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Verse obligada a dejar partir también a Cornelisz le dolía, así que Mirijam prefirió encerrarse en su choza en vez de seguirlo con la mirada. Él abandonó la aldea de madrugada, en dirección a Santa Cruz; si todo salía bien, pensaba regresar dentro de cuatro días a más tardar.

Mirijam sopló para enfriar el té; notaba que había llegado el momento de tomar una decisión. Independientemente de las noticias que Cornelisz pudiera traer, quería tener claro lo básico antes de su regreso. Le dio unas monedas a Cadidja para comprar comida y leña; las intenciones de Cadidja eran buenas, pero de vez en cuando su afecto y sus cuidados la agobiaban: necesitaba tranquilidad y soledad para poder pensar.

Pero la joven no tardó en regresar y solo traía dos huevos pequeños.

—¿Por qué no has traído leña? Hoy hace frío.

—No conseguí leña —dijo Cadidja, contrita—. Dicen que no tienen leña suficiente para ellos mismos.

—¿Y tampoco comida? ¡No pretendemos que nos la regalen!

Hasta ese momento la comida y el abastecimiento no suponían un problema, había dinero de sobra en los arcones.

—No se trata de eso, lâlla. Seguro que mi madre nos seguirá ayudando, incluso si no le pagáis. Pero debido al mal tiempo los pescadores no pueden salir a pescar, las gallinas ponen pocos huevos, la última cosecha de cereales fue escasa y el más anciano del pueblo dice que vuestro dinero no lo sacia, ¡que no puede comerlo!

—¿Y los demás opinan lo mismo?

Cadidja asintió, a punto de echarse a llorar.

—Lo pasan mal en invierno —dijo, y se acurrucó a los pies de Mirijam para escrutar el rostro de su joven ama. ¿Es que la mirada de su lâlla se había vuelto más vivaz? Durante las últimas semanas más bien parecía una sonámbula, pero su aspecto actual la animó—. Sí, es verdad —prosiguió—, todo escasea. Mi aldea es pobre y, sin embargo, mi gente no os rechazó cuando necesitasteis ayuda, incluso dieron sepultura al hakim. Pero ahora que casi han pasado cinco semanas desde que vivimos aquí, temen que queráis quedaros aquí y tal vez también dar a luz a vuestro hijo. Y mi madre dice que sus provisiones no son suficientes para alimentarnos a todos. Además, dijo que vuestro estilo de vida… —Cadidja se ruborizó.

—¿Mi estilo de vida? ¿A qué te refieres?

—Vuestro acompañante, lâlla, ¿es que no lo comprendéis? Sîdi Cornelisz no es vuestro hermano ni vuestro padre, no es vuestro tío o primo y tampoco vuestro esposo.

Mirijam se sonrojó. ¿Así que en la aldea hablaban de ella y criticaban su estilo de vida? Igual que durante las pasadas semanas cuando todo la superaba, se tendió en la cama y se cubrió con la manta.

«Hace cinco semanas —pensó antes de dormirse—, hace cinco semanas que murió el abu». Pero también hacía cinco semanas que Cornelisz se había reunido con ella…

«¡Deshazte de tu temor y confía en ti! Eres valiente, inteligente y fuerte como casi ninguna otra…».

Mirijam se incorporó bruscamente y atisbó en la penumbra de la choza. Pero a excepción de Cadidja, que como siempre dormía tendida en su esterilla, no había nadie. Así que, ¿quién le hablaba? ¿Quién acababa de decir que era valiente, inteligente y fuerte? ¡No era valiente, por no hablar de inteligente, era todo lo contrario!

De repente se dio cuenta: esas palabras fueron las últimas pronunciadas por su abu antes de morir. El corazón le dio un vuelco. Esas palabras, esa voz: ¿suponían una advertencia desde el otro mundo?

—Ay, abu, querido abu, ¿qué he de hacer? —susurró en medio de la oscuridad. Pero no obtuvo respuesta.

El abu la había abandonado, Miguel estaba lejos y también Cornelisz se había marchado. Solo podía contar consigo misma y, como si dichos abandonos le hubiesen quitado una venda de los ojos, de pronto se dio cuenta de que nada se arreglaría por sí solo, que ella tenía que hacerse cargo de su vida.

Se arrebujó en la manta con la vista clavada en la oscuridad.

El niño que llevaba en su seno se movió y, aunque en las semanas pasadas lo hacía con regularidad, era la primera vez que Mirijam registraba los movimientos de manera clara y consciente. ¡Cómo pataleaba! Como si quisiera obligarla a recordar su presencia…

Sin hacer ruido para no despertar a Cadidja, Mirijam se levantó, se envolvió en un túnica y salió fuera. El viento había amainado y el alba ya se anunciaba, pero en la aldea no se movía nada. Se apresuró a enfilar el camino que recorría la parte superior del acantilado; rodeaba la aldea y era un poco peligroso en los bordes: un paso en falso y se precipitaría al vacío, pero ¿qué había dicho la voz? «¡Deshazte de tu temor y confía en ti!».

Mirijam tropezó con una piedra oculta entre la hierba, mas logró recuperar el equilibrio. Hasta ese momento había reprimido cualquier idea acerca de lo que podría haberle ocurrido a Miguel y cómo sería la vida sin él. Hacía mucho tiempo que debería haber regresado…

Aunque ello le oprimía el pecho, se hizo las preguntas básicas y se obligó a reflexionar: ¿dónde viviría y cómo? ¿Podía y quería esperar a Miguel? En numerosas ocasiones había sentido una extraña reserva que le impedía cavilar a fondo sobre la ausencia de Miguel, pero ahora resultaba necesario. A fuer de ser sincera, la aparición de Cornelisz lo había cambiado todo. Notó que su corazón se volvía hacia él, pero también se preguntó si se debía al afecto de antaño o si se trataba de algo nuevo.

Por fin el asunto salía a la luz y ella podía encarar el problema. ¡Casi suponía una liberación! ¿Qué había dicho su abu? «Eres valiente, inteligente y fuerte…». Aun cuando no se trataba de eso, ella debía encontrar un camino.

Era innegable que entre ella y Cornelisz existía una gran confianza y atracción, pero ¿de verdad quería que su sueño infantil se convirtiera en realidad y vivir juntos? ¿Era eso lo que anhelaba?

Mirijam se obligó a contestar: «Sí, estar junto a él me gusta… Oh, claro que sí». Contemplarlo y poder hablar con él era placentero, pero solo eso; cuando estaba a su lado su pulso no se aceleraba, así que, ¿lo que tanto apreciaba y estimaba quizá no era el hombre sino más bien el recuerdo? No obstante, se había dejado seducir un poco por la vitalidad irradiada por Cornelisz. ¿Acaso él la amaba?

Se sentó en una roca, se arrebujó en la túnica y dirigió la mirada al mar a sus pies. La espuma blanca borboteaba por encima de las piedras que cubrían la playa, se retiraba y regresaba en nuevas oleadas.

Cuanto más reflexionaba al respecto, tanto más segura estaba de que Cornelisz la amaba de la misma manera que ella lo amaba a él: como una parte de su infancia. Porque quizá lo único que él podía amar era su pintura. Su corazón le pertenecía a su arte pictórico, todo lo demás estaba subordinado a eso… ¿Era un egoísta?

No, constató Mirijam, sorprendida, y entonces lo comprendió con absoluta nitidez: su pintura era tan importante para él que no dejaba espacio para otras ideas o sentimientos, y entregarse a él por completo sería un error. Alguien como Cornelisz siempre actuaría de manera egoísta y desconsiderada, porque siempre le resultaría difícil desarrollar un sentimiento de responsabilidad por otra cosa que no fuera su pintura. Iría en contra de su carácter.

Pero Miguel la amaba como un hombre, lo sabía con toda seguridad. Era generoso de corazón y hacía todo para protegerla. La amaba sin restricciones ni reservas, y si algún día regresaba, con el tiempo también aprendería a respetar sus particularidades. En todo caso, antes de que partiera, ella ya había notado su voluntad de comprenderla. Ojalá volviera sano y salvo…

Y a ella le pasaba lo mismo. ¡Cuando pensaba en Miguel su pulso se aceleraba! Lo amaba y lo deseaba, y hacía tiempo que lo sabía. Solo lo había olvidado últimamente, porque habían ocurrido muchas cosas decisivas…

Aún ignoraba qué pasaría con su vida en el futuro, pero había comprendido algo importante. Regresó a la choza muerta de frío, justo cuando un pálido sol invernal aparecía en el horizonte. Todavía quedaba un sorbo de té frío y, sedienta, vació la taza. El sabor del té era amargo porque no había miel para endulzarlo. Sabía igual que su vida: terroso, un poco amargo y fuerte.

Cornelisz regresó a la noche siguiente. La saludó con la mano desde lejos y cuando se acercó, dijo:

—Hace días que todo está tranquilo, todo ha pasado y las cosas vuelven a ser como antes. Los saadíes se han retirado. Lo siento por ellos, pero gracias a Dios por fin podemos volver.

—Me alegro de que hayas regresado a casa —dijo Mirijam, sonriendo.

—¿A casa? Oh, no —exclamó Cornelisz, y la abrazó—. Oh no, ¿es que no me has oído? ¡Todo vuelve a ser como antes, el horror ha pasado, podemos regresar!

¡Cuánto alivio expresaban las palabras de su amigo! Ya se lo había imaginado, pero sin embargo preguntó:

—¿Piensas regresar? ¿No tienes reparos tras haber pasado tanto tiempo junto a los saadíes?

—Claro que quiero volver. ¿Acaso tú no? Diré que me tomaron prisionero, me creerán.

—¡Pero no sería verdad!

—No, no lo sería. Pero resulta que yo no soy un hombre del desierto y jamás lo seré, así que regresaré junto a las personas de ideas europeas. Entre ellos me siento como en casa, entre ellos soy alguien respetado, o mejor dicho, me respetan por mi trabajo. Intentaré retomar mi trabajo allí donde me obligaron a dejarlo: con el retrato del gobernador. ¿Y tú? ¿Quieres venir conmigo? —dijo, y un brillo entusiasta asomó a su mirada.

Mirijam contempló al apuesto joven como si lo viera por primera vez.