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Mirijam trató de recuperar el aliento, el susto y el dolor la mareaban; gimiendo en voz baja despegó la ropa empapada de vino hirviendo de sus piernas: solo vio unas manchas rojas, pero sabía que se formarían ampollas en el acto que podían infectarse.
Cadidja entró corriendo a la cocina. Tras echar un único vistazo comprendió qué había ocurrido y cogió una jarra de arcilla que contenía agua fría.
—¡Alá! ¿Cómo pudo ocurrir? —lloriqueó—. Tiene muy mal aspecto. Tomad, echaos agua en las piernas: refresca y os aliviará el dolor.
Al echarse agua fría en las piernas con un cucharón de madera, los ojos de Mirijam se llenaron de lágrimas. Apretó los dientes pero no logró reprimir un quejido.
—Necesitamos orina de camello —decidió la cocinera—. Es lo mejor.
Corrió hacia la puerta y gritó:
—¡Abdel, pedazo de inútil, ven aquí! Yallah!
Enseguida apareció un muchacho adolescente que siempre estaba hambriento y por eso a menudo merodeaba cerca de la puerta de la cocina.
—Ve a casa de Ahmad, el camellero, y trae orina fresca de camello. Dile que lâlla Azîza se ha derramado vino hirviendo en las piernas, entonces sabrá qué hacer. ¡Vamos, muchacho, date prisa! ¡Si no vuelves aquí de inmediato te arrancaré la cabeza!
Mientras tanto, Mirijam no dejaba de verter agua fría en las quemaduras quejándose en voz baja. «¿Y si mi hijo nace con una mancha de vino de Oporto?», pensó. Había oído decir con frecuencia que frente a las malas experiencias de su madre los nonatos reaccionaban contrayendo enfermedades o presentando malformaciones.
—Seguro que se dará prisa, lâlla —dijo la cocinera procurando consolarla—. La orina fresca de camello es un probado remedio del desierto. Ya lo veréis: os quitará el dolor en el acto y además impide que se formen ampollas.
Mirijam asintió apretando los dientes.
—También has de enviar a alguien a la destilería de cal, Cadidja: allí hay una botella de aceite de algarroba y un jarro de decocción de raíz de clavel para hacer compresas frías. Necesito ambas cosas.
—Iré yo. Entretanto, Haditha puede permanecer con vos y ayudaros.
—¡No! —dijo Mirijam, reprimiendo un grito—. No —repitió en voz más baja—, envía a otro.
¿Podía fiarse de la cocinera? Después de todo Cadidja tampoco le había comentado nada sobre un peligro. Ella misma era oriunda de una familia berberisca y quizás apoyaba a esos guerreros. ¿Es que todavía había alguien en quien podía confiar? ¿Había que contar con un ataque a Mogador o quizá las habladurías de Haditha se limitaban a ser un intento de darse importancia?
El niño en su seno se movió y Mirijam se protegió el vientre con los brazos.
Cadidja la contemplaba boquiabierta, notó que su ama estaba inquieta, pero ¿cómo podría adivinar en qué estaba pensando?
—Envía a quien quieras, a ti te necesito aquí —exclamó Mirijam por fin—. Y prepara más vino para el hakim. ¿Ha comido?
—¡Sí, ama, de todo un poco! —dijo la cocinera, radiante de felicidad—. Incluso dijo que dejara la bandeja a su alcance, por si quería comer algo más adelante. Casi me parece que se encuentra un poco mejor.
—Muy bien.
Mirijam siguió derramando agua fría en sus piernas; el agua se acumulaba en el suelo y pronto se encontró sentada en medio de un enorme charco y sus ropas estaban empapadas hasta la cintura. Pero en cuanto dejaba de refrescar la piel quemada el dolor se volvía casi insoportable.
—En cuanto Abdel regrese lo enviaré a los hornos. Mientras tanto, prepararé más vino para el sherif —proclamó Cadidja, y reunió los ingredientes—. Con la ayuda de Alá, todo irá bien.
Luego fue en busca de agua de la fuente y llenó dos cubos de madera. Agradecida, Mirijam se sentó en un taburete, metió un pie en cada cubo y siguió refrescándose la piel. Entonces oyó la voz del abu Alí que la llamaba.
—Ve con él —dijo Mirijam—, dile lo que me ha pasado, de todos modos habrá notado algo, pero asegúrale que me encuentro bien, ¿oyes?
—Sí, ama. Cuando vuelva el muchacho con la orina de camello os ayudaré a poneros las vendas.
Con mucho cuidado, la cocinera vertió el vino caliente en una jarra, la cubrió con un paño limpio y abandonó la cocina.
Durante unos instantes Mirijam apoyó las manos en el regazo. Sabía que en algún momento las quemaduras sanarían y los dolores se le pasarían, pero cuanto más reflexionaba sobre el otro asunto, tanto más inquietante le parecía la perorata sobre el ataque y sobre esos misteriosos guerreros de la libertad. ¿Es que de verdad corrían peligro ella y el hakim? ¡Ojalá Miguel estuviera allí! Él no perdía los nervios con facilidad. Además, conocía los alrededores de Mogador y sabría si había que tomarse los comentarios de Haditha en serio. Pero no podía pedirle su opinión al abu, de momento el pobre no estaba en condiciones de cargar con nada. ¿Osarían expulsarlo de la ciudad? No, se dijo, intentando tranquilizarse, el abu Alí era un hombre que gozaba de un gran respeto en Mogador, todos le pedían consejo y ayuda. Hacía años que ambos vivían allí, trabajaban junto a los lugareños, comían y bebían con ellos, todos se conocían.
«Pero por otra parte —volvió a reflexionar—, ¿qué significaba el hecho de que nadie me haya insinuado nada en los días pasados?». Si daba crédito a las palabras de Haditha, la vida del sherif y la suya corrían serio peligro.
Una sombra oscureció el umbral.
—¡Por fin! ¿Has conseguido la orina de camello, Abdel?
Cuando no obtuvo respuesta, Mirijam alzó la cabeza. Un desconocido de gran estatura entró en la cocina, un beduino con la cara cubierta por un velo que la contemplaba con sus ojos claros.
Mirijam se apresuró a cubrirse las piernas, se acomodó el velo y se enderezó.
—¿Cómo te atreves? —soltó en tono indignado.
Ningún desconocido podía atreverse a entrar en la casa sin que lo invitaran a pasar y menos en la cocina, el territorio que desde siempre perteneció a las mujeres.
El hombre bajó la mirada, se llevó la mano derecha al corazón e hizo una reverencia.
—Ruego que perdones mi irrupción, pero es a causa de motivos graves. ¿Vive aquí el hakim Alí el-Mansour?
—¿Quién lo pregunta? —preguntó Mirijam, sentada en el taburete ridículamente bajo y lanzándole una mirada furibunda al intruso.
—Mi nombre no viene al caso, de todos modos no lo conocerás, porque vengo de muy lejos. Informa a tu amo y a lâlla Azîza, tu ama —si es que realmente viven aquí, tal como me dijeron—, diles que vengo por encargo del capitán De Alvaréz y que he de hablar con ellos urgentemente. ¡Y date prisa!
Algo desconocido, pero que al mismo tiempo le resultaba familiar como un eco lejano la rozó. No lograba despegar la vista del hombre, que a su vez la observaba fijamente. Entonces ella se apresuró a bajar su mirada: si seguía contemplándolo no podría pensar con claridad.
—¿No comprendes lo que te he dicho? Ve en busca de tu ama, ahora mismo —insistió el hombre.
¿Acaso sería el mensajero que Miguel había mencionado en su carta? Pero ¿sería capaz de enviarle a un beduino? Un marino, sí, eso podía ser y también un comerciante o un oficial, pero no un beduino. ¿O es que ese descarado no era ningún beduino? Su conducta irrespetuosa no se correspondía con la de los lugareños, así que quizá se trataba de un espía enemigo, uno de los saadíes… Le lanzó otro vistazo disimulado al desconocido.
—¿Acaso tú misma eres…?
—¡Primero quiero saber quién eres tú!
Ambos habían hablado al mismo tiempo. El beduino entornó los ojos, luego alzó la mano lentamente, se quitó el paño que le cubría el rostro sin despegar la mirada de Mirijam y después se desenrolló el chêche de la cabeza. Rizos dorados cayeron sobre sus hombros y enmarcaron una cara que no podía pertenecer a un beduino, a un hombre del desierto, y sonrió.
Entonces Mirijam se puso de pie. Su largo atuendo cayó por encima de los dos cubos de agua en los cuales aún estaban sumergidos sus pies doloridos y, como petrificada, contempló el rostro del desconocido.
En cuanto vio esos rizos había comprendido: un sueño se había hecho realidad.
—¿Cornelisz? —susurró, y durante un instante se sorprendió al comprobar que su voz realmente le obedecía.