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Cuando abrió los ojos, Mirijam se percató de que algo había cambiado durante la noche. La nerviosidad y la tensión interior de los últimos tiempos habían desaparecido y de pronto se sentía tranquila. Estaba tendida de espaldas, con una mano bajo la cabeza y la otra apoyada en el vientre, observando cómo la luz del sol naciente iluminaba la alcoba. De repente recordó que esa noche había vuelto a soñar con la mujer de cabellos oscuros, esa mujer que suponía que era su madre. No recordaba detalles del sueño, pero sí sus brazos tendidos, su cariñosa sonrisa y la felicidad que irradiaba.
Decidió que hoy abriría el paquetito de su madre. No era una novia, desde luego, y tampoco se encontraba en apuros, pero sentía que había llegado el momento de averiguar qué contenía ese curioso legado. ¿Acaso Aisha no había dicho que ahora se había convertido en una mujer con los correspondientes derechos y deberes? Seguro que su madre se refería a esa cierta madurez cuando dispuso que solo debiera leer el contenido cuando fuera una novia.
Ya era de tarde cuando, por fin, Mirijam dispuso del tiempo necesario. Entró en la habitación de la torre; en los estantes reposaban sus bocetos de alfombras, los libros de contabilidad y también las tablas y apuntes astrológicos del abu Alí. Allí, en el cajón de la mesa de trabajo y protegido del polvo, guardaba su tesoro.
Había sacado el paquetito del cajón bastante a menudo, lo había contemplado, sopesado y hasta olisqueado con la esperanza de percibir un hálito del aroma de su madre. A veces se limitó a rozarlo con los dedos, otras, presa de la curiosidad, estuvo a punto de abrirlo. Pero siempre lo había vuelto a guardar; sin embargo, ese día, tras el sueño de la noche anterior, se sentía preparada.
Sostuvo el paquete en la mano, el corazón le palpitaba con fuerza, la cubierta protectora de cabritilla era un tanto quebradiza al tacto y también el cordel de seda que la sujetaba. Entonces recordó a su padre, que la había bendecido en su lecho de muerte, y también a Lucia, su bella hermana, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Desató el nudo, desplegó el cuero y se encontró con un pellejo de cerdo sellado. Mirijam cogió un cuchillo y, con mucho cuidado, lo deslizó por debajo de la laca roja. Llevaba el sello de su padre y no quería romperlo.
Pero entonces se decidió y el sello se rompió. Con manos temblorosas, Mirijam cogió los papeles escritos muchas veces plegados, los retiró del envoltorio resistente al agua y los depositó en la mesa. Lo primero que le llamó la atención fue la letra prolija y recta, las líneas muy juntas y la ausencia de tachaduras o manchas de tinta. Por lo visto, su madre había sido una escribiente muy experta.
Las páginas estaban numeradas y, al parecer, se trataba de cuatro escritos individuales. El papel despedía un aroma suave, apenas perceptible, pero Mirijam creyó recordar ese aroma y, conmovida, pensó que las hojas que su madre había sostenido entre las manos hacía tanto tiempo ahora reposaban en las suyas.
24 de octubre de 1506
Dice Gesa —empezaba el primer escrito sin ninguna clase de encabezamiento— que antes de que empiece el verano acunaré a un niño. ¡Deseo ansiosamente que tenga razón! ¡Y justo ahora Andrees está de viaje! Así que como por desgracia no puedo compartir mi alegría con mi esposo, al menos la dejaré escrita.
Desde que viajé hasta allí desde la escasamente amable Inglaterra, he recobrado la felicidad. Andrees es realmente un buen marido y yo he jurado que seré una buena esposa y una buena madre para su Lucia. ¡Oh, sí, cumpliré dicha promesa con todas mis fuerzas! Y también quiero agradecerle al Eterno por su misericordia y por el niño que llevo en mi seno, en caso de que Gesa no se haya equivocado al interpretar los indicios. Pero ¿por qué habría de equivocarse? Un hijo y heredero para mi buen Andrees o una pequeña niña que no se aparte de mi lado… ¡mi corazón brinca de alegría! A lo mejor el tiempo de los reveses ha pasado para siempre y el Eterno me concederá la felicidad de dar a luz a un niño hermoso y sano. Rezaré para que sea así. Por primera vez en muchos años me siento cuidada y protegida. ¡Cuánto se hubiese alegrado mi pobre madre al recibir esta noticia y también mi amado padre, que se ven obligados a descansar solitarios en la fría tierra inglesa, lejos de sus seres queridos!
Allí acababa ese escrito, tan abruptamente como había empezado. ¿Es que su madre solo añadió las cartas más adelante?
Mirijam se acercó a las ventanas y contempló el mar. La felicidad de su madre al saber que esperaba un niño la conmovía, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de ella misma, cuya vida y desarrollo había causado dicha alegría. ¡Ojalá pudiera recordar a su madre!
Amberes, 10 de marzo de 1507
Aún guardo cama. Pero de día casi no suelo tener fiebre, por eso he decidido recordar lo ocurrido en aquel entonces y apuntarlo, aunque sea esta única vez. Pero después daré por cerrado ese capítulo de manera definitiva. Y entonces te veré crecer y te cuidaré con el corazón alegre y sin pesadumbre. Así que lo apunto para ti, hijo mío, o para ti, hija mía, para que también conozcas ese lado de tus orígenes. Tu padre no sabe mucho al respecto, apenas le conté algunas cosas. El pasado todavía resulta demasiado doloroso y en realidad desearía poder olvidarlo por fin. Pero ahora me he obsesionado con la idea de apuntar todo y confiarlo a este papel, por si acaso algo me sucediera. Porque creo que jamás reuniré la fuerza suficiente para contarte esa espantosa historia cara a cara, querido hijo o hija.
Hijo o hija mía, el destino de mi familia no es nada extraordinario como quizá pienses tras esta introducción, al contrario: es el que han corrido muchas familias de nuestro pueblo. Sin embargo, merece la pena que no caiga en el olvido. No olvides tus raíces, forman parte de ti al igual que las raíces que has heredado de tu padre.
Comenzó en Granada, poco después de la fiesta del Janucá del año 5252 según el calendario judío (diciembre de 1492 según el calendario cristiano). Ya hacía doscientos años que los gobernantes cristianos luchaban por expulsar a los sarracenos de España y durante esos años sus ejércitos se habían abierto paso hacia el sur conquistando una ciudad tras otra. Entretanto, la reina Isabel de Castilla y el rey Fernando de Aragón habían alcanzado Andalucía en su sangrienta campaña por reconquistar España, y hacía semanas que asediaban la ciudad. Antes de esa época, Granada era una bella ciudad de magníficos edificios, palacios, universidades y jardines, y desde hacía generaciones también el hogar de los Cohn. Tanto judíos como cristianos se las arreglaban para ganarse bien la vida bajo los gobernantes musulmanes porque estaban protegidos por el emir. Pero entonces, a medida que los cristianos se hacían poco a poco con el poder y toda España debía volver a pertenecer a la Iglesia católica, se volvieron las tornas. Los seguidores de Mahoma y nosotros, los judíos, sufríamos cada vez más debido a los caprichos y los actos de venganza cometidos por los cristianos en la ciudad.
Recuerdo muy bien aquel día que pasé junto a mis amigas jugando y conversando. Fue el último día feliz que pasé en mi ciudad natal de Granada, antes de que mi vida y mi familia fueran arrastradas por el remolino de la desgracia. Esa noche celebramos el sabbat en el seno de la familia: mi familia estaba formada por Sarah Cohn, mi madre, que le daba una gran importancia a la escritura y la lectura, por Samuel Cohn, mi padre, quien le daba mayor importancia al comercio y a sus negocios, y por mi pequeña y bonita hermana Rebeca, que acababa de celebrar su segundo cumpleaños. También el tío Jakob Cohn, el hermano de mi padre, pertenecía a la familia: un hombre cordial que solía narrar maravillosas historias. Por desgracia, el lado derecho de su rostro estaba deformado por un enorme lunar, y ello suponía por así decir que tenía dos caras: una clara y otra que infundía terror. Quizá debido a ello no había encontrado una mujer y vivía en casa con nosotros.
Aquella noche un edicto de Toledo que nos atemorizó a todos reposaba en la mesa. No quiero repetir las palabras para evitar que el odio abismal que transmitían me afecte, pero incluyo la hoja de papel para que tú, querido hijo o hija, sepas a qué me refiero.
La hoja reposaba en la mesa ante Mirijam; el papel estaba amarillento, arrugado y en parte desgarrado, pero aunque la tinta había empalidecido y tuviese un extraño aspecto oxidado, el texto aún resultaba perfectamente legible:
In Nomine Domini Nostri Jesu Christi
Mediante esta declaramos que, conforme a la ley, los así llamados conversos, descendientes de impuros ancestros judíos, han de ser considerados infames y viles, no aptos e indignos de ocupar un puesto oficial dentro de los límites de la ciudad de Toledo y su jurisdicción, y tampoco de obtener un feudo ni de certificar un juramento o un documento o ejercer cualquier poder o autoridad sobre los auténticos cristianos pertenecientes a la Santa Iglesia Católica.
Dado en Toledo en el año del Señor 1490.
Anteriormente, el papel había ostentado un sello, aún se veían huellas de la cera. Y bajo el sello ponía: «Gran Inquisidor de los reinos de Castilla y Aragón».
¡Cuánta hostilidad y crueldad transmitían esas palabras!
Mirijam calculó que el decreto fue publicado dos años antes de que los Cohn huyeran. Era de suponer que poco después aparecieron decretos similares en Granada tan llenos de odio como ese.
¿Por qué su padre le había hablado tan poco de su madre? Lo único que siempre manifestaba era el gran parecido entre madre e hija. Una y otra vez le había dicho lo mismo: «¡Eres como Lea! ¡Eres la viva imagen de tu madre!», sin dejar de menear la cabeza. Al menos una vez Gesa le dijo que su madre no solo cargó con ella cuando era una recién nacida sino también más adelante, que le cantaba canciones, vigilaba cada paso que daba y la cuidó como la niña de sus ojos hasta pocos días antes de morir.
Como ya había hecho muchas veces, Mirijam trató de imaginar la sensación de ser acunada y sostenida por unos cálidos brazos maternales. De pronto ese enorme hueco en su vida le resultó más doloroso que nunca y ansió la presencia de su madre, de su consuelo y amor, de su comprensión e interés.
Mirijam apartó la hoja de papel con la intención de mostrársela al abu más adelante y volvió a coger la carta: quería saber qué había ocurrido después y cómo su familia logró ponerse a salvo.