32
Las velas empapadas le impedían nadar, estaba rodeado de vigas y mástiles reventados, de cabos que lo sujetaban y tiraban de él hacia abajo. No podía respirar, tenía que liberarse, luchar contra las olas, salir a la superficie…
Cornelisz abrió los ojos. Notó que estaba tendido en tierra firme pero no dejó de agitar los brazos, convencido de que aún estaba en el mar. Todo se balanceaba y giraba y Cornelisz vomitó en la arena. Después se desplomó y, tendido en medio de su propio vómito, cerró los ojos y gimió.
Solo entonces, cuando oyó su propia voz, cuando notó la arena que rechinaba entre sus dientes y sus manos rozaron las rocas, comprendió que la muerte ya no lo aferraba. Ya no debía luchar contra las rocas, los remolinos y el agua. Sus dedos solo tantearon rocas, no maderos resbaladizos ni una empavesada de madera que no pudo impedir que cayera al mar, pero sobre todo habían desaparecido las inmensas olas que amenazaban con devorarlo.
La pierna le palpitaba y cuando la tocó con la mano notó un tenso vendaje de tablas y cuerdas. ¿Dónde se encontraba y qué le había ocurrido? No osó abrir los ojos, temiendo que volvería a marearse y lentamente se incorporó apoyado contra una roca. Después abrió los ojos con mucha cautela y esa vez su estómago no se revolvió.
Se encontraba en la playa de una pequeña bahía; más allá, en el mar, enormes olas rompían sobre obstáculos invisibles, en cambio allí solo había rocas abrasadas por el sol, piedras y algunos despojos del naufragio, nada más. No se veía a nadie por ninguna parte, pero alguien tenía que haberle entablillado la pierna y sujetado las tablillas con cuerdas. ¿Quién se había encargado de hacerlo? Su padre, era de suponer, pero ¿cómo había llegado hasta allí?
Entonces de pronto recobró la memoria.
Se había lanzado al agua, nunca en la vida se había visto obligado a tomar una decisión de semejante alcance, pero ¿la había tomado, verdad? Cuando se dio cuenta de que la nave ya no volvería a enderezarse, había saltado por encima de la borda, se había lanzado a las montañas embravecidas de las aguas que amenazaban con devorarlo. Cornelisz se estremeció. ¿Es que quizás habría caído? Alguien había gritado: «¡Salta!». ¿Fue su padre? Sabía que había nadado para salvar la vida, pero ¿cómo fue a parar al agua?
Oleadas afiebradas, el recuerdo del frío helado y del terror de morir recorrieron su cuerpo. Recordó cómo sus brazos golpeaban las olas y lo impulsaban hacia delante, cómo pataleó solo para mantenerse en la superficie… ¡Y las rocas! Lo herían y le arrancaban la piel. Algunas veces, cuando las olas lo arrastraban debajo del agua, tan profundamente que le zumbaban los oídos, quiso abandonar. Pero siguió luchando, pataleó y braceó y salió a la superficie. Los brazos se elevaban, las piernas empujaban, brazos, piernas, brazos, piernas una y otra vez…
¡Estaba vivo! Puede que la nave se hubiese hundido, pero él había sobrevivido a la catástrofe. Sin embargo, ¿dónde estaban los demás, dónde estaba su padre?
—¡Padre! ¿Dónde estás, padre?
Su voz era áspera y aguda como la de un niño e inmediatamente se apagó debido al agotamiento. La cabeza le palpitaba como los golpes en una herrería y se juró que era la última vez que su padre lo obligaba a embarcarse.
—¡Amigo! —gritó Miguel desde lejos al ver que Cornelisz estaba despierto—. ¡Bienvenido a tu nueva vida! ¿Cómo está tu pierna?
—¿Dónde estamos? ¿Dónde están los demás, dónde está mi padre?
—¿Tu padre y los demás? Pues…
Miguel se dejó caer de rodillas junto a Cornelisz y comprobó el entablillado de la pierna.
—Tienes mal aspecto —dijo—, estás cubierto de chichones, cortes y moratones. Pronto todo tu cuerpo se habrá vuelto verde y azul. ¿Tienes dolores?
Cornelisz asintió.
—Sí, pero son soportables. Sois el timonel, ¿verdad?
—Miguel de Alvaréz, antiguo timonel de la San Pietro, a tu servicio.
—¿Mi pierna…?
—Yo me encargué de ella. No había nadie más.
—Pero ¿qué queréis decir con eso de que no había nadie más?
—¿Pues qué te parece?
Miguel detestaba ser el portador de malas noticias, pero al ver la mirada de incomprensión del muchacho tomó una decisión: no quedaba más remedio, el muchacho hacía preguntas y requería respuestas y no insinuaciones. Tenía que explicarle el alcance completo de la desgracia, pero tal vez sería mejor hacerlo poco a poco. Con un poco de suerte, Cornelisz lograría sacar sus propias conclusiones. Miguel se puso de pie y señaló en derredor.
—Lo que quiero decir es que a excepción de nosotros dos, aquí no hay nadie. En todo caso, no he visto a nadie con vida cuando escalé la pared de roca para registrar las bahías vecinas. No hay nadie, ninguém, ¿comprendes? ¿Lo has entendido? Hemos de marcharnos de aquí.
—¿Marcharnos? Pero… ¿y mi padre? ¡Y la nave, hemos de ayudar a los demás, salvarlos!
—Ven —fue lo único que dijo Miguel, cogió a Cornelisz de los brazos y le ayudó a levantarse. Después indicó la playa y el estrecho pasadizo a través del que se divisaba el mar abierto y lo poco que quedaba de la San Pietro—. Como ves, no queda nada, nadie a quien podamos prestarle ayuda.
—¿Están todos…?
Miguel asintió.
—Sí, que yo sepa. Gracias al capitán Da Palha, ahora todos ocupan una tumba húmeda.
Miguel sabía muy bien cuál sería la próxima pregunta y la idea lo espantaba. Tenía la boca seca y la lengua pegada al paladar.
—¿También mi…? —dijo Cornelisz, y se interrumpió.
Miguel no sabía qué decir; notaba la pena que sentía el joven hijo del comerciante.
Pero el muchacho recuperó el control y finalmente logró pronunciar las palabras.
—¿También mi padre?
—Sí —contestó Miguel en tono sosegado—. Sin embargo, no tiene que aguardar el día del Juicio Final en el fondo del mar, como los demás. Está tendido en la arena, en la bahía siguiente.
Le mostró a Cornelisz su callosa mano derecha.
—Con estas manos le proporcioné una bonita tumba a tu padre, lo bastante alejada del agua y protegida de los carroñeros. ¿Estás dispuesto a ponerte en marcha?
—¿Cómo… quiero decir, cómo…?
—Se rompió el pescuezo, la mejor muerte de todas —dijo Miguel procurando humedecerse los labios, pero fue en vano: tenía la boca completamente seca—. Debe de haber sido muy rápido, seguro que no sufrió.
Comprobó la posición del sol: casi estaba en el cenit. No transcurriría mucho tiempo antes de que el sol de mediodía los abrasara; debían largarse de allí y lo que necesitaban con mayor urgencia era agua, porque de lo contrario ya podrían empezar a cavar sus propias tumbas allí.
En ese momento Cornelisz se desmoronó; sin decir ni una palabra, se deslizó de los brazos de Miguel y cayó en la arena sin conocimiento.
«¿Y ahora qué hago, maldita sea?», pensó.
¿Dejarlo tirado allí? Supondría una muerte segura para el joven.
Miguel volvió a examinar la botella encontrada en la playa. Su capacidad no era muy grande, pero de momento era lo único que había encontrado. Disponía de un corcho y podía servir de cantimplora cuando partieran, a condición de que encontraran agua, claro está, y se la metió bajo la camisa.
Cornelisz permanecía inmóvil.
Avanzaría más rápido a solas; quizás encontraría agua más allá de las rocas de la costa. Antes había visto estiércol de ovejas, no era fresco pero donde había animales tenía que haber agua. Antes o después la encontraría. «Mejor antes», pensó, y volvió a intentar reunir saliva en la boca.
Mientras Miguel seguía reflexionando, ya recorría la pared de roca con la mirada buscando un camino transitable. Después lanzó un suspiro y exclamó:
—¡Por mi alma inmortal! —Se cargó a Cornelisz a la espalda y abandonó la bahía en dirección al este.
Miguel recorría una llanura pedregosa; no llevaba zapatos y tuvo que prestar atención para evitar que las espinas o las piedras afiladas le lastimaran los pies. Con el tiempo, avanzar se volvió cada vez más cansado. Aunque el sol estaba a punto de ponerse, sus rayos todavía lo abrasaban, cada paso era doloroso y el muchacho con el que cargaba se volvía más pesado. No obstante, Miguel se alegró: estaba con vida, las olas no lo habían destrozado, no era un cadáver hinchado que se pudría en esa costa berberisca aguardando el Juicio Final. ¡Y encima era un hombre rico! Es más: a pesar de lo duro del esfuerzo se alegraba de no haber dejado abandonado a Cornelisz a su suerte, porque se hubiera sentido culpable durante toda la vida: Miguel se conocía sí mismo.
Hacía mucho tiempo que había dejado de oír el rumor del mar y también de verlo. El terreno ya no era el mismo, allí era menos pedregoso y más arenoso e incluso crecían malezas y arbustos pinchudos. En cuanto lo notó, pegó un respingo: ¡la existencia de plantas suponía la de animales, y la de estos, agua! Debía de encontrarse cerca del agua y rápidamente miró en derredor y entonces vio huellas de animales en la tierra: allí habían pasado cabras u ovejas. ¿Una fuente? Pues encontraría esa fuente, Deus, aunque fuese lo último que hacía. ¡Podría haber bebido un océano entero!
Cada vez más huellas aparecieron en la arena, convergían desde todas partes. Miguel aceleró el paso y el cuerpo de Cornelisz —aún inconsciente— rebotaba en sus espaldas. Miguel clavó la vista en las huellas de animales: no debía perderla.
Entonces encontró el círculo de piedras planas y desgastadas en medio de inmensos charcos secos: ¡era un abrevadero y suponía su salvación!
Depositó a Cornelisz en el suelo con mucho cuidado para no afectar la pierna fracturada; el muchacho temblaba a pesar del calor.
«Debe de tener fiebre», pensó Miguel. Después se tendió bocabajo y se asomó al pozo de la fuente. ¡Aleluya, había agua en el fondo y encima en abundancia, graças a Deus!
Cogió la gran calabaza sujetada a una cuerda que estaba junto al borde de piedra, la arrojó al pozo y se apresuró a izarla. Primero bebió un sorbito para probarla, pero luego ya no se contuvo: bebió y sorbió, tragó y se atragantó y por fin incluso derramó el resto del agua por encima de su cabeza. ¡Nunca había bebido algo tan exquisito en una fonda de algún puerto del ancho mundo!
Cuando finalmente hubo saciado la sed, volvió a sacar agua y trató de verterla en la boca de Cornelisz, pero este mantenía los dientes tan apretados que no lo logró. Así que lo lavó y dejó caer gotas de agua en sus labios. El muchacho gemía y parpadeaba, estaba muy acalorado.
Miguel extrajo más agua del pozo, humedeció las ropas de Cornelisz y le refrescó la cabeza y el pecho; luego procuró eliminar la sangre reseca de la cara, los brazos y las manos del desmayado; después lavó sus propias heridas y por fin llenó la botella de agua, volvió a cargar con el enfermo y lo arrastró hasta unos tamariscos cercanos. Allí, al alcance de la fuente, podrían descansar unas horas.
Cornelisz seguía profundamente inconsciente, pero su frente ya no ardía tanto como antes. A lo mejor Dios se apiadaba de él y lo dejaba con vida.
Miguel desplegó las hojas húmedas de los escritos del comerciante con el fin de secarlas y sujetó cada una con piedras. Por su aspecto, se trataba de documentos oficiales. Afortunadamente, el agua salada no había borrado la tinta y seguro que, una vez secas las hojas, casi todo aún resultaría legible. Entonces lo único que debía hacer era encontrar el camino a Santa Cruz; allí había naves que lo llevarían de vuelta a su patria, a una vida de prosperidad y satisfacción. Albergando ese pensamiento maravilloso, Miguel se tendió, cruzó los brazos por encima de su abultado vientre y cerró los ojos.
Bruscamente, el grito aterrado de Cornelisz lo despertó y con la rapidez del rayo y aún medio dormido, Miguel desenvainó su cuchillo. ¡Era noche cerrada! Bajo la pálida luz de la luna vio que alguien estaba arrodillado junto al enfermo. Miguel se puso de pie de un brinco y gritó:
—¡Eh! ¡Quítale las manos de encima!
De la oscuridad surgieron sonidos incomprensibles y el rugido de un animal, y entonces se percató de que estaba rodeado de una horda de hombres encapuchados. ¡Eran muchísimos, maldita sea!
—¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?
Cornelisz se había apoyado en los codos y, perplejo, mantenía la vista clavada en la oscuridad.
—Te lo diré más adelante, primero hemos de intercambiar unas palabras con estos señores —dijo Miguel en tono duro, se tanteó el vientre y el cinturón mientras con la otra mano sostenía el cuchillo que resplandecía bajo la luna. Todo estaba en orden, las monedas aún estaban bajo su camisa. «Y allí permanecerán, justo allí», pensó.
Por lo visto se había dormido y sin percatarse de la salida de la luna y de los hombres que se habían acercado. ¿Qué hacían allí en medio de la noche? Si tenían intenciones de quitarle el oro, les enseñaría lo que era temer, por más que lo superaran en número.
—La paz sea contigo, extranjero.
Uno de los hombres encapuchados se acercó a Miguel con las manos extendidas; era un hombre flaco de al menos seis pies de estatura y su voz era suave, pero Miguel no bajó la guardia. Nunca se podía saber qué intenciones albergaban esos hombres y debido a la capucha ni siquiera logró ver sus rostros.
—La paz también sea contigo —dijo el hombre, dirigiéndose a Cornelisz—. ¿Os encontráis bien? ¿Dónde están vuestros camellos?
Solo entonces Miguel se dio cuenta de que el hombre le hablaba en portugués y de inmediato se sintió más seguro. Lentamente, para que todos lo vieran, volvió a envainar el cuchillo.
—¿Camellos? No tenemos camellos. Somos náufragos. Nuestra nave, la San Pietro, encalló en las rocas y se hundió cerca de aquí. Zozobró, ¿comprendéis? Se hundió con toda la tripulación; somos los únicos supervivientes.
Entonces esbozó una reverencia ante el hombre cuyo rostro cubría un paño oscuro: la cortesía siempre era bien recibida.
—Habláis mi lengua, senhor. ¿Podéis decirme a qué distancia nos encontramos del asentamiento portugués más próximo? Navegábamos hacia Santa Cruz de Aguér.
El hombre no respondió y su mirada osciló entre Miguel y Cornelisz. Entre el turbante y el paño que le cubría la boca y la nariz refulgían unos ojos oscuros, dos cintos guarnecidos de plata le atravesaban el pecho y, bajo la luz de la luna, un adorno de plata en forma de rombo brillaba cada vez que respiraba. Entonces murmuró unas palabras dirigidas a sus hombres; al parecer, tradujo lo que Miguel había dicho.
Un quejido ahogado de Cornelisz volvió a llamarle la atención
—¡Agua! ¡Necesito agua, por favor!
Miguel se apresuró a arrodillarse a su lado y le alcanzó la botella de agua.
—Bebe —dijo—, pero lentamente. Y no te preocupes, hay de sobra: allí atrás hay una fuente.
Entretanto, se habían aproximado más hombres y camellos cargados, unos animales que avanzaban bajo la luz de la luna como enormes barcos fantasmas y un momento después se encendieron las primeras antorchas y diversas pequeñas hogueras.
—Habéis buscado refugio junto a nuestra fuente, la fuente de Sîdi-El-Assaka —contestó el encapuchado por fin. Parecía ser el jefe de la caravana—. Entonces sed bienvenidos como huéspedes junto a nuestras hogueras, descansad y bebed con nosotros.
El hombre dispersó a los mirones con un ademán y un par de palabras e invitó a los náufragos a unirse a él ante su hoguera.
—Muchas gracias, senhor, aceptamos su hospitalidad con mucho gusto.
—¡Así que no es una pesadilla! —dijo Cornelisz en voz baja, dirigiéndose a Miguel—. Por tanto, es verdad que mi padre está muerto, ¿no?
Miguel asintió.
—Sí, por desgracia. Al parecer, a excepción de nosotros dos, nadie sobrevivió al naufragio, pero con la ayuda de estos hombres lograremos alcanzar Santa Cruz. Y allí seguro que encontraremos una nave que nos lleve a casa, ya lo verás. ¡En realidad, ya casi estamos en casa!