47
Varios carros se detuvieron ante la puerta de la fortaleza. Además de Cornelisz, los comandos de reclutamiento habían atacado y raptado a treinta y tres involuntarios más en la calle, en los burdeles o en las tabernas, para que en el futuro lucharan por la corona portuguesa.
Cornelisz seguía resistiéndose a voz en cuello.
—Hablad con dom Francisco y convenceros vos mismo de que me han encargado oficialmente pintar su retrato. Si no queréis preguntárselo al gobernador, dirigíos a su mayordomo o a su sustituto —gritó, procurando convencer a los soldados, pero estos pasaron por alto sus palabras, como también las maldiciones de los otros reclutados a la fuerza.
Los trasladaron a la fortaleza donde recorrieron un laberinto de oscuros pasillos y fueron encerrados en celdas húmedas y oscuras, diez hombres en cada celda. Durante dos días no les proporcionaron agua ni comida y por más que aporrearan las puertas y gritaran, nadie les hizo caso. Los prisioneros estaban muy apretujados, de manera que no todos podían tumbarse en el suelo a la vez y algunos debían permanecer de pie o acurrucarse contra los muros mientras los otros dormían.
El tercer día por fin se abrió la puerta de la celda y la luz de unas antorchas iluminó a soldados fuertemente armados quienes, apostados lanza en ristre frente a la puerta de la celda, evitaban que ninguno escapara. Les alcanzaron tres cubos de agua a los prisioneros y les arrojaron unos cuantos panes, después la pesada puerta volvió a cerrarse con un golpe apagado.
La paja que cubría el suelo hedía a orina. Cornelisz estaba acurrucado en un rincón con los brazos apoyados en las rodillas. Al principio aún se había aferrado a la esperanza de que en cuanto dom Francisco se enterarse del rapto lo liberaría de inmediato. Pero cuanto más reflexionaba sobre el asunto, tanto más claro tuvo que era de suponer que los detalles de las nuevas tropas reclutadas a la fuerza no alcanzarían al gobernador ni le interesarían.
La oscuridad, el hambre y la sed —además de la incerteza de lo que ocurriría con ellos— hizo que la mayoría se volviera dócil, de modo que esa noche hicieron su marca en la lista de los mercenarios de manera voluntaria, por así decir. Y también Cornelisz.
Al día siguiente fueron conducidos al cuartel vecino, muy bien vigilado para que nadie pensara en escapar. Allí por fin les dieron de comer, pudieron disfrutar del aire y del sol y, aunque los volvieron a maniatar y los vigilaban, empezaron a recuperarse con rapidez. Además de los portugueses y algunos españoles, también había mercenarios genoveses y griegos entre ellos. Esos hombres se habían presentado voluntarios y recibieron un trato mejor que los otros. Pero varios esclavos negros, algunos muchachos que casi eran niños e incluso un hombre del norte de ojos claros, un veterano fuerte y cubierto de cicatrices, formaban parte de los hombres que, al igual que Cornelisz, habían sido reclutados al ejército a la fuerza.
Quien comandaba ese montón heterogéneo era el capitão Caetano, un portugués de baja estatura que ya al día siguiente empezó con la instrucción, que básicamente consistía en aprender a luchar cuerpo a cuerpo, a veces con la lanza y otras con la cimitarra. Claro que no les proporcionaban armas de verdad, las lanzas y las cimitarras eran de madera; quienes esquivaban un golpe o una embestida demasiado temprano eran azotados. Sin embargo, no solo se trataba de disciplinar a los cobardes y los remisos: Cornelisz observó que al menos en la mirada de algunos de los instructores brillaba el gusto por el castigo. Los golpes y los puntapiés —que a menudo no parecían tener causa alguna— eran lo peor, pero también se percató de que los azotes evitaban las piernas y las manos y solo la espalda, los antebrazos y los muslos eran la diana de los latigazos o los porrazos. De ese modo se aseguraban de que, en cuanto resultara necesario, los hombres fueran capaces de marchar y de luchar. Y aunque la paliza suponía una horrenda tortura para Cornelisz, estaba casi agradecido de que al menos no le golpearan las manos. ¡Aparte de los dedos, capaces de realizar delicadas pinceladas, una buena vista para poder distinguir las formas y los colores era la herramienta más importante de un pintor!
Tras unos pocos días de instrucción les proporcionaron uniformes portugueses, equipos heterogéneos —que aún estaban manchados de la sangre de sus desafortunados propietarios anteriores— y los embarcaron en una galera. Los soldados recién reclutados debían defender las posesiones portuguesas de la costa marroquí contra los rebeldes berberiscos. El plan era el siguiente: avanzar rápidamente y sin llamar la atención, detectar a los berberiscos saadíes, rodearlos y aniquilarlos.
Incluso después de que la galera hubiera rodeado el tormentoso cabo y sus olas atronadoras y volvieran a navegar en las aguas tranquilas del litoral, la situación de los soldados bajo cubierta apenas resultaba más soportable. Bajo cubierta había unos treinta, los demás estaban en cubierta junto con los caballos. Al principio Cornelisz se alegró de estar bajo la cubierta, donde al menos no veía constantemente el mar bravío, pero eso fue antes de que el viento empezara a soplar con más fuerza y la marejada aumentara. Entonces deseó poder estar en cubierta.
Los hombres se apiñaban en el recinto de techo bajo, donde en general se amontonaba la carga. El aire hedía a los efluvios corporales y apestaba a la fermentada agua de la sentina que penetraba a través de las maderas. A ello se sumaba el tufo a orina, sangre y vómito. Cornelisz procuró respirar por la boca: solo así lograba evitar las náuseas.
Un veterano español, que solo hacía unos días se había jactado de las experiencias de su larga vida de marino, vomitaba hasta el alma, directamente sobre las botas de un guardia portugués. Este soltó una blasfemia y le pegó un latigazo al pobre desgraciado, de modo que la sangre le manchó la barba. El veterano reculó y trató de ocultarse entre los demás, pero nadie le ayudó, todos estaban ocupados consigo mismos.
La próxima vez que la galera remontó una ola, Cornelisz tampoco se pudo aguantar y su estómago se vació entre arcadas y calambres; después él también estaba tendido en su propio vómito, gimiendo, muerto de miedo, con ese desagradable sabor en la boca y deseando que el viaje llegara a su fin. O que llegara la muerte, si esta se presentaba antes.
Alcanzaron la meta al atardecer, cuando el sol empezó a hundirse en el mar. Por encima de la desembocadura de río seco resplandecía la tumba de sîdi Ifni, un santo del lugar. Hacía poco tiempo allí se había levantado una orgullosa fortaleza española, pero antes, cuando pasaron junto a ella, solo parecía una ruina.
Uno tras otro tuvieron que deslizarse a lo largo de cabos mojados y resbaladizos y luego nadar hasta la cercana orilla o alcanzar el diminuto bote bajo sus pies. Allí el agua no era muy profunda, pero el oleaje era considerable. Casi ninguno de los hombres sabía nadar; sin embargo, los obligaron a pasar por encima de la borda a latigazos y muchos se precipitaron al mar. Los remeros los sacaban a todos lo antes posible, pero los gritos de terror de los hombres casi apagaban el rugido de las olas. Además, el pequeño bote se llenaba de agua bajo el peso de los hombres y estos se esforzaron en sacarla durante el corto trayecto hasta que por fin volvieron a pisar tierra firme.
También había que llevar los caballos a tierra, así que abrieron la empavesada, sujetaron largas tablas a la nave que llegaban hasta el agua y obligaron a los caballos a abandonarla. Observar los vigorosos cuerpos de los caballos, sus cascos agitados y sobre todo sus ojos puestos en blanco fascinó a Cornelisz hasta tal punto que casi olvidó su propio terror. Como hechizado, vio que los caballos se abrían paso a través del agua que les llegaba al pecho y como una vez llegados a tierra, volvían a tranquilizarse.
«¡Qué escenas, qué cuadros maravillosos se pueden crear con ellos!», pensó.
Cuando se hizo de noche remontaron la colina en silencio y siguieron el curso del lecho seco del río camino arriba hasta un desfiladero. Era una noche ventosa y las nubes se acercaban desde el mar, cruzaban el firmamento y cubrían las estrellas, pero no traerían lluvia. Es más, el sol de la mañana absorbería el último rastro de humedad: se notaba la proximidad del desierto.
El capitão João Caetano, erecto y con los hombros tensos, cabalgaba en cabeza, a su lado un portaestandarte y dos hombres de tez oscura y coriácea que conocían el lugar. El ejército de Caetano consistía en cincuenta jinetes armados de lanzas y cimitarras, además de veinte ballesteros y arcabuceros a pie. Cornelisz avanzaba en medio de sus compañeros de infortunio, ese par de puñados de hombres apresuradamente instruidos y así llamados voluntarios oriundos de todo el mundo. Sin llamar la atención, se rezagó cada vez más hasta toparse con una fila de guardias que formaban la retaguardia.
Los jinetes desmontaron y uno tras otro siguieron el curso del arroyo. Los dos guías del comandante se adelantaron para explorar el terreno y poco después informaron que se acercaban al campamento enemigo.
—¡Silencio! ¡Los sorprenderemos durmiendo y acabaremos con ellos!
Murmurando, los hombres se pasaron la orden entre ellos.
«Sorprenderlos y acabar con ellos, nada menos», pensó Cornelisz. Si eso resultaba tan sencillo, ¿para que lo necesitaban a él y a los demás guerreros involuntarios? La instrucción recibida era escasa y demasiado superficial como para ser eficaz. En todo caso, él no lucharía: no solo aborrecía la violencia y de momento incluso había logrado evitar todas las peleas, además simpatizaba con los berberiscos que querían sacarse de encima las tropas extranjeras de ocupación. Todos los berberiscos que había conocido durante los años pasados junto a Anahid eran personas decentes, de carácter y honrados, y además en cierta ocasión le habían salvado la vida. No tenía la menor intención de alzar el arma contra ellos. En cuanto comenzara la batalla, se ocultaría entre los arbustos.
Pero de momento tenía que correr junto al montón y trotaba detrás de un portugués. Casi no veía nada en medio de la penumbra y debía prestar atención para no tropezar en ese terreno intransitable. Pero entonces no vio una piedra y cayó a los pies del portugués que lo amenazó con el látigo.
—¡Cierra el pico, maldita sea! —gruñó uno de los arcabuceros.
Habían envuelto los cascos de los caballos con tiras de cuero, de modo que avanzaban en silencio. Solo de vez en cuando sonaba el relincho de un animal o el ruido de las piedras que chocaban entre sí, una blasfemia murmurada en voz baja o el suave tintineo del metal. Pronto alcanzaron una hondonada recorrida por un arroyuelo. Uno de los guías indicó que el campamento de los berberiscos se encontraba muy cerca.
Mandaron guardar el más absoluto silencio y hasta Caetano solo susurró sus órdenes. Dividió la infantería en dos grupos, les ordenó que avanzaran lenta y sobre todo silenciosamente desde ambos flancos y les indicó a los jinetes que se abrieran paso a través del centro cuando él les diera la señal.
Cornelisz formaba parte del grupo que debía rodear el campamento por la derecha para cubrir ese flanco de los berberiscos e impedir su huida. Aferró su lanza y cogió el escudo de cuero colgado de su espalda. Agazapado, echó a correr hacia delante junto con los demás hasta que los hombres a su lado se detuvieron y se pusieron a resguardo. Él también se ocultó detrás de una roca; el corazón le palpitaba con fuerza y, pese al frío nocturno, el sudor le empapaba la espalda.
«Dios mío —rezó para sus adentros—, indícame a tiempo por dónde puedo huir». Después alzó la cabeza y atisbó al otro lado de la roca.
Ante ellos se encontraba el campamento de los saadíes, desde allí se observaban hogueras, tiendas, camellos y algunos guardias cómodamente sentados con las piernas cruzadas; ninguno parecía sospechar el peligro que los amenazaba. Los hombres estaban tendidos en el suelo junto a sus hogueras y dormían envueltos en sus capas provistas de capuchas, mientras los camellos rumiaban al borde del círculo iluminado y solo de vez en cuando giraban la cabeza y el largo cuello. De los legendarios corceles de los guerreros del desierto que el capitão pretendía convertir en su botín no había ni rastro, quizá se encontraban más allá, donde había forraje para ellos.
Uno de los soldados regulares portugueses, un musculoso muchacho campesino con la ballesta montada, le golpeó la espalda.
—Vamos —le indicó mediante un gesto—, vamos, avanza hacia las hogueras, ¡rápido! —murmuró con una sonrisa burlona.
De pronto Cornelisz comprendió. ¡Así que de eso se trataba! Ellos, los así llamados voluntarios, debían sorprender a los adversarios y distraer su atención y, de paso, casi todos ellos morirían, pero con eso ya contaban: para los portugueses, ellos carecían de valor y por eso les daba igual que murieran bajo el fuego enemigo. El hombre volvió a gesticular.
Cornelisz miró en torno. Detrás de la roca, detrás de cada elevación del terreno estaba acurrucado un soldado con la mirada dirigida hacia los desprevenidos berberiscos, dispuesto a atacar. El ballestero volvió a instarlo a que avanzara.
Cornelisz recorrió el terreno con la mirada; a la derecha había una hondonada llena de sombras. Ignoraba la profundidad de la hondonada, pero era allí adonde quería ir. Las hondonadas ofrecían protección y con un poco de suerte, desde allí podría poner pies en polvorosa sin ser visto. Aferró la lanza con más fuerza.
Lentamente, se arrastró desde detrás de la roca y se enderezó, después echó a correr hacia la hondonada, pero antes de alcanzarla y poder ocultarse se topó con un guerrero armado que acababa de ponerse de pie en la hondonada.
En ese preciso instante varias gargantas soltaron un rugido unánime, los hombres junto a las hogueras se pusieron de pie y de pronto todos sostenían espadas y arcabuces en las manos. También los supuestamente dormidos se desprendieron de las capas en la que se habían envuelto, se pusieron de pie y cogieron las armas. Como con la ayuda de manos fantasmales las tiendas se plegaron y entre sus lonas aparecieron más hombres armados. Era como si tras cada piedra, cada arbusto y cada escondite por más pequeño que fuera hubiera guerreros berberiscos, todos armados y dispuestos a luchar. Un instante después, estalló el infierno.
Los disparos silbaron desde todas partes al mismo tiempo. El metal chocó contra el metal, apestaba a carne quemada, los hombres gritaban y los camellos bramaban. Mediante lanzas y espadas, los guerreros que brotaban de la oscuridad apremiaron a los portugueses, los impulsaron hacia las hogueras donde, a la luz de las llamas, se convertían en blancos excelentes. E incluso antes de que los portugueses lograran volver a cargar sus arcabuces muchos de ellos cayeron al suelo y ya no se movieron más. El bonito plan del comandante Caetano de atacar por sorpresa había fracasado por completo.
Cornelisz aún permanecía de pie ante la hondonada en la que quiso ocultarse, demasiado atónito como para pensar en huir. De pronto vio un brazo que blandía una espada con el rabillo del ojo, pero solo pudo hacer un movimiento reflejo: algo duro le golpeó la sien y se desplomó.
Cuando volvió a recuperar la conciencia estaba maniatado. Alguien lo obligó a ponerse de pie y lo empujó hacia las hogueras donde habían reunido a los demás prisioneros, junto con su jefe el comandante Caetano. Algunos hombres se retorcían en el suelo, unos maldecían en voz baja, otros rezaban, pero la mayoría gemía de dolor. Cornelisz vio sangre, heridas de espada y miembros fracturados; él estaba ileso. Solo le dolían las muñecas atadas con cuerdas y la cabeza; además notó que tenía un ojo hinchado. ¿Acaso eso era todo, esas pequeñas heridas? ¿Es que había salido con vida una vez más?
El cabecilla de los saadíes, un hombre alto y delgado, se acercó y contempló a los prisioneros por encima del velo que le cubría la parte inferior del rostro. Con el ceño fruncido y el desprecio reflejado en la mirada de sus ojos oscuros, contempló a cada uno de los soldados. Cornelisz consideró que algo de ese guerrero berberisco le resultaba conocido, su porte le recordaba a alguien pero no sabía a quién.
Sea como sea, en cuanto el hombre lo viera debía dejar claro que, en el fondo, él no tenía nada que ver con los portugueses y que solo lo habían forzado a entrar en su servicio. Por suerte dominaba el árabe bastante bien y, gracias a Anahid, también el tashelhait, la lengua de los pueblos berberiscos del sudeste.
Mientras Cornelisz seguía buscando las palabras adecuadas, de pronto recibió un golpe en el pecho. Uno de los guerreros del desierto trató de arrancarle la camisa, pero como llevaba las manos maniatadas a la espalda resultó imposible. Sin dudar un instante, el saadí desenvainó la espada.
—¡Socorro! —gritó Cornelisz.
Sin inmutarse, el guerrero apoyó la espada contra su cuello y cortó la camisa en tiras delgadas para vendar a sus camaradas heridos. A Cornelisz le temblaban las rodillas.
Cada vez más guerreros encapuchados surgieron de la oscuridad. Se acercaban desde todas partes como los espíritus de la noche y se reunían en el escenario del acontecimiento. Reían y se palmeaban los hombros mutuamente, unos incluso danzaban con sus armas en las manos alzadas, iluminados por las llamas. Todos celebraban la victoria con gesto triunfal.
Aunque daba la impresión de que todo era una confusión, Cornelisz no tardó en comprobar lo bien organizados que estaban los berberiscos. Unos hombres atraparon los caballos de los portugueses mientras otros recogían sus armas. Otros se encargaban de los camellos o acarreaban agua mientras que junto a las hogueras se encargaban de cuidar a los heridos. Entonces vio que el número de los guerreros del desierto superaba los doscientos hombres: su pequeña tropa nunca tuvo la menor oportunidad.
¿Y el comandante Caetano, ese fanfarrón presuntuoso? Estaba acurrucado en el suelo, sosteniendo su brazo herido. ¡Cómo se había jactado de que aquello sería un paseo, un juego de niños! En cambio, esos guerreros berberiscos habían demostrado quiénes eran los amos.
De pronto el jeque apareció ante Cornelisz y, con los brazos cruzados, contempló el amuleto que reposaba sobre su torso desnudo. La mirada de sus ojos negros, lo único visible entre el velo y el chêche, brillaba de ira.
—¿A quién se lo has robado? —preguntó en portugués, indicando el amuleto de plata que brillaba en el pecho del pintor—. ¿Quién tuvo que morir por ello?
—Salam u aleikum.
«Ahora se trata de actuar con inteligencia», pensó Cornelisz, y se obligó a conservar la calma.
—¡Contesta, perro cristiano!
—Ouacha, sherif. Nadie tuvo que morir por este amuleto, porque se trata de un regalo. Este gris-gris debe protegerme. Así lo decidió una sherifa de los saadíes, una hija de tu pueblo y del desierto.
—¡Cuidado con lo que dices! ¡No solo Alá, también tu dios cristiano castiga a los mentirosos con las torturas del infierno! —exclamó el jeque, en cuyos ojos chispeaba la cólera.
—Tienes razón, sîdi. Pero digo la verdad —contestó Cornelisz, procurando enderezar los hombros con las manos atadas a la espalda, y continuó—: hace mucho tiempo, un orfebre sabio y poderoso confeccionó mi gris-gris. Era un célebre hechicero, al menos eso fue lo que me contó Anahid, la sheïka oriunda del lejano y fértil valle del oued Ziz.
—¿Y pretendes que te crea? Si de verdad eres un amigo de los libres y estás bajo la protección de la noble Anahid, explícame qué estas haciendo aquí junto a sus peores enemigos. ¿Por qué luchas contra nosotros? Y te lo advierto una vez más: no me mientas.
El hombre dio un paso adelante y escudriñó el rostro de Cornelisz. Su hostilidad hacía un momento tangible había dado paso a la curiosidad.
—Me obligaron a hacerlo —contestó Cornelisz—. Estoy aquí en contra de mi voluntad y no blandí el arma contra uno de los vuestros. Nunca he alzado un arma contra nadie, ¡lo juro por Dios!
¿Qué era lo que tenía ese hombre que le recordaba al jeque Amir, el jefe de la caravana que hacía años lo había llevado hasta Santa Cruz? Daba igual, de todos modos en aquel entonces puede que la fiebre lo hubiese confundido. Ahora debía aprovechar el interés manifiesto del jeque.
—Me llamo Cornelisz van Lange y soy oriundo de Flandes. No tengo absolutamente nada que ver con los portugueses —prosiguió—. Al contrario. Hace poco tiempo sus reclutadores me capturaron, me encerraron en las mazmorras y me obligaron a participar en este ataque.
—La illah illalah, la voluntad de Dios se cumple —dijo el jeque, y asintió con la cabeza. Después caminó lentamente en torno a Cornelisz y lo examinó desde todos los ángulos. Cuando volvió a encontrarse frente a él y pudo mirarlo a cara, volvió a asentir con expresión seria.
—¿Así que realmente eres ese joven pintor que vivió en casa de Anahid bajo su protección? Has cambiado, te has convertido en un hombre. ¡Los caminos de Alá son insondables! ¿Cómo está tu pierna, ha cicatrizado bien? ¿Y cómo se encuentra tu amigo el timonel? Porque tú eres aquel muchacho náufrago que hace años acompañé con mi caravana hasta Santa Cruz, ¿verdad?