31
Las olas arrastraron a Miguel hasta lo alto de una playa rocosa; estaba tendido con el rostro apoyado contra la grava y las piedras. El sol era abrasador, resecaba sus cabellos negros incrustados de sal y le pegaba la camisa al cuerpo. Permaneció allí tendido, inmóvil, con los ojos abiertos y la mirada perdida. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí? ¿Había perdido la conciencia o se había dormido? ¿Y dónde estaba? ¿Qué diablos había sucedido?
Miguel se apoyó en las manos y las rodillas y miró en torno. Se encontraba en una estrecha bahía cubierta de piedras, ante él se elevaba una descolorida pared de rocas de unos diez pies de altura y a sus espaldas resonaba el atronador embate de las olas. En la orilla, entre la espuma, flotaban trozos de madera, cabos, cajas y barriles. De pronto volvió a recordarlo todo.
Recordó que, presa de la ira causada por el chapucero de Da Palha, se había salido de las casillas y recordó también el rumbo equivocado, las olas que barrieron la cubierta y por fin la madera que se rompía en mil pedazos. No sabía cómo pudo ocurrir, pero en algún momento la nave encalló en unas rocas y se partió en dos. Los hombres cayeron al agua y se ahogaron como ratas al tiempo que las aguas invadían la San Pietro. ¿Y él? Entonces también lo recordó: había saltado por la borda y literalmente nadado para salvar la vida.
Sintió un retortijón en el estómago y vomitó en la arena. Cuando por fin hubo expulsado toda el agua salada las rodillas le temblaban y dejaron de sostenerlo pero, a excepción del sabor repugnante en la boca, se encontraba mejor.
No fue sencillo volver a ponerse de pie: las rodillas, las pantorrillas, todo su cuerpo temblaba de debilidad; se había quedado sin fuerzas y el corazón le latía apresuradamente. Solo tras varios intentos, Miguel logró ponerse en pie. Con las piernas abiertas y tambaleando —como si aún estuviera haciendo equilibrio en cubierta— por fin lo logró.
¿Estaba herido? Se palpó la cabeza y los miembros: estaba cubierto de rozaduras y chichones, le dolía la cabeza y también el pecho, además tenía cortes ensangrentados en el pie y la mejilla, pero por suerte ninguna herida grave. Sus zapatos habían desaparecido, su camisa y sus pantalones estaban hechos jirones, pero el cuchillo y el octante colgaban de su cinturón, así que en total había tenido suerte.
Entonces también vio la nave, o mejor dicho los restos, porque pronto dejaría de guardar un parecido con una nave. Como si se divirtieran con un juguete, las olas arrojaban la San Pietro de un lado al otro contra las rocas y poco a poco quedaba destrozada. Madero tras madero, tabla tras tabla, todo quedaba reducido a trozos pequeños. Entre el oleaje ya flotaban tablas, cajas y toda clase de escombros, y las olas arrastraban cada vez más restos del naufragio: vigas, cabríos, sacos, toneles… una espantosa confusión. Aunque solo había navegado poco tiempo en la San Pietro era como si observara la agonía de un buen amigo, quizá lo que le ocurría a cualquier marino cuando debía abandonar su nave. Entonces un curioso objeto llamó su atención, algo que flotaba entre las olas de la bahía: un antaño maravilloso birrete cubierto de plumas desgreñadas bailaba sobre la espuma, el gorro del capitán Da Palha…
De repente notó con el rabillo del ojo que tras una roca se movía algo a medias cubierto por las aguas y semienterrado en la arena. Miguel oyó un sonido, un aullido y gruñido áspero y peligroso, como el de un animal. Allí algo se arrastraba por la arena, lenta, muy lentamente, pero ¿quién sabe qué clase de animales ponzoñosos o peligrosos cazaban en ese lugar? Miguel se llevó la mano al cuchillo.
Pero no era un animal: era un ser humano quien se arrastraba por allí, alguien que procuraba alejarse de las olas arrastrándose por la arena. Cuando Miguel atisbó por encima de la roca, reconoció al hijo del comerciante. Lo más rápido que pudo, Miguel cojeó hasta él, lo aferró de los brazos y le ayudó a alejarse de la orilla.
—¡Lo has logrado, mozo! Aquí el mar no te atrapará.
Pero el joven no lo oía, su única respuesta fue una mirada perdida y un quejido que surgió entre sus dientes apretados. Agitaba los brazos con debilidad y torpeza como un borracho, como si aún luchara contra el mar. De unas heridas en la cabeza, la cara y los brazos brotaba la sangre y lo que quedaba de sus prendas eran jirones. La rompiente entre las rocas casi lo había despedazado y, sin embargo, logró sobrevivir.
«Es un muchacho muy resistente», pensó Miguel, y ayudó al aturdido joven a incorporarse y recostarse contra una roca.
—Te llamas Cornelisz van Lange, ¿verdad? Tranquilo, aquí estás a salvo. El agua ya no puede atraparte. Todo ha pasado, ¿comprendes? ¿Dónde está tu padre? ¿Me oyes, Cornelisz?
El muchacho no contestó. Su pierna izquierda se separaba del cuerpo en un ángulo nada normal: no tenía buen aspecto. Miguel le palpó la pierna con mucho cuidado e inmediatamente descubrió la fractura por encima de la rodilla; le desgarró la pernera y comprobó que, afortunadamente, no había un corte en la piel que cubría la fractura. Como era un marino experto, Miguel sabía qué debía hacer; aunque resultaría bastante doloroso, al menos podía ayudarle.
Pero primero le quitó los cabellos pegoteados de sal de la frente y le palmeó las mejillas.
—Eh, muchacho, ¿comprendes lo que te digo?
Cornelisz no contestó. Su mirada osciló de un lado a otro y de pronto un chorro de todo el contenido de su estómago mezclado con agua salada se derramó en la arena.
—¡Bom, maravilloso, vomítalo todo, luego te sentirás mejor! —exclamó Miguel, elogiando al exhausto Cornelisz—. Bien, aguarda un instante, vuelvo de inmediato.
Miguel cojeó hasta la orilla, cogió dos tablas de madera y un par de cuerdas que flotaban allí. Cuando regresó, Cornelisz estaba tendido en la arena, inconsciente y sin notar la presencia de Miguel ni de lo que lo rodeaba.
—Eh, despierta. Ya estoy aquí. ¿Cómo te encuentras, estás bien, mozo? —dijo Miguel, y le palmeó la cara al joven herido—. Eres un muchacho valiente —lo alabó en tono satisfecho cuando Cornelisz volvió a abrir los ojos—. ¡Tienes mucho aguante, pero por desgracia tendré que causarte bastante dolor, amigo mío!
»Atençao! Presta atención, muchacho, ha llegado el momento.
Haciendo caso omiso de los gritos de dolor de Cornelisz, Miguel le agarró la pierna con ambas manos, tironeó de la pierna fracturada, la volvió a poner en su posición normal y la palpó para comprobar que todo encajaba. Por fin sujetó las dos tablas a la pierna con las cuerdas.
—Assim —dijo por fin, y se incorporó—, ya está. Lo demás corre por tu cuenta.
Cornelisz no respondió, hacía un buen rato que estaba profundamente desmayado.
«Tanto mejor», pensó Miguel, y arrastró al herido hasta la sombra proyectada por la pared de rocas. Allí nada podía ocurrirle y de momento era lo único que podía hacer por él. Lo que él mismo necesitaba era agua potable, ¡toda el agua salada que había tragado le secaba las tripas! Y seguro que al muchacho le ocurría lo mismo. Hacía un momento había visto una de las botellas de vino vacías de Da Palha flotando junto a la orilla, se la llevaría mientras iba en busca de agua. Además quería ver dónde se encontraban los demás supervivientes de la San Pietro.
Miguel examinó la pared de rocas y los arrecifes que rodeaban la bahía. Calculó que como mucho, dieciséis pies lo separaban de la cima, así que podría lograrlo. Reunió fuerzas y empezó a escalar la pared por encima de las piedras y las rocas; tuvo que detenerse varias veces para recuperar el aliento. Le dolían los brazos y las piernas, al parecer se había contusionado la espalda y hubiese preferido tenderse en la arena y dormir: la lucha contra el oleaje lo había extenuado, pero mientras trepaba por encima de las rocas no dejó de pensar que estaba vivo, que lo había logrado.
Solo comprendió lo que había realizado cuando, una vez llegado a la cima, echó un vistazo a la bahía.
La distancia entre la nave y la tierra no era muy grande, pero estaba repleta de innumerables obstáculos que por lo visto había logrado superar pese al mar agitado. Ahora que ya era de día, vio que había logrado superar cientos de rocas y riscos afilados, todos ocultos bajo el agua que los barría levantando espuma. Más allá, la San Pietro cabeceaba en su última batalla contra la mar, apenas reconocible como una nave. Miguel soltó un suspiro y luego apretó los puños.
—¡Pero a mí no me atrapaste! ¡Não, a mí no! —le gritó al mar embravecido desde su otero seguro. ¡Desde allí arriba, que hubiera encontrado esa pequeña bahía y logrado llegar hasta la playa parecía casi un milagro!
Pero a excepción de él y del pobre muchacho, nadie parecía haber sobrevivido, en todo caso no logró descubrir ni un alma. Entonces se persignó y besó sus manos plegadas.
Allí abajo, en la vecina bahía, algo brillaba; Miguel entrecerró los ojos. No lograba ver qué era, pero para alguien que había naufragado en medio de la nada, todo resultaba útil. Por fin vio que se trataba de un pequeño tonel de tapa rota. ¿Y lo que brillaba? Casi parecía oro… Bom Deus, ¿sería posible?
Descendió la pared de rocas lo más rápido que pudo. ¡Un tonel lleno de monedas de oro, eso sí que era un objeto arrojado por el mar de su gusto! Pero ¿quién tendría tanta suerte? ¡Seguro que él, no; sería un milagro!
Por fin llegó a la playa. Tal como supuso, se trataba de uno de los toneles de ron de la San Pietro. El tapón aún permanecía en el canillero, pero la tapa del tonel estaba apoyada en la arena, hecha astillas. Y en derredor, en la arena de la orilla, entre piedras, caracolas y algas, resplandecían las monedas, cientos de monedas brillantes. De un vistazo, Miguel reconoció florines de oro, monedas de oro de Flandes, ducados venecianos y táleros de plata. ¡Un auténtico tesoro!
Por lo visto, la tormenta y las olas habían arrastrado el pequeño tonel hasta la playa, al igual que otros objetos, y solo lo estrelló contra las rocas en el último instante; ahora estaba encajado entre las rocas y no podía avanzar ni retroceder, pero las monedas estaban desparramadas por la arena y poco a poco las olas las cubrían de arena. Miguel reconoció el sello de Da Palha en el tapón. ¿Acaso el capitán quiso desarrollar sus propios negocios o tal vez untar a un par de hombres? En todo caso, ya no quedaba nadie a quien untar en esa nave, nunca más. Miguel dio vuelta al tonel y durante un instante se quedó de piedra: ¡un marino no solía ver tanto oro en un solo lugar! Después se puso manos a la obra.
Recogió las monedas y las amontonó, escarbando en la arena para recoger las monedas hundidas; pescó algunas de un charco entre las rocas y las puso junto a las otras. Registró todo el lugar minuciosamente para que no se le escapara ninguna moneda y por fin también registró la orilla de la playa y siete monedas más recompensaron sus esfuerzos. ¡Era un hallazgo increíblemente maravilloso! Finalmente logró reunir alrededor de cien monedas de oro.
Miguel se dejó caer en la arena y volvió a examinar el pequeño tonel de madera. Un espeso saco de tela encerada, no: más bien un pellejo de cerdo había aumentado su flotabilidad. Así que por eso no se había hundido pese al peso de las monedas y el oleaje lo arrastró hasta la playa. Debiera elevar una plegaria por el alma de Da Palha y encender una vela en cuanto encontrara una iglesia: el capitán se lo había ganado, pese a todo. Era tanto dinero… ¡Con él se podían emprender muchas cosas! Como pagar un adelanto por una pequeña nave, por ejemplo, o comprar una licencia para vender bebidas alcohólicas y abrir una pequeña taberna en un puerto cualquiera. ¡Vaya, se podían hacer muchas cosas con tanto oro! Y lo mejor de todo el asunto era que nadie lo echaría de menos ni pretendería recuperarlo, no tras semejante tragedia. No tenía dueño, era un despojo del mar y desde siempre le pertenecía a quien lo encontraba.
Mientras Miguel procuraba acostumbrarse a la idea de la repentina riqueza, empezó a imaginarse surcando los mares a toda vela en un orgulloso bergantín. ¡Cómo resplandecían sus velas, cómo se deslizaba veloz por encima de las olas…! El corazón le dio un vuelco: ¡una nave propia!
Sin dudarlo y de un tirón, Miguel arrancó una de las anchas mangas de su camisa, la llenó de monedas, anudó ambos extremos y ocultó el saco bajo la camisa; el cinturón impidió que se deslizara en los pantalones. Entonces su vientre se asemejó a la gorda tripa de un mesonero, pero eso no le molestaba. Repartió las monedas a ambos lados para que todo quedara bien parejo y se dio por satisfecho. No dejó de acariciarse la tripa: una sensación estupenda.
«Nunca he tenido un golpe de suerte comparable», pensó Miguel. Era muy irónico que precisamente Da Palha fuera quien se lo proporcionó. En todo caso, no desperdiciaría esa suerte, não, Senhor, nunca da vida. Sabría aprovecharlo.
Valiéndose de una piedra, Miquel rompió la tapa, el fondo y también las duelas del pequeño tonel en pequeños trozos. Los más grandes los partió por encima de la rodilla. Por fin desparramó cada astilla entre las rocas y las piedras y borró las huellas. Bien: ahora nadie podría demostrar nada. Ahora solo debía regresar a casa o al menos a la civilización: entonces ya nada se interpondría entre él y un futuro dorado. Las palabras lo hicieron sonreír: un futuro dorado… Volvió a restregarse el vientre engordado por el saco. En realidad, lo único que echaba de menos era un trago de aguardiente o al menos un buen trago de agua fresca.
Volvió a escalar los arrecifes, en primer lugar porque quería echarle un vistazo a las bahías vecinas donde tal vez se encontraran un par de hombres de la San Pietro que hubiesen logrado alcanzar la costa y en segundo porque necesitaba agua. Una vez llegado arriba, se abrió paso lo más cerca posible del borde a través de la densa broza, sin dejar de arrastrarse hasta el borde y atisbar hacia la playa. Nada: no había ni un alma, solo ramas, troncos y despojos del mar medio podridos entre las rocas. Por desgracia, tampoco encontró rastros de un arroyo.
Pero de repente descubrió un cuerpo inmóvil en una de las bahías, picoteado por las gaviotas. El hombre estaba muerto. ¿Quién era? En todo caso debiera de enterrarlo, porque nadie de este mundo merecía ser devorado por las gaviotas u otros carroñeros. Miguel aguardó un momento, tratando de recuperar sus fuerzas; después bajó a la bahía.
El muerto estaba tendido de espaldas, con la cabeza vuelta hacia un lado. Era el comerciante de Amberes, el padre de Cornelisz, quien había echado anclas por última vez en esa playa de la costa berberisca.
—Acogedlo en Vuestro seno, Señor —rezó Miguel antes de registrar el cadáver. Primero solo descubrió rozaduras y también un par de costillas rotas, en todo caso ninguna herida mortal. Pero cuando quiso darle la vuelta comprendió qué había ocurrido: el mar le había roto el pescuezo.
«Al menos fue una muerte rápida», pensó Miguel.
Después examinó los bolsillos del muerto: solo contenían arena, pero palpó algo sólido en el interior del forro del jubón. Cortó la tela con cuidado y extrajo un sobre plano lleno de escritos ablandados por el agua y casi imposibles de descifrar, dado que su capacidad para la lectura era más bien escasa; sin embargo, guardó los escritos en su cinturón. Después plegó las manos del comerciante muerto y, tras echarle un vistazo a las gaviotas hambrientas que aguardaban a distancia prudencial, empezó a cubrir el cuerpo del padre del muchacho con piedras.