8

Las naves anclaron en una protegida bahía, la noche era cálida y estrellada. La tripulación tuvo que alcanzar la costa descendiendo escalas de cuerdas y aferrándose a cabos, lo cual no suponía un problema para los marineros, pero sí para los soldados que se balanceaban de un lado a otro colgados de las escalas. Siempre había algunos que caían al agua, otros colgaban de los húmedos cabos y chocaban dolorosamente contra el casco del barco. Lucia se negó a encaramarse a la borda; el pirata de la gorra de lana que la había mantenido encerrada durante horas reflexionó un instante. Luego les gritó unas palabras a sus cómplices en el agua y arrojó a Lucia al mar.

—¡Socorro! —chilló Lucia, e intentó aferrarse a la borda con una mano, pero no lo logró y se precipitó al mar.

»¡Socorro! —volvió a gritar, pero al caer su cabeza golpeó contra los maderos del casco y el grito se apagó, su vestido se hinchó, sus brazos cayeron a su lado y se hundió en las aguas.

—¡No!

Presa del horror, Mirijam observó lo que estaba ocurriendo; entonces se apresuró a saltar por encima de la borda, aferró las cuerdas de la escala y se descolgó de un travesaño tras otro. Sus manos se aferraban a las gruesas cuerdas, la escala y la nave se balanceaban. Al mirar hacia abajo para calcular la distancia que la separaba de la superficie del mar, vio que uno de los hombres agarraba a Lucia y mantenía su cabeza a flote. Lucia recuperó el conocimiento, pataleó, tosió y escupió.

Mirijam se apresuró a descender del todo, se lanzó al agua y vadeó moviendo los brazos hasta alcanzar a Lucia.

—¡Estás viva! —exclamó, llorando y riendo y palpando la cara de su hermana—. Déjame ver, ¿dónde te has hecho daño?

Lucia se tambaleó. Con los ojos muy abiertos, permanecía de pie con el agua hasta el cuello y no parecía saber qué había sucedido.

—¿Te encuentras bien?

Lentamente, Lucia giró la cabeza y contempló a Mirijam.

—Mi cabeza —dijo por fin, y se llevó la mano a la sien—. Me duele la cabeza.

—Pero estás viva, y eso es lo más importante. Cuando caíste al agua, creí que… ¡Ay, estoy tan contenta…!

La gigantesca proa de la Palomina se elevaba junto a ellas. La nave tironeaba de la cadena del ancla y giraba, acercándose peligrosamente. Mirijam notó que la arena bajo sus pies entraba en movimiento, cedía y se hundía; el agua ya le llegaba al mentón, ¡una ola podía arrastrarla! La nave ya no ofrecía ninguna protección, al contrario: se había convertido en un peligro.

—Ven, vayamos a tierra, allí podrás tenderte, yo te conduciré.

Mirijam cogió la mano de su hermana, ¡solo quería salir de allí y alcanzar tierra firme!

A su lado, los piratas formaron una calle y obligaban a avanzar a los demás prisioneros a través del agua, iluminados por las antorchas.

—¡Avanzad de una vez, podridos nasrani, perros cristianos y apestosos navegantes de ríos! ¡Daos prisa! —gritaron los piratas, obligando a los prisioneros a avanzar mediante empellones y puñetazos—. ¡Venga ya, hato de cobardes infieles!

En medio de la multitud, las muchachas se abrieron paso a través de las aguas profundas. Con una mano apoyada en el pecho, Mirijam protegía el paquetito con las cartas de su madre, con la otra aferraba el brazo de Lucia.

Avanzaron a través del agua, impedidas por sus largas faldas que se enrollaban alrededor de sus piernas. Por fin el agua se volvió menos profunda y avanzar resultó más fácil.

Por todas partes, por detrás, a su lado y por delante, los hombres intentaban alcanzar la playa. Algunos piratas arrastraban el botín, otros sostenían a sus compañeros heridos durante la lucha. Tras abandonar la nave, habían maniatado a los marineros y soldados de las tres naves de Van de Meulen y los habían sujetado tan estrechamente entre sí que si uno caía al agua, arrastraba al que estaba a su lado. Debido a ello, no dejaban de detenerse, pero los corsarios los obligaban a ponerse en pie y a avanzar a gritos y empellones a través de las olas.

Los galeotes liberados también vadearon hasta la costa. La luz de las antorchas dejaba ver sus figuras demacradas y algunos estaban tan débiles que había que sostenerlos; no obstante, todos sonreían.

«No es ningún milagro —pensó Mirijam—, para ellos el día supone una alegría, están a punto de recuperar la libertad».

Pese a su inquietud por Lucia, el espectáculo le resultaba fascinante. Unos cuantos piratas se burlaban de los soldados y marineros prisioneros, tratando de superarse entre ellos soltando groseros insultos y gritos amenazadores

—Por Alá, so bellacos cobardes, ¿a que os habéis cagado en los pantalones? ¡Venga, avanzad!, ¿o acaso hemos de llamar a vuestras madres para que os limpien el culo? Nobles señores, haced el favor de dirigiros a la playa, allí os aguarda un lecho blando, igual al que nos preparasteis a nosotros.

—Sí —chilló otro—, ¡y en vez de una compañera de lecho de cabellos rubios os harán compañía las niguas, que también son muy confianzudas!

Una sonora carcajada recompensaba los insultos más originales.

Otros transportaban bultos y cajas de la Santa Katarina a tierra, en parte en diversos botes, pero en su mayoría cargados en sus cabezas a través de las aguas. Ya en alta mar y tras embestirla con el espolón, habían trasladado una parte de la carga a la Palomina de manera que la línea de flotación del pesado barco mercante sobresalía bastante más por encima del nivel del mar y también podía anclar en aguas poco profundas.

Por fin alcanzaron la playa y obligaron a avanzar a los prisioneros hasta una alta cadena de dunas. Mirijam arrastró a su hermana a un lugar un poco apartado desde donde podían abarcar todo con la vista.

—Aquí no molestaremos a los hombres —dijo, pero sobre todo quería evitar que alguno pudiera atacarlas o volver a hacerlo daño a Lucia. Le palpó la cabeza con cuidado, no parecía haber una herida abierta, solo un gran chichón.

—¿Por qué no te tiendes en la arena?

Como si no hubiese oído sus palabras, Lucia permaneció en silencio con la mirada perdida. De pronto se levantó las faldas, abrió las piernas y una mancha oscura se formó a sus pies en la arena.

Mirijam se ruborizó. ¿Qué estaba haciendo su hermana? Hacía horas que Lucia se comportaba de un modo extraño, por ejemplo rezando sin parar. Antes Lucia solo acudía a la iglesia durante los festivos o cuando quería mostrarse llevando un vestido nuevo. ¡Y ahora no solo no dejaba de rezar sino que encima orinaba delante de todo el mundo! Por suerte, nadie le prestaba atención.

Mirijam bajó la vista: sus faldas mojadas pesaban y se pegaban a sus piernas, pero al menos las olas habían eliminado la sangre del sobrecargo de la tela.

—¿Crees que tendremos que pasar la noche aquí?

Lucia no respondió; no obstante, siguió moviendo los labios. ¿Volvía a rezar?

—¿Qué dices? No entiendo, venga, di algo, háblame, ¿me oyes? ¡Soy yo, tu hermana!

Lucia calló; tenía los ojos cerrados. Ya en el lóbrego agujero bajo la cubierta, con el cadáver de mijnheer Vancleef ante la puerta, apenas había reaccionado frente a las palabras de Mirijam. Entonces se sentó en la arena con los ojos cerrados y estiró las piernas. Con el fin de al menos demostrarle su afecto, volvió a trenzarle el cabello. Al igual que ella, Lucia ya no llevaba zapatos y le faltaba una manga del vestido. La tela estaba hecha jirones y ya no se podía zurcir. Todo estaba lleno de arena: su cabello, el vestido, las manos…

—Estamos en tierra firme —dijo Lucia de repente en tono desconcertado. Su voz era áspera—. Eso es mejor que estar en la nave.

—Sí, tienes razón, es mucho mejor —contestó Mirijam, aliviada—. ¡Y mira, allí han encendido una fogata! —añadió, señalando hacia delante.

Varias fogatas ardían en la playa, en torno a las que reunían a los prisioneros. En las brasas habían depositados hierros para calentarlos.

—¿Para qué querrán esos hierros? ¿Crees que nos encontramos en una isla o en el continente?

Lucia no respondió. Pero al menos parecía haber comprendido las palabras de su hermana, porque alzó la cabeza y miró en derredor. A la izquierda estaba el mar, mientras que a sus espaldas y a la derecha las dunas iluminadas por las llamas bordeaban una arenosa bahía. Cerca de la costa se amontonaban los bultos, los barriles y las cajas destinadas a Granada.

Lucia se rascó y se frotó las piernas, allí donde el agua salada formaba costras, como si fuera lo más importante del mundo. Era evidente que se había abstraído una vez más. Mirijam tiritó y no solo de frío.

Les quitaron las cadenas a los antiguos galeotes y les vendaron los tobillos heridos y purulentos. Los más forzudos ya bailaban en torno a las hogueras, parecían fantasmas, de mejillas hundidas y barbas hirsutas, los cuerpos enflaquecidos cubiertos de harapos sucios que apenas cubrían sus desnudeces. Pero se abrazaban una y otra vez, besaban las manos de sus liberadores y gritaban «Allah u aqbar». Mirijam sabía que eso significaba «Alá es grande» en árabe.

Varios soldados y marineros cristianos también estaban heridos tras la lucha y también ellos recibieron cuidados. Un hombre viejo, alto y muy delgado que llevaba un largo atuendo y un turbante de color claro, cojeaba de uno a otro apoyado en un bastón y les curaba las heridas. Al parecer, no había ningún hombre malherido. ¿Acaso todavía se encontraban a bordo y solo los trasladarían a tierra más adelante?

Sin embargo, de pronto supo qué significaba el sonoro chapaleo en el agua que había oído en la lóbrega mazmorra situada debajo de la cubierta. ¡Ya habían arrojado a los malheridos al mar! Mirijam se estremeció. A su lado, Lucia aún se rascaba las piernas, ¿por qué lo haría? Debía de hacerle daño. Ya se apreciaban verdugones sangrientos. Mirijam se arrastró hasta Lucia y le rodeó el cuerpo con los brazos.

—Dame calor, tengo frío.

No obstante, la única reacción de Lucia consistió en bajar los brazos y dejar de rascarse. No parecía ser ella misma. En casa se hubiese excitado, enfurecido o incluso hubiera arrojado cosas contra las paredes, pero ¿ahora? No dijo nada, no hizo nada. Su mirada vacía parecía indicar que no estaba allí, sino muy lejos.

En cierta ocasión, en Amberes, Mirijam había visto a los locos en el manicomio de las hermanas de la caridad. Le explicaron que habían perdido sus almas. Aquellas lamentables figuras tenían la mirada tan perdida como Lucia. ¡Qué idea tan pavorosa! Mirijam se cubrió la boca con las manos, espantada. Seguro que solo se trataba de una debilidad nerviosa, como lo había expresado el argousin. Mirijam estrechó a su hermana entre los brazos. Lo único que podía ofrecerle era consuelo, calor y la sensación de no estar sola. Quizás el sobrecargo se había referido a una situación como esta cuando dijo que Mirijam debía apresurarse a convertirse en adulta.

Los maniatados marineros de la Palomina permanecían junto a las hogueras, acurrucados y cabizbajos. No obstante, el capitán Nieuwer permanecía de pie al lado de una hoguera apartada y le tendía sus ropas a un pirata, que las sacudió y las extendió junto a las llamas para secarlas. ¿Un pirata haciendo de criado del capitán enemigo, que encima no estaba maniatado?

Mirijam no daba crédito a sus ojos. ¡Eso solo podía significar una cosa! Excitada, cogió a Lucia del brazo.

—Mira, allí, ¿ves al capitán Nieuwer? Se mueve sin impedimento entre los piratas, así que no navegó entre las islas de mala fama por casualidad o porque suponía un rumbo más favorable, oh, no. ¿Comprendes lo que eso significa? Que hace causa común con los corsarios.

Había estado a punto de manifestar lo que acababa de descubrir a voz en cuello.

Como si hubiera oído sus palabras, el capitán dirigió la mirada hacia las muchachas, pero bajó la vista de inmediato, como si lo hubiesen descubierto.

Mirijam apretó los puños y en sus ojos ardía la indignación. El capitán, escogido personalmente por su padre para realizar este viaje, ¡era un compinche de los piratas! «¡Ojalá fuera un hombre!», pensó. ¡Entonces le manifestaría su cólera y le pagaría su perfidia con la misma moneda a ese traidor! Mirijam lo miró fijamente, quería que el capitán supiera que ella, Mirijam van de Meulen, hija de su patrón, le había descubierto el juego.

Ya había oído hablar de capitanes incapaces y sin escrúpulos con anterioridad, pero nunca creyó que alguien así podría estar al servicio de su padre. ¿Cuánto habría cobrado por su traición? En todo caso, parte del botín eran dos barcos mercantes, ambos cargados hasta arriba de caras mercancías. Era de suponer que su parte del botín convertiría al capitán en un hombre rico y Mirijam apretó los puños, presa de una furia impotente.

Desde las dunas resonaron gritos que los guardias apostados devolvieron y poco después hombres envueltos en capas provistas de capuchas surgieron de la oscuridad. Descendieron a lo largo de un sendero transportando pan, carne seca y jarros de arcilla llenos de agua a lomos de caballos de carga.

—¿Quieres comer algo? —preguntó Mirijam al ver que todos, tanto los prisioneros como los piratas, recibían una ración. Lucia ni siquiera alzó la cabeza. ¿Es que no se enteraba de nada de lo que estaba sucediendo?

Un hombre barbudo envuelto en una camisa roja y con un mugriento turbante rojo en la cabeza se acercó a ellas y les tendió un trozo de pan y un cuenco con agua. Tras contemplarlas con atención chasqueó la lengua y gruñó unas palabras para sus adentros. Después les dobló la ración.

¿Sentiría compasión por ellas? ¿Acaso creía que podría comprar su perdón con un trozo de pan? ¡Pues podía esperar sentado! Mirijam contempló el pan que sostenía con manos temblorosas y de pronto las lágrimas se derramaron por sus mejillas y se ocultó el rostro con el antebrazo. Le dolía todo el cuerpo y tenía tanto miedo que podría haber soltado un grito. Alzó la cabeza y dirigió la mirada al capitán Nieuwer: la sangre de sus propios hombres le manchaba las manos; sin embargo, le pegó un buen mordisco a su trozo de pan. En cambio, ella se encontraba muy mal y la mera idea de comer la asqueaba. ¡El bueno de Vancleef se había equivocado de cabo a rabo: no se sentía fuerte en absoluto!

Todos los piratas sin excepción llevaban algo rojo. Además de bombachos arrugados de un tejido rojo oscuro abundaban los chalecos rojos provistos de toda clase de borlas, mientras que otros se habían envuelto paños rojos alrededor de la cabeza. Uno de los hombres incluso llevaba botas de cuero rojo. ¿A quién se las habría robado? De sus cintos colgaban armas que brillaban bajo la luz de las llamas: largos cuchillos, anchos puñales con ranuras o refulgentes y afiladas cimitarras.

En ese instante, seis de ellos se acercaban a los marineros prisioneros blandiendo cuchillos; dos de ellos sujetaban a un prisionero mientras un tercero le cortaba el pelo y solo dejaba una estrecha franja en el centro del cráneo. Claro que algunos marineros intentaron resistirse, pero, impedidos por las cuerdas que los sujetaban, tuvieron que someterse al humillante esquileo. Después cinco piratas cogieron a un hombre, lo presionaron contra la arena y le sujetaron los pies; uno de ellos llevaba gruesos guantes de cuero. Este cogió un hierro candente del fuego y recorrió las plantas de los pies del prisionero dos veces con la punta del hierro; el desgraciado gritó y gimió de dolor al tiempo que los piratas ya aferraban al siguiente. Un repugnante olor a carne quemada flotó por encima de la arena, mientras los corsarios marcaban los pies de todos los prisioneros.

Mirijam se cubrió el rostro con las manos. Los alaridos de los marineros que se retorcían en la playa, el aire apestado, los crueles piratas, las carcajadas triunfales, su propio terror… todo era demasiado. Sintió náuseas, pero sin embargo espió entre los dedos: a la luz de las llamas pudo ver la marca grabada a fuego en las plantas de los pies: era una cruz, la señal imborrable de que ese hombre era uno de los aborrecidos cristianos.

Lucia no parecía percatarse del horroroso espectáculo. No dejaba de murmurar palabras incomprensibles en voz baja, se retorcía las manos y se tiraba de los cabellos. Después se rascaba las piernas y de vez en cuando giraba la cabeza bruscamente. Se comportaba como una muñeca, cuyos hilos eran manejados por una fuerza lejana.