por la criada cuando estaba enfadada o en completo desacuerdo con algo.
«¡Es Haditha!», pensó Mirijam, asustada. Hacía bastante tiempo que adoptaba una actitud crítica frente a ella, pero nunca había notado semejante hostilidad en ella.
—Qué más da —musitó la voz masculina—. Seguro que eres injusta con ellos. ¡Te aconsejo que dejes ese asunto! En todo caso, yo no quiero saber nada de eso.
El hombre al otro lado de la ventana volvió a intentarlo pronunciando palabras apaciguadoras.
—No cargues con la culpa de azuzar al marabout o a los guerreros del jeque contra lâlla Azîza y el hakim, mujer: ¡los expondrías a la perdición!
Haditha no respondió. Seguro que permanecía allí con los brazos cruzados y la mirada baja, como siempre cuando se emperraba. «Y su interlocutor solo puede ser Hocine, el esposo de Haditha», pensó Mirijam, porque la criada jamás se encontraría con otro hombre en secreto.
—¡Ten en cuenta que el Profeta, loado sea su nombre, dijo que todos quienes poseen el Libro son nuestros hermanos y que pueden elegir libremente su fe! —siguió diciendo el hombre en tono muy paciente—. Tanto los nasrani como los jehuda poseen sus libros de la fe, como nosotros el santo Corán. Hasta el profeta Mahoma, al que Alá regale la vida eterna, antaño estudió sus libros sagrados.
—¿Y qué? El marabout dice que hemos de aniquilarlos a todos. Si nuestros guerreros del desierto se limitan a expulsar a extranjeros, estos regresarán algún día y se vengarán, y entonces…
Parecía haber aprendido esas palabras de memoria.
—Además, no olvides que gracias a lâlla Azîza y a su padre no solo nos las arreglamos para vivir bien —la interrumpió Hocine; era evidente que se esforzaba por tranquilizar y persuadir a su mujer, aunque en realidad era un hombre de acción, no de palabras—. Son nuestros benefactores: ¡gracias a sîdi Alí y a su hija ya no somos esclavos y podemos ir a donde nos dé la gana! Puede que eso no tenga importancia para el marabout de los saadíes, pero para nosotros es sumamente importante.
Mirijam aguzó los oídos, pero ya no oyó nada más. ¿Qué planeaba Haditha? ¿Reflexionaba si debía seguir los consejos y las advertencias de su marido? Pero eso era improbable: ceder le resultaba muy difícil. Además, al parecer estaba bajo la influencia de ese marabout cuyas soflamas repetía. ¿Acaso hacía unos días Cadidja no había murmurado algo acerca de la sombra maligna de Haditha?
La voz del hombre puso fin al silencio.
—¿Cuándo se supone que debe tener lugar el ataque?
—Alguien habló de las próximas noches sin luna —contestó Haditha en tono inequívocamente triunfal.
—¡Alá! —gimió Hocine en voz baja.
¿Un ataque? Los pensamientos de Mirijam se arremolinaron. ¿Alguien pretendía atacar Mogador? ¿Y quiénes eran esos guerreros del desierto de los que hablaba Haditha? Por lo visto, en esa ocasión no se trataba solo de los portugueses que controlaban la ciudad y la comarca desde hacía años. Si había comprendido correctamente a Haditha, aniquilarían a los extranjeros, en todo caso esa parecía ser la voluntad del marabout. Echarlos al mar, había dicho la criada. Debido a la enfermedad del abu Alí, últimamente Mirijam casi no había abandonado la casa y por tanto no notó que algo se cocía en la ciudad. Pero ¿por qué nadie la había advertido del peligro en ciernes, por no hablar de mencionarlo? Ninguno de sus trabajadores había dicho nada al respecto, ni siquiera una insinuación.
«Y las noches sin luna empiezan precisamente hoy, ¿no?», se preguntó, y notó que el vello de sus brazos se erizaba.
El aroma del vino dulce inundaba la cocina. Mirijam echó un vistazo al fogón y vio que la mezcla soltaba vapor y amenazaba con hervir. Entonces se apresuró a quitar el cazo del fuego… pero el asa estaba muy caliente. Soltó un grito y retiró la mano, y el cazo cayó al suelo con gran estrépito. La mezcla hirviente le salpicó las piernas como un latigazo, su corazón dejó de latir un instante y después llegó el dolor.