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—¡Pero mirad esa tuya, su aspecto es desagradable y pinchudo! Además, en realidad nadie es capaz de interpretar el significado de esa imagen.
—¿Interpretar? Es innecesario, puesto que todos lo saben.
Meryem y Fatma intercambiaron una breve mirada y se encogieron de hombros.
Una vez más, Mirijam amenazaba con estrellarse contra la resistencia oculta de ambas mujeres berberiscas, pese a que le hubiera encantado que el aspecto de sus alfombras fuese menos agresivo y fuera más vistoso, delicado y armónico. La mirada debía disfrutar de su belleza, debía poder pasearse por la alfombra como por un jardín o una pintura. ¡Pero esas alfombras estaban lejos de ofrecer dichos placeres!
Sus motivos consistían casi exclusivamente de listas y rectángulos y debía conformarse con los escasos hilos de color que las tejedoras habían incluido por amor a ella, aunque esas pocas manchitas de color prácticamente desaparecían entre el negro y el pardo claro.
Lo peor era que ninguno de los motivos que ella misma había desarrollado hacía poco acababan de agradarle y, pese a que en general ello se le daba muy bien, en esa ocasión cuán rígidos parecían los peces y las olas más bien semejaban rocas afiladas en vez de aguas suavemente burbujeantes. Con razón las mujeres consideraban que los motivos eran feos. ¿Por qué no se le daban mejor? ¿Es que no se había concentrado? Hacía días que se sentía ansiosa y nerviosa: no había ningún motivo para ello, pero el hecho no dejaba de inquietarla.
—Has de creerme, lâlla Azîza, está bien así como está.
Una mano cálida se apoyó en el hombro de Mirijam: era la de Fatma, la mayor de las dos berberiscas que le lanzaba una sonrisa. Entonces cogió un taburete bajo situado junto a la puerta y la invitó a sentarse en otro.
—Ven, siéntate a mi lado.
Mirijam obedeció y la contempló con aire expectante. Sentía un gran aprecio por la berberisca, a la que había conocido poco después de su llegada a Mogador. Mientras el hakim se presentaba ante las autoridades portuguesas y ante el caíd de la ciudad, sondeaba sus posibilidades y obtenía una primera impresión de la vida en esa acuartelada ciudad de pescadores, ella se había dedicado a entretenerse en el oasis y de paso conocido a Fatma. La mujer menuda, encorvada y de rostro surcado por las arrugas que casi ocultaban sus tatuajes azulados, dejaba que sus cabras pastasen entre las ramas de una pinchuda argania para que devoraran los frutos verdes del tamaño de una almendra. Había respondido a las preguntas de Mirijam con cordialidad y paciencia. Le dijo que con los duros huesos de los frutos —que más adelante extraería del estiércol de las cabras— elaboraba un fino aceite muy apto tanto para la cocina como para el cuidado de la piel.
Entretanto, hacía tiempo que Mirijam había aprendido a elaborar el aceite, pero a partir de ese momento, la sencilla berberisca demostró ser una auténtica fuente de información en cuanto a las tradiciones de su pueblo vigentes en Mogador y sus alrededores. Había trabajado en el campo toda su vida, cocinado para su marido y su hijo y cuidado del ganado. Y también había confeccionado las mantas y las alfombras de su hogar, tal como acostumbraban las berberiscas. También introdujo a Mirijam en los secretos del tejido de las alfombras. Era vieja pero su mirada aún era vivaz, clara y muy cordial.
Fatma estiró los dedos y se frotó las manos desgastadas por el trabajo. Desde que no realizaba tareas pesadas en el campo se teñía las palmas de las manos con alheña, al igual que las otras tejedoras. La alheña protegía la piel, la volvía blanda y elástica pero sobre todo proporcionaba baraka —bendición— al trabajo.
—¿Cuántas cosechas ya has visto en tu vida? —preguntó entonces.
—Dieciséis —contestó Mirijam. Fatma no acostumbraba a ser muy locuaz, así que esas palabras parecían anunciar un discurso más largo—. Tengo dieciséis años. ¿Por qué lo preguntas?
Fatma alzó la mano.
—Shuwya, paciencia. Dieciséis años, todavía eres joven y con la ayuda de Alá aún te espera una larga vida. ¿Cuánto hace que vives con tu padre tras los muros de Mogador?
—Pero si tú ya lo sabes: un poco más de dos años.
—Es verdad, llegasteis aquí hace dos años, tú y tu erudito padre el hakim. En esos años construisteis vuestra casa, montasteis este taller con los telares e iniciasteis la tintorería. Desde hace un tiempo tu padre nos da trabajo para que podamos alimentar a nuestros hijos y también a nosotras cuando escasean las lluvias y el ganado está hambriento, o cuando el mar no nos ofrece peces. Además, nos ayuda cuando estamos enfermos y no hace diferencias entre un cabrero y un terrateniente.
Fatma hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, luego dirigió la mirada hacia el exterior y reflexionó. Tras una pausa, prosiguió.
—Tu padre es una buena persona, un hombre muy respetado y que la mano de Alá lo proteja. Hace muchas cosas buenas por nosotros. Quisiera hacerte una pregunta: ¿acaso notas lo que habéis logrado cambiar en este breve período? Porque para mí es mucho, muchísimo.
Mirijam consideró que quizá Fatma tenía razón y que ella y el abu Alí habían provocado numerosos cambios en la vida de las familias a las que proporcionaban trabajo. Aparte del cultivo de la tierra, de la crianza del ganado y de la pesca, en esa ciudad barrida por los vientos había escasas oportunidades para que las gentes sencillas se ganaran el sustento. En todo caso, solo muy pocos participaban en el comercio de las caravanas, porque ese estaba en manos de los comerciantes y los jeques acaudalados, pero ¿adónde quería ir a parar Fatma? ¿Qué relación guardaba su discurso con los motivos de las alfombras?
—No puedes saberlo, porque eres demasiado joven y hace poco tiempo que habitas entre nosotros, pero te digo lo siguiente: tejer es como la vida —dijo la berberisca—, desde el nacimiento hasta el último aliento, la vida es como un único tejido grande y multicolor en el que el Todopoderoso determina los colores y los motivos.
Fatma se volvió hacia Mirijam.
—Ten presente, lâlla Azîza, que no solo se trata de motivos únicamente destinados a ser vistos por los ojos, oh, no: más bien son signos, símbolos mágicos de gran antigüedad. Por eso es mejor no hablar demasiado de ellos.
Fatma carraspeó.
—Conoces el rombo, ¿verdad?, que nosotros denominamos el ojo de la perdiz. Como sabes, trae buena suerte y buenas cosechas, pero también representa el encanto y el cumplimiento del deber de una joven esposa. Si en su lugar escoges otra imagen, por ejemplo una flor, entonces nadie comprenderá tu mensaje. O también el camino del destino que conduce en zigzag junto a animales y tiendas: a este tampoco puedes tejerlo de manera sinuosa y colorida. ¡La vida no es así! Bien, como ves, hay cosas que se pueden cambiar, en cambio hay otras que hemos de respetar —le advirtió.
Claro que hacía tiempo que Mirijam sabía que a cada motivo de una alfombra se le adjudicaba un significado y un poder más profundos, pero ¿es que no se podían hacer algunas pequeñas modificaciones que no afectaran el significado? Mirijam notó que su disgusto iba en aumento.
Como si Fatma le hubiese leído el pensamiento, añadió:
—No lo olvides: tejer es como la vida.
—Gracias, Fatma, shukran, meditaré sobre tus palabras —dijo Mirijam, y se puso de pie.
En realidad se entendía muy bien con sus tejedoras y apreciaba a todas las mujeres del taller de alfombras, sobre todo a Fatma y a Meryem, pero de vez en cuando su falta de fantasía le resultaba insoportable y, al parecer, esa era una de esas ocasiones.
Para las mujeres berberiscas —muy pragmáticas— lo más importante siempre era la utilidad. Una tuya debía de encargarse de la fertilidad, esa era su finalidad y no la decoración o el ornato. Además, ellas se conformaban con la idea de que los motivos siempre habían sido tejidos del modo conocido, así que, ¿para qué probar algo nuevo? Era evidente que, de momento, no le quedaba más remedio que seguir utilizando los mismos motivos.
Mirijam remontó la escalera hasta la habitación de la torre y se acercó a las ventanas que la bordeaban. Hacia el sudoeste se apreciaba un panorama del puerto, las rocas y las islas situadas más allá y el siempre agitado mar. Al anochecer, y gracias a las maravillosas puestas de sol, era el lugar más bonito. En cambio, temprano por la mañana y hacia el noreste, podía observar cómo las nubecillas de color pastel se disolvían en la aurora, el dorado sol se elevaba por encima de las colinas y, en el aire aún transparente de la mañana, iluminaba las casas chatas en forma de dados. ¡Un espectáculo magnífico!
Sin embargo, hoy no la complacía ni un panorama ni el otro. Aunque todo parecía pacífico e idílico, no le levantaba el ánimo. Tenía la sensación de que algo amenazante se aproximaba a ella, como si oscuros nubarrones de tormenta se cernieran. Hacía días que lo sentía y la presión era cada vez mayor y la desconcertaba. Quería llorar, pero no encontraba el motivo. Quería echar a correr, pero se quedaba sentada, quería trabajar en su pequeño jardín pero en realidad no tenía ganas. Cuando quería observar las constelaciones aparecían nubes, cuando quería recoger flores de manzanilla las cabras las habían devorado y cuando quería elaborar mantequilla, la leche se había agriado. ¿Qué significaba eso?
Durante los primeros meses allí en Mogador, tras haber recuperado la voz, Mirijam aprendió a observarse a sí misma. Quería estar preparada. En cuanto hubiera notado el más mínimo indicio de que quizá volviera a perder la voz, hubiese retomado los ejercicios. No ocurrió, afortunadamente, pero le llevó tiempo volver a hablar con naturalidad, cantar y reír a carcajadas. Durante muchas semanas siguió temiendo que su voz podría volver a apagarse por segunda vez.
Últimamente sus sueños eran confusos, pero cuando despertaba no lograba recordar nada concreto. A veces incluso creyó haber soñado con el bagno, y al recordarlo el corazón le latía aprisa: es probable que dicho temor jamás la abandonaría del todo, pese a que hacía grandes esfuerzos por olvidar la horrorosa experiencia. No olvidar significaba recordar. Pero recordar suponía tener que encontrar un camino a través del lodo del horror con los ojos abiertos, a través de un pantano sin fondo que amenazaba con devorarla. No podía impedir los sueños, pero se había jurado a sí misma que nunca pensaría en lo ocurrido en las mazmorras de manera voluntaria. A lo mejor el recuerdo se desvanecería, como si aquello jamás hubiera ocurrido…
Mirijam se asomó a la ventana y dirigió la mirada al laberinto de callejuelas al pie de la torre. Las casas de la ciudad, construidas de ladrillos de arcilla y piedras labradas estaban una junta a la otra, separadas por estrechas callejuelas apenas lo bastante anchas como para dar paso a un burro cargado de sacos. Los días en los que se celebraba el mercado, cuando los granjeros y los criadores de ganado de los alrededores confluían en Mogador, a menudo se volvían intransitables.
Las casas estaban habitadas por las familias de los carpinteros y los zapateros, los vendedores de frutas y los cereros, los curtidores, vendedores de sal, panaderos, pescadores, carniceros y porteadores. Había escuelas y sinagogas y, cerca de las mezquitas cuyos minaretes se elevaban por encima de los techos planos, se encontraban las tiendas de los escribientes, los sastres y los comerciantes de tejidos y de oro, a cuyas tiendas les seguían las de los comerciantes de frutas, verduras y cereales. En su mayoría, estos vivían en las afueras o cerca de los oasis vecinos o bien al borde de los campos. Las tiendas de los carniceros y los vendedores de pescado también formaban un barrio propio en la ciudad, al igual que los herreros, los artesanos del hierro o los curtidores.
En las casas más amplias y más lujosas, tras cuyas grandes puertas se ocultaban pequeños jardines con fuentes, vivían los ricos tratantes de esclavos y los jefes de caravanas. Dos e incluso tres veces por año, cuando las caravanas regresaban del desierto a la ciudad con sus camellos cargados hasta los topes, acudían a recibirlos todos los habitantes de la ciudad y también cuando los barcos extranjeros llegaban al puerto y los comerciantes de todo el mundo querían asegurarse de obtener los esclavos negros y los legendarios tesoros procedentes del África más profunda.
Ella ya había admirado también los colmillos de elefante, tan grandes y pesados que eran necesarios dos hombres para cargar con ellos, y también monos cuya cara arrugada los asemejaba a un anciano, además de otros animales exóticos. Pero cuando los hombres y las mujeres negros, altos y de cabello crespo eran obligados a subir al estrado del mercado donde los ofrecían y vendían a voz en cuello, regresaba a casa a toda prisa. ¡Nada debía recordarle el terror de aquel entonces!
Al pie de su torre, situada cerca del puerto, se encontraban los talleres de los cordeleros que elaboraban las redes y los cabos para los pescadores y las embarcaciones, como también las moradas de los carpinteros y los constructores de barcos. Daban a plazas sombreadas y protegidas del viento donde crecían palmeras y también a patios interiores. A su lado se encontraban almacenes y mesones. En pocas palabras: la ciudad disponía de todo lo necesario para disfrutar de la vida.
Mirijam observó a muchachas y mujeres que recorrían la callejuela soltando risitas en grupos de tres o de cuatro. No parecían tener prisa y algunas charlaban en voz tan alta que su voz llegaba hasta sus oídos. ¡Cómo las envidiaba!
¡Qué bonito sería tener a alguien a su lado con quien compartir las penas y las alegrías y poder hablarle de su malestar y su confusión! Pero eso se limitaba a ser una ilusión, ella no tenía a nadie en quien confiar, salvo el viejo y bondadoso abu.
Claro que lo quería y su confianza en él no tenía límites, pero hablarle de sus sentimientos era imposible. Además, ¿qué hubiese podido decirle? Una madre o una amiga se hubieran dado cuenta de que se encontraba muy mal sin necesidad de que lo expresara en palabras. Pero el abu estaba acostumbrado a buscar el motivo de todo, le preguntaría si estaba enferma, le examinaría la garganta y las orejas, la interrogaría y procuraría encontrar una explicación lógica… ¡Jamás comprendería su verdadero pesar, desde luego, puesto que ella tampoco lo entendía! ¿Acaso no se encontraba bien, no disfrutaba de una vida maravillosa?
Si se asomaba un poco más, podía ver la casa nueva que el abu hizo construir junto a la muralla de la ciudad. Disponía de dos patios interiores, uno para la cocina y las tareas cotidianas y otro destinado al ocio y a recibir visitas. En ese jardín acababa de plantar los primeros rosales y próximamente, una vez pasados los grandes calores, plantaría más flores. Pronto el patio interior florecería y sería tan frondoso como el de Tadakilt.
Mientras planificaba la casa el abu Alí realmente había pensado en todo, incluso en la tubería que iba de la cocina y la pila cubierta situada en el techo. Todos los días la llenaban de agua que luego surgía del grifo de la cocina. A su vez, el agua utilizada se acumulaba en una zanja para poder aprovecharla en el jardín. La casa disponía de agua, de ventanas en las paredes exteriores y no solo unas que daban a los patios interiores como de costumbre, además de tres puertas principales, y eso suponía algo muy excepcional en Mogador. Pero el hakim y su hija Azîza bint el-Mansour —como entonces se llamaba oficialmente— deseaban tener aire y luz en todas las habitaciones.
Sus aposentos consistían en una amplia habitación que podía dividir en una pequeña alcoba y en una sala de estar más grande mediante un biombo de madera tallada. Grandes puertas de madera de cedro impedían la entrada del polvo, del viento y de la luz solar, los suelos de baldosas blancas y verdes estaban limpísimos y también las lustrosas paredes irradiaban un suave resplandor. Le agradaba ese lugar y sobre todo le gustaba encargar muebles nuevos y bonitos en los talleres de los carpinteros y los taraceadores y amueblar las habitaciones con piezas bellas. Abu Alí había instalado su lugar de trabajo en un ala completa de la casa, dispuesta de ventanas y una salida directa a la callejuela. Ambos se encontraban perfectamente y a los dos les gustaba vivir en Mogador. A veces el hakim incluso afirmaba que haber acabado allí era una feliz casualidad.
A Mirijam la tranquilizaba saber que no había abandonado su hermoso castillo solo por ella. En aquel entonces, cuando se vieron obligados a huir de la alcazaba de Tadakilt, el hakim había pensado en Mogador como un lugar para refugiarse y debido a que allí vivían los gnaoua. Pero también los moluscos del largo de un dedo y su extraordinaria mucosidad habían ejercido su atracción, puesto que hacía tiempo que había decidido que un día descifraría el secreto de los Murex trunculus, los moluscos que segregan la púrpura. No el marfil, el oro de Tombuctú u otras legendarias preciosidades del sur acarreadas por las grandes caravanas lo habían atraído a esa costa, sino el enigma de la púrpura.
—La púrpura está considerada como un color divino. Ya en tiempos de Moisés los emperadores, los reyes y todos los poderosos de la Tierra preferían los atuendos de color púrpura —le había dicho—. La púrpura es noble, más preciosa que el oro y posee un aura casi misteriosa. Plinio ya describió los Murex, en especial menciona la mucosidad de esos moluscos en su Naturalis Historiae; sin embargo, no existen otras notas acerca de la elaboración y la utilización de ese colorante. Al parecer, las indicaciones solo fueron transmitidas verbalmente desde hace generaciones, de modo que entretanto ese saber ancestral ha caído completamente en el olvido. Así que habría que empezar desde el principio y examinar las características y los efectos de las diversas sustancias con suma precisión… Vaya, me encantaría llegar al fondo de ese misterio.
No obstante, sus investigaciones se desarrollaron con éxito sorprendente, de manera que pronto pudo pensar en montar una tintorería. En la costa de Mogador abundaban los Murex, aunque también es cierto que era necesaria una enorme cantidad de esos moluscos resbaladizos y voraces para obtener un único tarro de pintura.
¡Pero cómo apestaban! Durante las primeras fases de las pruebas el hedor no tardó en volverse insoportable. Debido a ello, el comandante de la fortaleza portuguesa había instado al abu Alí a que se instalara en las islas delante del puerto, donde el viento alejaría el pestazo de la ciudad.
Aunque Mirijam se encargaba de numerosas tareas y le ayudaba cuanto podía, montar la tintorería había consumido gran parte de las fuerzas del abu.
«Ya no es joven», pensó Mirijam, y se empezaba a notar su edad. Ello suponía otro motivo más para no poder hablarle de ciertas suposiciones poco claras y de sentimientos confusos…
—Lâlla, dice el hakim que le eches un vistazo al nuevo color. A que es precioso, ¿verdad?
Mirijam pegó un respingo y se volvió; sumida en sus cavilaciones, no había notado la presencia de Haditha: estaba de pie en el umbral y le tendía una cestilla llena de lana.
«¡Es roja!», fue lo primero que pensó, y clavó la mirada en las hebras de lana color púrpura. Rojo significaba violencia. El rojo estaba relacionado para siempre con los piratas y el bagno. Aún entonces, incluso tras todo el tiempo transcurrido, había días en los cuales el color rojo le infundía tanto pavor que casi creía asfixiarse.
Dio un paso atrás y cubrió la cesta con un paño. Haditha, la criada negra, estaba visiblemente enfadada ante su reacción y chasqueó la lengua en señal de desaprobación, pero guardó silencio.
—¿Son las últimas muestras de color? —preguntó Mirijam por fin una vez que logró tranquilizarse—. ¿Le agradan al hakim?
—Ouacha, por fin todo ha salido bien, dijo. Por otra parte, me dijo que te informara de que la lana no permaneció todo el tiempo colgada al sol, que acabó de secarse a la sombra. Y me dijo que te dijera algo más… ¿Qué era? Sí: dijo que este era el color de los senadores. —Tal vez había aprendido la palabra en lengua extranjera de memoria y le costaba pronunciarla.
Crear el «color de los senadores» era la meta declarada del abu Alí y sobre todo el purpureo sanguineo: el tono rojo sangre. Se había dedicado en cuerpo y alma a obtener ese brillante color púrpura que, en la época de los césares, estaba reservado a las togas de los senadores y aún en el presente ornaba los atuendos de los papas y los reyes.
—¡Es el colorante más precioso y misterioso que existe! —dijo hacía unos días en tono entusiasmado. No obstante, la preparación de la materia prima no suponía ningún misterio a diferencia de lo que había creído al principio.
Tras dejarlos unos días en un baño de sal, se mezclaban los trozos de molusco con abundante orina de burro y de oveja y se cocía la mezcla hasta convertirla en un caldo espeso. Con ello había realizado sus primeros intentos. Al principio los resultados fueron un tanto decepcionantes: un pálido amarillo en vez de un brillante violeta o un rojo oscuro. Entonces el hakim modificó la receta una y otra vez, pero solo cuando alguien le mostró unos cuantos hilos de lana de un profundo color rojo que por error habían ido a parar a la basura durante varios días, había comprendido: la magia del tinte se iniciaba durante el secado, ¡y al parecer ese era el auténtico secreto del color púrpura!
Inmediatamente volvió a ponerse manos a la obra. El anciano se preguntó si sería mejor secar la lana al sol o a la sombra y también si era necesario secarla al sol o solo al aire. ¿Qué ocurriría si solo la dejaba al aire libre por la noche? ¿Y cuánto tardaba hasta que bajo el desagradable tono amarillo verdoso aparecía el anhelado rojo? Por lo visto, sus intentos por fin habían sido coronados por un resultado que satisfacía al sherif. Sin embargo, Mirijam se estremeció: el color que le agradaba era el azul celeste o el verde pálido, el amarillo o el rosa, incluso el marrón rojizo o el gris niebla, pero ¿ese rojo? A ella le resultaba casi amenazador.
«Necesito tomar aire —pensó—, y lo mejor será salir de aquí e ir a la playa».