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Mogador, 1525
Dos botes se abrían paso a través de la corona de espuma que rodeaba la isla y atracaban en el muelle. Mientras la tripulación cargaba cestas de mimbre llenas de lana de colores en los botes y las estibaba, las trabajadoras recogían más madejas de lana de los secaderos instalados en los cobertizos abiertos, las depositaban en las cestas y las transportaban hasta el muelle. En el otro extremo del terreno los trabajadores cubrían un cobertizo recién levantado con esterillas de hojas de palmera y las sujetaban cuidadosamente. Las voces de los hombres surgían desde el muelle, las muchachas contestaban entre risas y en alguna parte resonó una pequeña canción.
Mirijam sonrió, la actividad la complacía. Estiró su espalda dolorida, se quitó el cabello de la frente con el antebrazo y recorrió el taller con la mirada.
Esa isla, la mayor de ambas, llevaba el nombre de isla Púrpura debido a la presencia de la tintorería, mientras que la isla vecina —que no solo era más pequeña y rocosa— por motivos evidentes llevaba el nombre de isla de los Moluscos. Allí, junto a un sólido muelle, habían instalado diversos pilones en los que almacenaban las provisiones de moluscos. Los únicos otros indicios de presencia humana eran una choza y un par de muros de piedra.
Por desgracia, en las islas no había árboles que proporcionaran un poco de sombra: el viento impedía que los escasos árboles que lograban arraigar entre las piedras y las rocas superaran la altura de estas. Todo parecía encogerse para protegerse del viento, también los árboles.
Pero entretanto, en la isla Púrpura cuatro casas blancas y bajas y diversos cobertizos abiertos destinados al secado y la preparación de los moluscos ofrecían bastante protección del sol, cuya intensidad resultaba fácil de subestimar debido al viento constante. Los muros de rocas, hábilmente construidos con las grandes piedras y rocas pulidas por el mar que rodeaban toda el área de unos cuatrocientos pies en torno a los cobertizos, servían de rompevientos. Sin embargo, Mirijam había hecho disponer las nuevas cubas junto a las viejas en un lugar siempre barrido por el viento. Hacía años que el abu Alí había escogido ese lugar, puesto que allí la permanente corriente de aire no solo servía para refrescar, sino también para arrastrar el permanente pestazo generado por la elaboración de la púrpura mar afuera.
—Lâlla Azîza, has de ir a casa, el sherif te aguarda —dijo Hassan, el joven capataz; se acercó desde el muelle y la saludó con la mano.
Quizás el abu quería que le leyera; en realidad era un hombre paciente, pero últimamente se enfadaba muchísimo debido a las diversas quejas y protestaba contra las restricciones que suponían. Pasar unas horas con él, leerle y comentar lo leído siempre lo distraía y le levantaba el ánimo.
Mirijam dejó la larga espátula a un lado, echó un vistazo al caldo que borboteaba en la cuba y la cubrió con una tapa de madera. Después ella también lo saludó con la mano.
—Ahora voy —dijo.
Por fin la decocción había alcanzado la temperatura correcta; además del proceso de secado, era el factor determinante para lograr el color deseado. Mirijam había dedicado muchas horas a vigilar la cuba recién instalada, había revuelto la mezcla, reducido la temperatura y recogido los trozos de moluscos que flotaban en la superficie hasta que casi no pudo seguir moviendo los brazos. Resultaba importante revolver de manera regular y permanente y no interrumpir el ritmo, de lo contrario uno podía cansarse demasiado pronto. Cansarse, como su abu Alí.
—¡Mis viejas articulaciones son un fastidio! —protestaba en tono malhumorado cuando sus achaques lo obligaban a descansar—. Primero fueron mis ojos, pero ahora también las piernas. ¡Si al menos se me pasara la tos! ¡Aunque es la voluntad de Alá que notemos nuestra edad en el cuerpo, resulta muy molesto cuando hay que trabajar!
Por eso, y en los dos últimos años, ella se había hecho cargo casi por completo de las numerosas tareas del médico. Mientras él la aconsejaba y seguía dedicándose a sus investigaciones en la medida de lo posible, ella no solo se encargaba del taller de alfombras sino también de la tintorería.
Mirijam echó un último vistazo al fogón. Durante tres días con sus noches, bajo las cubas redondas construidas de ladrillos debía arder una lumbre constante. Cada cuba albergaba casi tres malter de líquido y eran tan grandes que ella y sus trabajadoras a duras penas lograban alcanzar el fondo con sus largas espátulas. Durante tres días más, las mujeres debían realizar el duro trabajo consistente en revolver la mezcla y recoger los restos de moluscos que flotaban en la superficie de la decocción de orina. Revolver supondría un esfuerzo cada vez mayor porque la decocción aguachenta original poco a poco se convertía en una espesa masa amarillenta. Solo tras obtener ese concentrado se podía seguir trabajando.
En cambio, todos los demás colores necesarios eran muy fáciles de elaborar. No solo porque resultaba sencillo obtener las plantas necesarias, también el tinte casi no suponía un esfuerzo. El único auténtico desafío consistía en obtener el colorante púrpura, pero al menos el hakim consideraba que el resultado hacía que mereciera la pena.
La púrpura solo se utilizaba para teñir la fina capa inferior de la lana obtenida de camellos y ovejas o —pero eso era raro— madejas de hilos de seda. Después de hilados, los ásperos pelos superiores de los animales eran teñidos con colorantes vegetales o conservaban su color natural: todos los matices del blanco, del pardo y del negro. Más adelante, todo ello era utilizado en el taller de alfombras.
Últimamente, el taller de alfombras volvía a proporcionarle grandes alegrías a Mirijam. Gracias a la nueva técnica del anudado sobre una base tejida se obtenían resultados magníficos y por fin lucían los motivos ideados por ella. Por fin se creaban alfombras que se correspondían con lo que ella había imaginado: multicolores, llenas de movimiento y belleza. Había contratado más tejedoras y les había enseñado el arte del anudado, así que ya había veinte mujeres trabajando en el taller. Y aunque las berberiscas más viejas seguían frunciendo la nariz, en el fondo ellas también estaban satisfechas con los resultados: sus tradiciones permanecían intactas, dado que los nuevos motivos solo eran aplicados a las alfombras bordadas y anudadas.
Entretanto, en el almacén se amontonaban numerosas mantas y caminos, y también algunas maravillosas alfombras. Algunas eran adquiridas por los portugueses, que enviaban las piezas a su tierra natal; también vendía algunos ejemplares a las caravanas que pasaban por Mogador, pero, en general, las ventas no funcionaban tal como había imaginado el anciano médico, al que le disgustaba ocuparse del negocio. Para sorpresa de Mirijam, él, que de lo contrario era un experto en toda clase de asuntos, era un muy mal comerciante que no sentía interés ni demostraba destreza en las negociaciones relacionadas con la venta.
—El hakim aguarda.
La voz insistente de Hassan hizo que Mirijam se apresurara a montar en el bote.
—Este es el senhor Alvaréz, hija mía, que vive en Santa Cruz de Aguér, y es el capitán y el propietario de la bonita Santa Ana anclada en el puerto. Quiero presentaros a mi hija, lâlla Azîza el-Mansour, senhor Alvaréz, la tintorera de la púrpura de la que por lo visto ya os han hablado.
—Y solo para alabarla, respetable sherif Alí, solo para alabarla. ¡Dicen que vuestra hija obra auténticos milagros!
Debido a sus cabellos revueltos y pegoteados y sus manos mugrientas, Mirijam se sentía muy incómoda; además, sus ropas de trabajo hedían a orina y decocción de moluscos; era de suponer que olía como si acabara de salir de una de sus cubas. Dado el llamado urgente del abu, no tuvo tiempo de lavarse y cambiarse.
Permaneció allí, ruborizada hasta las orejas y sin saber qué hacer con las manos.
«Por fin alguien viene a visitarnos y yo recibo a la visita con este aspecto», pensó, enfadada. No obstante, y para su gran sorpresa, la mirada de los ojos azules del capitán Alvaréz era alegre e hizo una profunda reverencia, como si su vestimenta fuera absolutamente normal. Un aroma a mar lo envolvía y su mirada era la más vivaz que jamás había visto. Mirijam volvió a sonrojarse.
En cuanto la cortesía se lo permitió, escapó de la habitación dejando solos a ambos hombres. Debía lavarse, ponerse ropa limpia y decirle a Cadidja, la cocinera, que preparara platos especiales en honor al huésped. Por suerte ya habían madurado los primeros albaricoques y había que carnear un pollo… Cadidja aún era muy joven y no tan experta como la signora de Tadakilt, pero hacía grandes esfuerzos. Sin embargo, a Mirijam aún le esperaba un sinfín de tareas.
Más tarde, durante la cena, el capitán le prestó mucha atención, no dejó de hacerle cumplidos hasta que Mirijam empezó a sentirse incómoda y, como de pasada, les presentó sus planes de negocios a ella y a su padre.
—Tejidos de seda, todo tipo de tejidos finos, además de especias de toda clase y también cereales y sal, desde luego: hoy en día esas son las mercaderías más productivas en el ámbito mediterráneo —dijo—. Y lo son pese a la indescriptible contienda que el joven emperador Carlos y el rey francés no dejan de librar.
—¡Y no olvidéis al sultán! —lo interrumpió el viejo médico.
Estaba confortablemente sentado sobre los gruesos cojines, con las piernas cruzadas. Tenía un aspecto muy digno, con su rostro cordial surcado por las arrugas y ataviado con sus ropas blancas como la nieve y el turbante de suave seda en la cabeza. Parecía disfrutar de la compañía del viajado portugués y escuchaba sus palabras con mucha atención.
—Sí, el sultán —dijo el capitán Alvaréz inclinando la cabeza—. ¡El sultán Solimán, llamado el Magnífico, que también aún es un jovenzuelo inexperto! Por otra parte, el sultán parece menos interesado en el comercio marítimo que en ampliar su zona de influencia: ¡es un bellaco! ¡Me gustaría saber qué trama! Es verdad que sigue construyendo cada vez más barcos para incrementar su flota, aunque me informan que entre estos los barcos mercantes de amplias bodegas más bien escasean. Y eso a pesar de que las cortes reales europeas y la nobleza, incluso los ricos burgueses, desean hacerse urgentemente con las preciosas mercaderías de Persia y de Levante.
El capitán Alvaréz meneó la cabeza. Naves nuevas, pero ¿de escasa capacidad de carga? Era algo que resultaba incomprensible e inadmisible para un ambicioso comerciante con el extranjero.
—En ese contexto, quien se destaca es la Curia romana con su despliegue de magnificencia y sus innumerables enviados a todas las cortes de Europa. Sus necesidades de pompa y lujo, sobre todo de púrpura, han sufrido un enorme aumento en los últimos años.
El capitán comprobó con satisfacción que ambos, tanto el viejo sherif como su joven y bella hija, lo escuchaban con gran fascinación, así que prosiguió.
—Al parecer, hoy en día están dispuestos a pagar cualquier precio por la púrpura, ¡sumas increíbles! Y como la púrpura escasea, el precio no deja de aumentar —exclamó, y alzó las manos, indicando hasta dónde podían llegar los precios según su opinión.
—¡En Alemania y en Suiza, los granjeros luchan con la nobleza, en todas partes los reformistas y los católicos se rompen las cabezas mutuamente, tanto en Inglaterra como en Hungría todos luchan contra todos! Y eso pese al peligro que suponen los turcos, que ya se encuentran ante las fronteras del Sacro Imperio Romano —dijo el portugués, sacudiendo la cabeza con expresión incrédula.
»Bien, puede que uno albergue opiniones distintas respecto de todo este asunto, pero hay algo que es evidente: ante las disputas entre los grupos, la Iglesia reacciona con un gran despliegue de pomposidad. Dicen que solo así es capaz de representar su autoridad divina de un modo eficaz. Para un comerciante como yo, pero desde luego también para los que crean preciosos vestidos y tejidos, ello supone una interpretación sumamente interesante —dijo Alvaréz con una amplia sonrisa, y todos comprendieron a qué se refería.
El capitán cogió un pequeño puñado de la fuente repleta de almendras con miel, masticó con placer y se lamió la punta de los dedos. Después los sumergió en un cuenco de agua con limón, sin dejar de contemplar a Mirijam, que se sonrojó. Se sentía descubierta, puesto que hacía un buen rato que no despegaba la vista del portugués, que sonrió antes de volver a deslizar la mirada en derredor.
De manera involuntaria, Mirijam lo imitó. La hermosa casa irradiaba solidez; al igual que la mayoría de las casas de Mogador, estaba construida de ladrillos de arcilla secados al sol, alisados y pintados de blanco brillante. Puertas talladas, suelos de azulejos vidriados y paredes pulidas, preciosas alfombras confeccionadas por ella misma con los colores de la Tierra y del cielo, acompañadas de blandos cojines, almohadas y mesitas de todos los tamaños… Una casa no podía ser más confortable. Desde el jardín del patio y su rumorosa fuente penetraba el aroma de los rosales y los limoneros. Mirijam adoraba su hogar, aun cuando siempre encontraba algo que deseaba modificar y embellecer.
—¿Sois consciente, sherif —continuó diciendo el capitán Alvaréz dirigiéndose a Alí el-Mansour, bajando la voz y reclinándose en los confortables cojines—, sois consciente de que las existencias de púrpura en Tiro, en el Mediterráneo oriental, ya no están a disposición de la Curia romana? ¿Que tras la victoria osmanlí sobre Constantinopla y la caída de la Iglesia Romana de Oriente en todo el ámbito del Mediterráneo solo han sobrevivido muy pocas tintorerías y encima muy pequeñas? Pero los guardarropas romanos necesitan nuevos suministros con mucha urgencia, tal como me dijo mi informador el cardenal Farnese, miembro de la corte papal de Roma.
El hakim asintió.
Antes de proseguir, Alvaréz lo imitó.
—Y es ahí donde vos y vuestra hija, lâlla Azîza y su arte, entran en juego. ¿Permitís que os pregunte si ya habéis pensado en ennoblecer seda cruda india o algodón pérsico procedente del Alto Egipto con vuestra púrpura?
—No —contestó Mirijam en lugar de Alí—. ¿Para qué? La elaboramos para el uso de aquí y teñimos la lana de los granjeros lugareños. Por otra parte, debierais echarle un vistazo a nuestros tejidos de lana teñidos mediante la alheña, el índigo u otras plantas del lugar: ¡no encontraréis tonos amarillos, azules y verdes más bonitos! Si os interesa, os mostraré nuestras alfombras y mantas.
¿Qué se creía ese hombre? Es verdad que era apuesto y sus palabras tenían pies y cabeza, pero ello no le daba derecho de inmiscuirse en su trabajo.
Sin embargo, Mirijam acabó por hablar en voz cada vez más baja y por fin enmudeció por completo. ¿Qué mosca le había picado? Presa de la inseguridad, le lanzó una mirada al hakim, pero este se limitó a sonreír divertido y asintió con la cabeza.
—Dado que solo debo mi arte, como vos lo denomináis, a mi abu —siguió diciendo con nuevo impulso—, él será el único que decidirá sobre una ampliación de nuestra tintorería. No obstante, habéis de tener presente que para elaborar grandes cantidades apenas disponemos de la capacidad necesaria… Porque os he comprendido correctamente, ¿verdad, capitán?: vuestros planes se refieren a bodegas cargadas hasta los topes y no a las cantidades que cabrían en nuestros carros arrastrados por bueyes.
—Pero las posibilidades actuales seguramente podrían ampliarse, querida mía, ¿no creéis? —la interrumpió el capitán en tono entusiasta—. En todo caso, yo podría proporcionaros las telas necesarias. A bordo de la Santa Ana ya se encuentran las primeras muestras.
Sus ojos brillaban, pero refrenó su entusiasmo de manera visible y añadió:
—En casi todas las ciudades del Mediterráneo conozco a los apoderados y los gerentes de las grandes casas comerciales europeas. Por eso no solo podríamos contar con entregas regulares sino también con compradores sólidos y buenas ganancias. A condición de que montemos el asunto con gran estilo.
Alvaréz aguardó un momento, dejando que sus palabras surtieran efecto.
—Por supuesto —dijo, mirando directamente a Mirijam—, por supuesto que me muero de ganas de ver vuestras alfombras, señora, porque estoy convencido de que son un placer para la vista. Pero no debierais apresuraros a rechazar mis tejidos de seda, pensáoslo. De momento, estoy considerando fundar una factoría en Lisboa, mi ciudad natal —añadió, dirigiéndose al sherif—, entre otras cosas para evitar los codiciosos intermediarios. Sin embargo, ello requiere una reflexión minuciosa, puesto que significaría trasladarme allí, mientras que me encuentro muy bien en Santa Cruz de Aguér, entre otras cosas tras comprobar que aquí aún no se han agotado todas las posibilidades —dijo con un repentino brillo en la mirada.
«Me parece que acaba de guiñarme un ojo tras pronunciar esas palabras», pensó Mirijam, y bajó la cabeza, confundida.
Pero el viejo médico deslizó la mirada entre ambos. Hacía un momento, la breve escaramuza entre ellos lo había hecho sonreír, en cambio entonces de pronto adoptó una expresión pensativa.