72
Una densa niebla dificultaba la visión, pero diversos indicios, tales como olas más pequeñas, vegetación flotante y un aroma distinto le informaron que navegaban cerca de la costa. Así pues, debía prestar atención para no pasar de largo la entrada a Amberes en la mal afamada desembocadura del río Schelde.
—Vira a babor —ordenó Miguel al timonel—. Y vosotros recoged las velas.
No tenía ganas de quedarse atascado en un bajo o de entrar en el canal equivocado debido a la niebla. Era mejor mantenerse ojo avizor.
Durante unos momentos comprobó el rumbo de la Santa Ana, el viento y las olas.
—Pireiho, a partir de ahora os haréis cargo del timón —le dijo al navegante—. Comprobad el agua de manera regular, quiero saber cuándo se vuelve dulce, y desde aquí hasta que lleguemos a puerto dejad caer una sonda desde la proa, ¡no perdáis de vista el calado! Este no es el ancho mar, solo un condenado río.
Afortunadamente, además de la marea que los empujaría un buen trecho río arriba, tenían viento favorable, pero había que estar atento y avanzar con lentitud. No obstante, timoneada por las manos expertas de Pireiho, la Santa Ana estaba tan segura como si él mismo fuese al timón.
Ya hacía tres días que apretaba el frío, el aire se había vuelto invernal y una llovizna que en cualquier momento podía convertirse en nieve hacía tiritar a todos los que se encontraban en cubierta. Los moriscos, acostumbrados al sol, temblaban y se habían envuelto hasta la nariz en sus abrigadas chilabas de pelo de camello.
Mientras el hombre apostado en la proa informaba sobre la profundidad del agua y la Santa Ana se deslizaba tranquilamente, Miguel reflexionó sobre su situación. Cuanto más pensaba en el abogado, tanto más inaudito le parecía su delito. De solo pensar en la suma y la variedad de sus crímenes… ¡Al parecer, estos incluían desde la estafa hasta el asesinato y la traición! A ese hombre no parecían importarle los poderes terrenales ni los celestiales, no tenía ni un ápice de conciencia. Por una parte, estaba la defraudación de los aranceles y por la otra la condenable venta de estaño destinado a la fabricación de armas y de otros minerales a los hostiles otomanos. ¿Acaso eso no suponía alta traición? Consideró que, para los generales del emperador, dicha información supondría un filón, pero ¿cómo entrar en contacto con esos señores tan importantes? Pese a todo, el acuñamiento de monedas falsas ya bastaría para presentar una denuncia. Era algo tan vil que lo hacía merecedor de ser lapidado por todos los comerciantes de Amberes. Y Cohn no podría alegar nada en su defensa, puesto que unas monedas falsas y el cuño se encontraban cosidos dentro de la chaqueta de Medern. Pero eso era precisamente el inconveniente del asunto.
Miguel no tenía nada, ninguna prueba concluyente. Además, aún no le había informado al escribiente sobre el motivo de su propio interés. Mientras revisaba los documentos de Miguel, Medern se había topado con el nombre de Mirijam y, como después le había explicado, las pérdidas ocasionadas a la compañía por el ataque de los piratas figuraban en los libros, y justo el mismo día en que dieron sepultura a Andrees van de Meulen. Además, figuraba la noticia de la muerte de ambas herederas. Aun así, sin la ayuda de Joost Merden sería una batalla perdida.
No obstante y pese a todo, de momento Medern volvía a pensar más en la seguridad de su familia que en acusar a su patrón, así que ¿cómo podría persuadirlo de que le entregara las monedas falsas? Quizá debería apelar a su fidelidad a la ley y ponerlo al tanto, incluso contarle la historia de Mirijam… ¿Y si a pesar de ello optaba por permanecer fiel al abogado?
El escribiente le había asegurado que podía contar con su ayuda en cuanto al papeleo si se presentaban dificultades con los funcionarios locales. En tono entusiasta, el hombrecillo afirmó que lo visitaría todos los días y se encargaría de que todo fuera correcto. A lo mejor suponía un punto de partida, para después hacerle una oferta que Medern no pudiese rechazar. Era evidente que Medern suponía un golpe de suerte y que era un valioso escribiente de oficina. ¿Y si le ofrecía un puesto seguro en Santa Cruz o en Mogador?
Desde luego era una idea muy buena. Las ventajas para ambas partes eran obvias: Medern podría encargarse de su contabilidad y también de la de Mirijam, y a cambio llevar una vida digna y tranquila junto a su familia en una casa propia. Y así, no solo se quitarían de encima todo el papeleo, sino que en el futuro Mirijam también tendría más tiempo para ocuparse de él y del niño. Y Medern se ganaría muy bien la vida; el oro, el respeto y la seguridad: eso no podía dejar de seducirlo tras solo haber recibido puntapiés de su patrón actual, ¿verdad?
En cuanto Miguel pensaba en el abogado sentía un hormigueo en los puños. En todo caso, él no tendría inconveniente en ensuciarse las manos con alguien como Cohn, al contrario: ansiaba rodear el cuello de esa sabandija con las manos y apretar.
¡Se presentaría ante Mirijam, ella sonreiría y su rostro se iluminaría cuando él, tras haber cumplido con su misión, pudiera depositar su parte de la herencia a los pies de ella! Ella le regalaba un hijo y él le devolvía su pasado y su herencia. Ya se imaginaba la escena: ella con el niño en brazos y él con los arcones repletos que le entregaría… Miguel se apresuró a restregarse unas lágrimas incipientes de emoción.
Alrededor de mediodía, Joost Medern apareció en cubierta; vestía una bata limpia de Miguel y encima su propia chaqueta, que había remendado con aguja e hilo. Al tiempo que el escribiente dirigía una mirada expectante a su ciudad natal, Miguel se aseguró de que el dobladillo de la mugrienta chaqueta —donde Medern supuestamente guardaba las monedas— seguía pareciendo lleno.
Aunque la nave se balanceaba ligeramente, en esa ocasión Medern aguantó en cubierta. Cuando la Santa Ana entró en el puerto, resonaron las campanas de las iglesias de Amberes anunciando el ángelus.
—¡Escuchad! —dijo el escribiente, y una sonrisa iluminó su rostro pálido—. ¿Oís el repicar de las campanas de la torre de la catedral, capitán? ¡En ninguna otra parte del mundo suenan tan bien! ¡Os doy la bienvenida a mi ciudad! Y os agradezco de todo corazón que hayáis hecho posible que volviera a oír el repicar de esas sagradas campanas. ¡Jamás podré expresar mi agradecimiento, estoy profundamente en deuda con vos!
—Está bien, mestre Joost, no olvidéis que quizá pronto necesite vuestra ayuda. Ya sabéis: con algunos comerciantes, jefes de gremio, etcétera. Pero supongo que ahora tendréis prisa. Dios sabe que vuestro viaje ha durado bastante. Antes indicadme el camino hasta la capitanía del puerto y también un mesón decente… ¡y después marchaos!
Con mirada radiante, Medern contempló la plaza y las magníficas residencias de bonitas fachadas que la rodeaban.
—En esa casa de allá —dijo, señalando un edificio alto y estrecho— encontraréis la capitanía del puerto. Preguntad por mijnheer Brouwer, quien con mucho gusto os indicará un buen alojamiento.
Era evidente que tenía prisa, ya se encontraba en la pasarela aferrado a ambas cuerdas y parecía muy contento de abandonar la nave, pero antes se volvió hacia Miguel.
—Supongo que os recomendará el Roode Hoed o el Zwarte Gans. El capitán del puerto tiene familia numerosa y los dueños de esos mesones le pagan una pequeña comisión por hacer de intermediario. Pero no os preocupéis: en ambos lugares estaréis en buenas manos. Disponen de habitaciones que se pueden cerrar con llave y he oído decir que también de una buena cocina. Mañana pasaré para comprobar que estáis bien alojado y entonces podremos hablar de todo lo demás.
Tras pronunciar dichas palabras, el oficinista abandonó la Santa Ana, atravesó la plaza y poco después desapareció de la vista de Miguel. Por su parte, el capitán se puso ropas adecuadas para bajar a tierra, en especial su mejor chaqueta guarnecida de piel, y luego se peinó el cabello y la barba. Dejó algunos hombres de guardia a bordo y se dirigió a la oficina del puerto de Amberes.
Al cabo de unas horas regresó a la Santa Ana y metió en su arcón algunas ropas para su estadía en tierra. La conversación con el capitán del puerto había durado más de lo previsto, pero Miguel quería instalarse en su nuevo alojamiento ese mismo día. Le gustaba estar sentado en un cálido mesón por la noche, escuchar las conversaciones y participar de la vida y el ajetreo de un puerto desconocido. Además, tras ese viaje aburrido y sin incidentes se alegraba por anticipado.
Los guardias apostados en cubierta acababan de dar la hora cuando Miguel oyó un grito de alarma.
—¡Alto! ¿Adónde vais, voto a bríos? No podéis… ¡Alto, os digo!
Alarmado, Miguel se enderezó; oyó rápidos pasos en la escalera y un instante después Medern se precipitó dentro del camarote con expresión desencajada.
—¡Vuestro cuchillo! ¡Dadme vuestro cuchillo! —exigió Joost Medern, tironeando del dobladillo de su chaqueta recién remendada—. ¡Daos prisa, os lo ruego! —añadió con un brillo febril en la mirada y el rostro pálido anegado en lágrimas.
—¿Mestre Joost? Calma, calma, hombre. ¿Qué ha pasado?
Medern estaba sin aliento y apenas lograba pronunciar palabra, y también procuraba contener las lágrimas entre sollozos y parecía completamente desesperado.
—¡El cuchillo, dadme vuestro cuchillo! —insistió.
Miguel se apresuró a servirle una copa de vino.
—Bebed —dijo—. Eso es. Y ahora decidme para qué necesitáis mi cuchillo…
—Greta está… Y Maarten, mi pobre pequeño Maarten… Él me lo había prometido… —aulló Merden—. ¡Dijo que se ocuparía de ellos! Que incluso les enviaría el médico y que no debía preocuparme, dijo. Juro que esas fueron sus palabras. Ambos tenían una tos muy fea cuando tuve que partir y ahora…
Dejó caer la copa y Medern volvió a tironear de su agujereada chaqueta. Por fin cedió la costura y con dedos temblorosos el escribiente cogió varias monedas, un cuño y unas hojas plegadas. Lo arrojó todo encima de la mesa.
—¡Me las pagará! —sollozó sin dejar de hurgar entre los papeles, que desplegó con dedos trémulos y alisó uno por uno. En todos aparecían cifras y palabras, pero por lo visto estaba buscando uno en particular. Cuando por fin lo encontró, su expresión se endureció—. ¡Este servirá para llevarlo al patíbulo! —exclamó, señalando el papel—. ¡Lo he soportado todo, todo, pero ahora ya no tengo nada que perder. Lo que ocurra conmigo me es indiferente! ¡Con esto enviaré al infierno a ese traidor, aunque sea lo último que haga en este mundo!
Desplegó la hoja en la mesa, la alisó con la mano y deslizó la mirada por lo escrito. Luego lanzó un salivazo con expresión desdeñosa y se desmoronó por completo.
Miguel le palmeó el hombro con gesto compasivo, recogió las monedas de la mesa y las examinó. A primera vista parecían auténticas, nadie descubriría que eran falsas.
Recogió la copa del suelo, volvió a llenarla de vino y se la tendió a Medern.
—Serenaos, amigo mío, y bebed un buen trago. Greta y Maarten son de vuestra familia, ¿verdad?
Medern se secó las lágrimas con la manga y asintió.
—Están muertos —dijo en tono apagado—, ambos están muertos. Cuando emprendí viaje el pequeño Maarten me llegaba hasta aquí —añadió, indicando su cadera—. Le puse Maarten por mi padre, era una buena persona… ¡Y ahora ni siquiera puedo visitar sus tumbas! Los enterraron en una fosa común, junto con docenas de otras personas que durante el pasado invierno también murieron de consunción. Nadie sabe dónde están sus cuerpos. Los vecinos dijeron que nadie acudió en su ayuda, ni un barbero, por no hablar de un médico… ¡Me las pagará!
Medern se acabó la copa de un trago y se la tendió a Miguel para que volviera a llenarla. Después se enderezó y le lanzó una mirada escrutadora: con sus ojos enrojecidos y el rostro anegado en lágrimas era la viva imagen del dolor, pero sus labios apretados y su barbilla tensa revelaban una férrea determinación.
—Vos vais tras el abogado, ¿verdad, capitán? A causa de Mirijam van de Meulen, ¿no? —dijo Medern.
—¿Qué? ¿Quién ha dicho semejante cosa? —repuso Miguel, procurando mostrarse indiferente.
—Sé sumar uno más uno. No olvidéis, capitán, que quien ha puesto vuestros libros al día fui yo.
—Bien, de acuerdo. Tenéis razón, mestre Joost. A vos no se os puede engañar. Habéis de saber que Mirijam van de Meulen no solo sobrevivió al ataque de los piratas; además, hace poco tiempo que es mi esposa.
Medern asintió, como si eso careciera de importancia, y deslizó la mirada por la mesa, las monedas falsas desparramadas, el cuño y los escritos sellados, y por fin sobre sus dedos abiertos. Miguel también dirigió la vista a su mano.
Medern la apoyó sobre un papel de apretada escritura, numerosos firuletes y un sello desconocido y misterioso: era la carta que Medern había observado con tanto desprecio.
—Este escrito es la prueba definitiva, está dirigido al abogado —dijo Medern por fin con voz temblorosa—. Un tal capitán Natoli me lo entregó en Génova cuando averiguó que yo era un escribiente de la casa Van de Meulen y que me encontraba de regreso a casa. El capitán Natoli debía entregarlo personalmente en Amberes, pero después optó por enviarlo de un modo bastante más barato: un florín por no sé cuántos florines que así podía ahorrarse. —Medern hablaba como para sí—. Nunca en la vida hubiera creído que algo así era posible. ¡Dejó que se muriesen! ¿Cómo pudo permitir que los enterraran en una fosa común cuando aún me debe el sueldo de muchos meses? ¡Pero con esta carta lo enviaré directamente al infierno! —dijo, golpeando el papel con la mano y asintiendo con la cabeza.
Miguel volvió a escanciarle vino. Así que Medern quería vengarse de su patrón, ojo por ojo, diente por diente: al parecer, esa era su idea. Pero ¿cómo a través de esa carta, por todos los santos? ¿Por qué habría de resultarle útil para arruinar a su jefe?
Miguel le acercó la copa por encima de la mesa y carraspeó.
—Os diré algo, apreciado Medern: haremos celebrar un par de misas por la salvación de las almas de vuestra familia. ¿Así que este escrito —preguntó en tono cauteloso— está dirigido a Cohn? ¿Quién es el remitente? ¿Por qué no me decís qué pone en él?
Medern seguía asintiendo con la cabeza, como si esta se hubiese independizado de su cuerpo; movía los labios, abría y cerraba las manos y dirigía miradas inquietas por doquier. A saber qué estaría maquinando… ¿Es que no había oído las palabras de Miguel?
Por fin Medern alzó la vista.
—Por supuesto que os lo diré. Después de todo, vuestra esposa y con ella vos, capitán, encabezáis una lista, incluso puede que una muy larga. ¡Empiezo a creer que es capaz de cualquier cosa! Bien, este escrito está redactado en una mezcolanza de italiano y español, pero he logrado descifrarlo, ya que dispuse del tiempo suficiente durante el largo viaje de regreso. ¿Os dice algo el nombre de Jeireddín, capitán?
Miguel asintió.
—Bien. La carta trata de informaciones detalladas sobre el cargamento y la ruta de cierto convoy —prosiguió el escribiente—, que el abogado le envió a Jeireddín. Además… sí, aquí lo pone —añadió, indicando una línea con el dedo índice—, además elogia las confiables entregas a los compradores otomanos. Quizá se refiera a los cargamentos de estaño. Sin embargo, al mismo tiempo exige mejores condiciones para sus negocios secretos aquí en Amberes, y de lo contrario amenaza con revelar un viejo secreto. Aquí lo pone.
Medern apoyó el dedo en la línea pertinente.
—¿Queda más vino? ¡Dios se lo pague, capitán! Ah, y además está eso que os concierne directamente… ¿dónde es… estaba? —Joost Medern no estaba acostumbrado a beber tanto vino y tuvo que buscar un momento hasta encontrar el punto. Lo señaló con el dedo—. Aquí está, ¿lo veis? Aquí figuran dos nombres. ¡Ja, ahora ese bellaco ha caído en la trampa y no se librará!
—¿Nombres, mestre Joost? ¿Qué nombres son esos, por las barbas de Satanás?
—¡Leed vos mismo! Ahí lo pone: «Lucia y Mirijam, hijas y herederas de Andrees van de Meulen de Amberes, hechas prisioneras y eliminadas por encargo vuestro…».
Miguel se quedó helado.
«Esto bastará para crucificar al abogado», pensó.