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Un momento después, Medern le hizo la pregunta decisiva y señaló las cartas y las monedas.
—¿De verdad queréis aguardar hasta el día del juicio y confiar en los consejeros, los jurados y sus esbirros? ¿Y en que durante las largas semanas que transcurran hasta que alcancen una decisión estas pruebas no desaparezcan misteriosamente?
—¿Acaso suceden cosas así?
—La falsificación de monedas está penada con la muerte en la horca, por alta traición te empalan —contestó el escribiente en tono seco—. Ambas son maneras horrorosas de morir, y todo el mundo está dispuesto a pagar para evitarlas, ¿no creéis? No, hemos de hacer algo más astuto.
—¿Decís que nosotros mismos hemos de encargarnos del asunto? ¡Eso me gusta! Pero ¿aquí, en Amberes? ¿No es demasiado arriesgado?
—Pues claro. Y si además pretendéis conservar el derecho de reclamar la herencia de vuestra esposa, más arriesgado aún. Pero algo se me ocurrirá, concededme un par de días y un talego bien lleno, puesto que, como sabéis, el oro obra milagros. Podéis confiar en que os rendiré cuentas hasta el último céntimo —dijo Medern con un brillo febril en la mirada—. Pero entretanto vos, capitán, debéis presentaros, establecer contactos y visitar a los personajes importantes, tal como uno espera de un comerciante extranjero. Nadie debe sospechar que estáis interesado en el abogado, ¿comprendéis? De lo contrario, me temo que el muy bribón se nos escapará de las manos.
Había mucho de verdad en ello. Desde que pisara tierra firme, el menudo escribiente no dejaba de sorprenderlo: aquella figura lastimera que hacía solo unos días había vomitado hasta las tripas, había desaparecido por completo.
Miguel se detuvo ante la estrecha casa de cuatro plantas del mercado de Koorn, se llevó las manos a la espalda y contempló la magnífica fachada: columnas acanaladas y altas ventanas, arcos de filigrana y tracería por encima de los voladizos… Hasta ese momento había creído que semejante arquitectura estaba reservada para las catedrales o los palacios eclesiales, pero en esa ciudad hasta las fachadas de las casas burguesas exhibían abiertamente la riqueza incalculable y la relevancia social de sus moradores. Y la casa Van de Meulen no era ninguna excepción.
La casa parecía deshabitada. La puerta principal estaba invadida de malezas, y las ventanas de cristales de colores de las plantas superiores ya no brillaban, sino que estaban cubiertas de polvo. No obstante, la casa —al igual que las vecinas— causaba un efecto orgulloso y poderoso. En comparación, las casas de Mogador y también la suya propia de Santa Cruz parecían casi humildes.
Así que allí se había criado Mirijam; Miguel trató de imaginarse cómo sería vivir en semejante casa. Mirijam le había hablado de paredes revestidas de madera y de techos tallados, de una magnífica escalera y armarios repletos de brillantes objetos de cristal. Un día —con la ayuda de Dios incluso quizá pronto— tendría las llaves de ese estupendo edificio y podría entregárselas a Mirijam.
Tras una ventana de la planta baja algo se movía, y un momento después se abrió una hoja de la puerta de entrada y apareció un hombre alto vestido de oscuro. Con la cabeza gacha y los hombros encogidos, como si no quisiera ser reconocido, se apresuró a bajar los escasos peldaños, dobló la esquina y desapareció en el laberinto de callejuelas que conducían a los muelles. ¿Era el abogado?
Una anciana estaba en la plaza tras un montón de cajas de madera podridas y también mantenía la vista clavada en la casa Van de Meulen. Vestía ropas sencillas y se apoyaba en un bastón.
—Con Dios, buena mujer —la saludó Miguel, y se aproximó—. Soy forastero en la ciudad y os ruego que me digáis quién es el hombre que acaba de salir de esa casa.
La anciana apretó los labios y su mirada se ensombreció.
—¿Ese? Es el abogado.
Se notaba que le habría gustado lanzar un salivazo despectivo.
—¡Vos solo fingís que no lo conocéis! Porque ahora por fin la verdad saldrá a la luz, ¿sabéis? Seguro que vos también hacéis negocios blasfemos con él. ¡Todos sois gentuza! —dijo la anciana con expresión severa.
—Os equivocáis —repuso Miguel con una sonrisa, y dio un paso hacia ella—. Yo no hago negocios con individuos como ese —añadió, indicando la casa con la cabeza—. Soy el capitán Alvaréz y es la primera vez que estoy en Amberes. ¿Y a qué os referís con eso de que «la verdad saldrá a la luz»? Estoy intentando descubrir la verdad, pero decidme qué sabéis vos al respecto.
—Los pobres no tienen nada que perder, se ayudan mutuamente de manera desinteresada, ¿comprendéis? Si damos nuestra palabra también nos atenemos a ella y no dejamos que nadie sufra una muerte miserable, pero supongo que eso no es costumbre entre vosotros, los ricos.
El sermón hizo que de pronto Miguel se sintiera como un niño reprendido, pero reprimió el impulso de justificarse ante la anciana.
—¿Conocéis a Joost Medern y estáis al tanto de su destino? Regresó a Amberes a bordo de mi nave… —De repente una idea le cruzó por la cabeza—. ¿Soléis observar esa bonita casa con frecuencia?
La vieja no contestó, pero su expresión ya no era tan furibunda. Asintió con la cabeza, se acomodó la cofia y se dispuso a marchar.
—Aguardad —rogó Miguel—. Antaño alguien a quien conozco muy bien vivía en esa casa. Por cierto, acabo de llegar de la costa africana.
La anciana se volvió hacia él con gesto vacilante y lo miró a la cara.
—¿Decís que vivió en esta casa? Vaya, vaya. ¿Y quién se supone que era?
—Mi joven esposa es oriunda de esta ciudad y vivió en esta casa de niña. Me pregunto si tal vez la recordáis. Se llama Mirijam.
La anciana se tambaleó y casi cayó al suelo. Miguel se apresuró a sostenerla.
—¡Cielo santo! ¿Qué os pasa? ¿Es que la conocéis?
—A ella y también a su querida hermana. ¡Las crie a ambas!
—Meu Deus! Entonces vos sois… ¿tata Gesa? ¡Lo suponía!
La cerveza fluía en abundancia. En el mesón Zwarte Gans reinaba un gran ajetreo y en las mesas ocupadas por los huéspedes no dejaban de resonar las carcajadas. Hacía cuatro días que Miguel se había instalado en ese respetable establecimiento. Claro que también podría haber permanecido a bordo de la Santa Ana, pero estaba convencido de que, dado que era un desconocido comerciante extranjero, debía entrar en contacto con la gente. Además, sabía que los más indicados para difundir cotilleos y novedades eran los artesanos y los tipos sencillos de la ciudad, sobre todo si les remojabas la garganta. Uno dejaba caer un par de comentarios como por casualidad, y si luego aguzaba los oídos siempre obtenía informaciones interesantes. En el Zwarte Gans uno no se topaba con comerciantes ricos ni miembros del clero y la nobleza, como tampoco marineros y trabajadores del puerto. Si uno quería encontrarse con los primeros, se dirigía a las fondas; y si con los segundos, a las tabernuchas cerca de los muelles. El Zwarte Gans ocupaba un práctico sitio intermedio entre ambos extremos.
El capitán acababa de tomar una cena abundante y se repantigaba en una butaca junto a la escalera. El camarero le trajo una jarra de cerveza y Miguel aguardó. Medern no tardaría en aparecer, las campanas ya habían tocado el ángelus; el bullicio que lo rodeaba resultaba bienvenido: nadie podría escuchar lo que debía hablar con el escribiente.
Entonces Pireiho, el navegante, entró en el mesón, se quitó la humedad de la persistente llovizna de la capa y miró en torno. Tras ver a Miguel se acercó.
—Senhor capitão —lo saludó, y tomó asiento—. ¿Os sobra un trago para mí? —añadió, señalando la jarra de cerveza.
—Servíos —dijo Miguel, y le acercó la copa y la jarra—. ¿Qué os trae por aquí? ¿Hay alguna novedad?
—El que se mareaba no vendrá. Me pidió que os informara de que se reunirá con vos a bordo, a medianoche. Que es importante —añadió Pireiho, y alzó la copa—. A vuestra salud, capitão. —Y la vació de un trago.
—¿Por qué no viene?
Pireiho se encogió de hombros.
—No me lo dijo. ¿Necesitáis ayuda, capitão? ¿Hemos de darle una tunda a alguien y arrojarlo al agua? —preguntó, contemplando sus grandes manos.
—Ya veremos —dijo Miguel, y cogió la jarra de cerveza—. Y ahora largaos, o pedid vuestra propia cerveza.
A Miguel jamás se le hubiese ocurrido una idea semejante, ni siquiera encontrándose en el mayor de los apuros.
—¿Qué estáis diciendo? ¿Octavillas, denuncias, estigmatizaciones? Como mucho, eso le hará cosquillas. ¡Se sacudirá como un perro mojado y seguirá su camino!
Pero Medern estaba muy seguro.
—¿Eso creéis? Sin embargo, una octavilla es mucho más que un trozo de papel con palabras escritas. Es una espada afilada. Servirá para demostrarle a todo el mundo que en realidad es un delincuente y un miserable.
—Volved a explicarme cómo se supone que funcionará. Y tened en cuenta que aún no os he dado mi conformidad.
—Conozco a los habitantes de Amberes. Entre ellos, los ducados son los que determinan de dónde sopla el viento. Hacia fuera estiman la sinceridad, el cristiano amor al prójimo, la nobleza, las buenas costumbres y demás virtudes. El honor y el respeto son los bienes más preciados —añadió Medern con una mueca irónica—. Pero en realidad la mayoría se conforma con aparentar decoro y decencia. ¡Lo único importante es la fachada! Mientras logren conservarla, todo va bien.
Miguel se encogió de hombros. Las cosas eran así en todas partes, la bonita apariencia rara vez tenía algo en común con la realidad. Estaba de espaldas a la mesa y contemplaba la silueta de la ciudad a través de la pequeña ventana del camarote. ¿Acusaciones en un papel? Ese no era su modo de hacer las cosas.
—Pero ¿qué ocurre cuando esa fachada se derrumba? —prosiguió el hombrecillo—. ¿Si alguien le asesta un golpe a uno de esos respetables ciudadanos mediante acusaciones fundadas? Os lo diré: a ese hombre no solo se le derrumba la fachada, sino también los cimientos. Está en la picota y nadie osará convertirse en su defensor. En Amberes, un hombre así está irremediablemente acabado. De lo demás se encargan los esbirros, ¡y en un santiamén! —exclamó Medern.
Pero Miguel no estaba convencido.
«¿Acaso esa será mi venganza?», se preguntó. ¿Podría darse por satisfecho con ver a Cohn en la picota y que el populacho le arrojara pescados podridos? Lo que él quería era una auténtica pelea. Desde que había leído el nombre de Mirijam en la carta del maldito jefe de los piratas quería ver sangre, la sangre de Cohn. Pero si abordaba el asunto de manera correcta, quizá lo uno no excluiría lo otro.
El escribiente siguió esforzándose por disipar las dudas de Miguel.
—Hasta ahora las cosas siempre se desarrollaron de la misma manera, así que pensad en lo que le ocurrirá a nuestro candidato, dadas las palabras inequívocas de la carta de Jeireddín. No olvidéis, capitán, que a lo largo de los años casi todas las familias han perdido cargamentos y bienes e incluso parientes a manos de los piratas. ¿Cómo reaccionarán cuando descubran que el responsable vive entre ellos? ¡Será mejor que te vayas comprando una cuerda, Jakob Cohn!
Medern se frotó las manos.
Durante la noche siguiente, un empleado endeudado de Matt van Dijk, el propietario de una imprenta, copió el texto de la carta traidora en letras de molde, desde luego a cambio del pago de todas sus deudas y también de una bonita suma. Además, incorporó la imagen tallada de un pirata aterrador armado de cimitarras. Bajo el título destacado se leía lo siguiente: «¡Infracciones de un respetado comerciante de Amberes contra el quinto sagrado mandamiento de Dios: No matarás; contra el séptimo: No robarás, y también contra el décimo: No desearás los bienes de tu vecino!». El avispado empleado de la imprenta imprimió varias docenas de octavillas durante la noche en las máquinas de su patrón, que nunca se enteraría de nada.
La tinta de imprenta aún no estaba seca del todo cuando Medern se encargó de repartir las octavillas entre los voceros y los tenderos del mercado. Poco después, en cada esquina y cada mercado de la ciudad, su texto fue voceado y leído, discutido, comentado y pasado de mano en mano. Los que no sabían leer rodeaban a quienes leían a viva voz, otros se pasaban las octavillas y de pronto algunas aparecieron pegadas a los muros de las casas. Incluso antes de las campanadas de mediodía la ciudad hervía de excitación. En los mesones y en el puerto, en todas las callejuelas y plazas se reunían grupos de personas, cuchicheando y discutiendo, soltando maldiciones y alzando los primeros puños. Poco después la calle clamaba venganza. En unas horas, la venerable y respetada ciudad de Amberes fue informada de los repugnantes delitos de su conciudadano, el abogado Cohn.
Al mismo tiempo un mensajero de la Santa Ana se presentó en el ayuntamiento y entregó un paquete de documentos. Contenían las pruebas —provistas de declaraciones de testigos, firmas y magníficos sellos proporcionados por el gobernador de Santa Cruz— sobre la vida y el casamiento de Mirijam van de Meulen, la desaparecida hija de la ciudad, como también una copia minuciosa de la carta del pirata confeccionada por Medern.
Y mientras los miembros del Consejo se dirigían apresuradamente al ayuntamiento, cinco hombres abandonaron la Santa Ana y se apostaron en torno a una casa del mercado de Koorn sin llamar la atención.