52
Una sombra oscura entró en la habitación.
—¡Miguel!
Se acercó a ella con paso acelerado, hizo caso omiso del siseo de la criada, la cogió de las manos y la levantó.
—¡Chitón! —susurró. Sus ojos brillaban—. ¿Así que estás sentada aquí, hermosa mía, sola en la penumbra? ¿Y se supone que esa es manera de celebrar tu boda? ¡Lo cambiaremos, por todos los santos! Me pregunto si realmente eres la mujer valiente que he conocido.
—Desde luego, ¿qué te has creído? —se jactó ella, pero en realidad no sentía tanto valor como fingía.
Miguel rio, la miró de arriba abajo. La abrazó y le besó la frente.
—¡Eres un deleite para los ojos! Bien, si realmente tienes valor, ven conmigo a bordo de la Santa Ana. Nos escabulliremos hasta el puerto sin ser vistos, allí nos aguarda mi bote. Todo ya está preparado a bordo, allí estaremos tranquilos. ¿Vienes conmigo, esposa mía? ¡Pero no hagas ruido, por amor de Dios, para que no nos atrape ninguna de las arpías que te vigilan!
Tenía un aspecto acalorado y los cabellos completamente revueltos, pero sus ojos refulgían como las estrellas.
—Lâlla Azîza, es imposible… no podéis… debéis… —dijo Haditha interponiéndose entre ellos y la puerta.
—¡Sal del paso, mujer! ¡Tu ama desea dar un paseo con su esposo!
Mirijam temblaba. En ese momento el miedo hizo que deseara dar marcha atrás con la boda, pero un instante después corría a través de la noche cogida de la mano de Miguel.
El camarote del capitán estaba iluminado por el suave resplandor de las velas y también había un lecho cubierto de blandos cojines y pétalos de flores. La mesa estaba dispuesta con un mantel de damasco, fina porcelana y copas brillantes y en el aire flotaba el aroma de las rosas damascenas.
—¡Oh! —exclamó Mirijam, que tras su última visita recordaba el camarote como el escueto reducto de un hombre. Hacía un par de días allí olía a tabaco y cuero, y la mesa casi desaparecía bajo los rollos de las cartas y los aparatos náuticos.
Miguel le alcanzó una copa de vino y alzó la suya para beber a su salud.
—Senhora Mansour y de Alvaréz —dijo en tono ceremonioso—, te doy la bienvenida a tu nueva vida —añadió, haciendo una pequeña reverencia.
—Gracias.
Mirijam bebió un sorbo de vino. Nunca lo había probado, pero conocía sus efectos. Le temblaba la mano y, procurando no derramar el vino, se apresuró a dejar la copa en la mesa. El corazón le latía como un caballo desbocado, cruzó las manos en la espalda, bajó la vista con timidez y aguardó. Tal vez debiera tomar la píldora de beleño, quizás había llegado el momento indicado…
—Toma asiento mientras voy en busca de algo para comer, pescado y unas frutas… ¿te agradaría?
—Solo un poco para mí, no tengo apetito —contestó Mirijam en voz baja. Le temblaban las rodillas. En cuanto Miguel salió del camarote, Mirijam cogió la píldora y la tragó acompañada de un buen trago de vino, confiando en que fuera el momento adecuado y que hubiese hecho todo lo necesario, lo demás no dependía de ella. Procuró notar el efecto del beleño, pero salvo las palpitaciones no notó nada. ¿Y si bebía otra copita de vino? Volvió a escanciar otra copa y la vació de un trago.
Mientras permanecía de pie en el camarote esperando que algo sucediera, empezó a invadirla una agradable calidez, sus hombros se relajaron y pudo sonreír sin esforzarse y eso resultaba muy placentero. Cuanto mejor se encontraba tanto más se reducía su temor, pero ¿qué más le había dicho Aisha? Afirmó que el amor era cosa de dos y si la mujer daba el primer paso, ya había ganado. En ese momento regresó Miguel y dispuso unos tentempiés en la mesa.
—Bien, ahora estamos solos en la nave —dijo—. Solo el contramaestre y el cocinero se quedan montando guardia, así que no te preocupes: nadie nos molestará.
Ruborizándose, Mirijam asintió, pero entonces cobró valor y, al tiempo que dejaba caer su velo dio un paso adelante, rodeó el cuello de Miguel con los brazos y le ofreció su boca. Pero al mismo tiempo y completamente en contra de su voluntad, empezó a sollozar. Miguel depositó un suave beso en su mejilla, apoyó un dedo en su mentón y le alzó la cabeza. Al ver la tortura que expresaba la mirada de ella se asustó.
—No tengas miedo —murmuró en tono cariñoso—, no te haré daño. Ni hoy ni nunca en la vida, con la ayuda de Dios. Al contrario, corazón mío, te cuidaré y te protegeré, con mi vida si fuera necesario, lo juro por la Virgen María de Sao Pietro y Paolo.
La condujo hasta el lecho y la tendió en los blandos cojines, después se tendió junto a ella al tiempo que le acariciaba las manos y los brazos para tranquilizarla y le susurraba palabras cariñosas.
La nave se balanceaba suavemente sobre las olas, acunando a Mirijam. Poco a poco su respiración se sosegó, las lágrimas se secaron y logró relajarse. Por fin todo era como ella lo había soñado: Miguel la sostenía entre los brazos, todo era sereno y afectuoso.
«Ahora o nunca —pensó con valor renovado—, ha llegado el momento de confesar la verdad».
—He de confesarte algo, Miguel —dijo—, algo que debería haber hecho hace tiempo. ¡Perdóname, por favor! Resulta que no soy aquella por la que tú me tomas. No soy la hija del abu Alí, solo soy su hija adoptiva. Antes era una esclava.
Escudriñó el rostro de él con mirada temerosa, pero a Miguel esa noticia inesperada no parecía impresionarlo en absoluto.
En cambio, recorrió sus rasgos con el dedo, las pequeñas orejas, la delicada piel del cuello, los labios y la firme barbilla y volvió a empezar desde el principio.
—Pobrecita —murmuró con la boca hundida entre los rizos de ella—. ¡Me alegro de que se haya hecho cargo de ti!
Cuando él depositó un suave beso en su cuello desnudo y en su oreja, ella notó su cálido aliento y una tensión dulce y dolorosa la invadió, dolorosa y placentera a la vez, y notó que sus pechos se erguían y que su interior se volvía blando y flexible. Se sentía maravillosamente ligera y tibia.
Miguel seguía acariciándola y besándola. Le besaba la frente, las mejillas, el mentón y el delicado hueco del cuello y poco a poco le fue quitando el vestido. Le acarició los pechos y sus pezones se endurecieron y se volvieron muy sensibles, le acarició el vientre y por fin apoyó sus labios en los de ella. Al principio de manera juguetona pero luego con mayor insistencia le introdujo la lengua entre los labios y, bajo el roce de sus dedos se inició un sueño oscuro y húmedo.
Cuando por fin quiso penetrarla, ella se puso tensa y retrocedió asustada, pero un instante después sus muslos se abrieron por sí mismos. Mirijam sintió un dolor breve y punzante… ¡pero seguido de una maravillosa recompensa! Oleadas de pasión la inundaron y arrollaron, ella se apretó contra él y le clavó las uñas en la espalda, lanzó la cabeza hacia atrás y se entregó por completo, caricia tras caricia, embiste tras embiste y beso tras beso.
Después de unos momentos, él se retiró con mucho cuidado y Mirijam abrió los ojos, pero casi sin notar lo que la rodeaba. Su cuerpo aún ardía y vibraba, y apoyó una mano en su regazo como si así pudiera sosegar el tumulto que la invadía.
Miguel estaba sentado en la cama, desnudo, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra la pared de madera; su piel tensa brillaba y sus ojos centelleaban. El calor irradiado por sus piernas velludas y musculosas llegaba hasta ella y apoyó una de sus trémulas rodillas contra las piernas de él.
—¿Siempre es… así? —preguntó Mirijam en voz baja.
—Solo cuando eres tan afortunado como yo —contestó él también en voz baja. Después la atrajo hacia sí y depositó un beso sobre sus rizos revueltos, antes de volver a separarle los muslos con delicadeza.