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Durante el día, el capitán Miguel de Alvaréz hizo lo que hacen todos los comerciantes durante su primera visita a la ciudad: se presentó formalmente ante diversos líderes de gremios y empresarios y se dedicó a hablar sobre el comercio en general, sobre sí mismo como comerciante independiente y, en especial, acerca de la calidad de sus mercaderías. Eso era lo acostumbrado.
Por su parte, los amberinos hicieron lo mismo. Lo recibieron con interés benevolente, le escanciaron vino y escucharon sus explicaciones con atención. Mientras tanto, la Santa Ana —que ya había sido descargada— permanecía anclada en el muelle bajo la imponente fortaleza y sus mercancías estaban apiladas en el Handelsbeuers: el gran almacén, a fin de ser inspeccionadas. Así que todo estaba en orden.
«El asunto de las octavillas es muy ingenioso —pensó Miguel—, pero ¿servirá de algo?». De todos modos, por sí solos dichos papeles impresos resultaban inútiles para sus asuntos jurídicos, así que entretanto intentó recuperar la herencia de Mirijam de manera oficial. Por eso llevó sus documentos, certificados y papeles sellados a los despachos del ayuntamiento. Les darían mucho que hacer a los altivos y minuciosos funcionarios de la ciudad, con fama de excederse en su celo, y en última instancia demostrarían de modo inequívoco quién era la auténtica heredera del viejo Van de Meulen. Al fin y al cabo, las exigencias de Miguel —presentadas en nombre de Mirijam— eran absolutamente irrebatibles.
Instintivamente, se llevó la mano al cuchillo. Esa misma mañana había vuelto a afilar ambos filos y la punta, mientras su ira contra Cohn aumentaba. Y no se trataba solo de Mirijam y su hermana Lucia: Miguel sabía que hacía años, aquel diablo, simulando que ayudaba a una familia a huir, ya había asesinado por oro en España. En el fondo, ¡nadie sabía con cuantos crímenes cargaba aquel malnacido!
Y así, Miguel pasó la piedra de afilar una vez más por los filos del arma: por todos los asesinatos y por todas las monedas falsas, por todos los barcos que Cohn había entregado vilmente a los piratas. Si por él fuera, ese hombre solo merecía un castigo: sangre por sangre.
Miguel atravesó la plaza Mayor con paso sosegado. Había vuelto a caer una suave lluvia y aunque llevaba sus prendas más abrigadas se moría de frío. Pero no permitió que se notara.
La plaza del mercado estaba desierta, a excepción de tres figuras que en ese momento daban vuelta a la esquina. Eran sus hombres, marineros de la Santa Ana, dispuestos a protegerlo y arriesgar su vida por su capitán.
Luis, el irascible contramaestre, se apoyó contra la pared de una casa. Lo saludó con la cabeza y alzó su capa para enseñarle discretamente el garrote que colgaba de su cinto. Un poco más allá, en un pasadizo junto a la casa de los Van de Meulen, se apostó el rudermaat morisco, armado de un cuchillo y unas cuerdas sujetas alrededor de la cintura. Jorge, el carpintero de a bordo, se colocó con sus dos ayudantes bajo las arcadas de la casa vecina: ni siquiera una rata lograría escapar de esa trampa.
Había llegado el momento, ahora le tocaba al abogado. De pronto Miguel notó que tenía la boca seca. Estaba impaciente por ver a aquel traidor gemir bajo la amenaza de su afilada arma. Cuando se disponía a llamar a la puerta, esta se abrió y apareció Medern, pálido y trasnochado.
—Os he visto por la ventana y… ¿Por qué…? ¿Ha ocurrido algo? —preguntó dirigiendo la mirada a la calle—. ¿O es que venís acompañado por los guardias? —susurró, sin dejar de echar miradas inquietas al oscuro interior de la casa.
Miguel negó con la cabeza y preguntó en susurros:
—¿Por qué diablos todavía seguís aquí?
—Vigilo para que no escape, además quiero estar presente cuando se lo lleven —dijo Medern, y volvió a dirigir la mirada al interior de la casa.
Miguel comprobó que sus hombres ocupaban sus puestos, luego enderezó los hombros y dijo en voz alta:
—Tened la bondad de anunciarle mi presencia a vuestro señor.
Medern lo condujo a través de un vestíbulo que olía a moho.
—¡No sospecha nada, no ha salido a la calle desde ayer! —musitó.
Miguel asintió: al parecer, la sorpresa sería total y se frotó las manos mentalmente. Siguieron avanzando a través de la oficina. El recinto estaba escasamente amueblado y la chimenea humeaba. Por lo visto, hasta hacía un momento Medern había trabajado ante un pupitre cerca de la ventana y en la parte trasera de ambas habitaciones una delgada figura se puso de pie tras un escritorio: era el hombre que antes había visto abandonar la casa, el abogado Jakob Cohn.
Todo en él era negro: su atuendo, su cabello y sus ojos. Solo la estrecha franja blanca de una gorguera iluminaba el rostro surcado por las arrugas y una perilla gris. Varios anillos que llevaba en los dedos proporcionaban un poco de color a la lóbrega figura, sobre todo un gran diamante amarillento. Era más viejo de lo que Miguel había imaginado, tendría unos sesenta años, calculó. Antes de volverse hacia Miguel le lanzó una mirada airada a Medern.
—¿Teníais cita?
—No.
—Pues debisteis haber anunciado vuestra visita, así que tened la bondad de decir a qué habéis venido.
—Con mucho gusto —respondió Miguel, esbozó una reverencia y se desprendió de la capa—. Soy el capitán Miguel de Alvaréz y vos sois el abogado Jakob Cohn, notario del empresario Andrees van de Meulen, ¿verdad?
Cohn hizo una mueca. ¿Acaso se trataba de una sonrisa?
—Conozco a vuestro patrón —añadió Miguel.
—Lo conocíais, querréis decir —replicó Cohn—. Hace años que Van de Meulen murió.
—Tenía dos hijas, ¿no?
—También están muertas, y ahora id al grano de una vez.
Miguel simuló sorpresa.
—¿Muertas? ¿De qué murieron, enfermedad o accidente?
—Podríais llamarlo así —dijo el abogado, mirándolo fijamente, pero de momento solo parecía curioso—. Cayeron en manos de corsarios.
—¿De veras? Y cuán práctico, ¿no? Puesto que vos no os visteis obligado a pagar un rescate ni tomar medida alguna.
—¿Qué significa esto? —siseó el abogado. Dos manchas rojas se habían formado en sus mejillas y sus ojos lanzaban chispas—. ¡Abandonad mi casa de inmediato!
—¡Calma, calma! —dijo Miguel, e introdujo la mano bajo la capa y sacó un jirón de un vestido de seda azul del que aún colgaba un trozo de encaje blanco. Por suerte había logrado convencer a la vieja Gesa de que se lo entregara durante unas horas. Lo arrojó encima del escritorio.
Presa de la consternación, Cohn contempló el desgastado trozo de seda.
—¿De dónde lo sacasteis? —preguntó con un hilo de voz.
Miguel se quitó la capa, rodeó el escritorio y, antes de que Cohn pudiera reponerse de la sorpresa, se situó a espaldas del abogado y empuñó el cuchillo.
—¿Así que reconocéis este trozo de tela? A que antaño el vestido le sentaba muy bien a la joven Lucia, ¿verdad?
—¿Qué significa esto? No sé quién sois ni qué queréis de mí. Las dos hermanas están muertas, asesinadas por los corsarios paganos.
Miguel comprobó que el hombre había recuperado el control con rapidez y que conmocionarlo no resultaba fácil.
—¡Eso debe de haber supuesto un trago muy amargo para vos! —se burló el capitán.
—Así es, al fin y al cabo la más joven era una parienta carnal.
—Así que ese es el motivo por el cual aún lleváis luto tras todos estos años, senhor Joaquín Valverde. Solo es de lamentar que al jefe berberisco Jeireddín, vuestro compinche, le agrade escribir cartas muy detalladas. Una de ellas incluso se encuentra en el ayuntamiento y hoy mismo servirá para acabar con vuestra farsa.
El abogado pegó un respingo, pero recuperó el control en el acto y aguardó en silencio.
Miguel le recorrió la nuca con la punta del cuchillo.
—Hacéis bien en permanecer inmóvil y que lo sepáis: si os movéis, sois hombre muerto.
Miguel no tardó en encontrar el punto en la base del cráneo con la punta del cuchillo, el punto por donde pasa todo el sistema nervioso de un ser humano. Un único pinchazo ahí y todo habría acabado. Hacía poco que Mirijam le había mostrado ese foramen magnum y estaba orgulloso de recordar esos términos en lengua extranjera.
Pero entonces, mientras enumeraba sus delitos, de pronto vio a Medern, inmóvil y de pie en la parte delantera de la oficina, observando la escena con los ojos como platos. ¿Qué hacía allí? Miguel no necesitaba testigos e, inclinando la cabeza, le indicó que se marchara. Medern desapareció de su vista.
Miguel aferró a Cohn del hombro y lo obligó a volverse, deslizando el cuchillo hasta la garganta del abogado. Entonces presionó la punta contra la piel y lentamente brotaron unas gotas de sangre, se deslizaron por la arrugada garganta y acabaron absorbidas por la blanca gorguera. Miguel observó las pequeñas gotas.
De repente lo invadió la cólera y una oleada de calor. «¡Clávale el cuchillo en la garganta! ¿A qué esperas? —clamó una voz en su cabeza—. ¡Córtale el gaznate y pon fin a todo este asunto de una vez y para siempre!». La sangre le zumbaba en los oídos y su frente se cubrió de sudor: había caído presa de un deseo salvaje y asesino y era como si otro dirigiera su mano.
Pero en ese preciso instante pensó: «¡Madre de Deus, eso sería un asesinato!». Si lo cometía, ya no sería mejor que ese hombre vil y despreciable, se pondría a su misma altura… Miguel inspiró profundamente y al aflojar la presión del cuchillo su mano temblaba.
El abogado parpadeó, aterrorizado. Miguel volvió a tomar aire y carraspeó.
—Supongo que no habréis olvidado que no guardáis ningún parentesco con Mirijam van de Meulen, Joaquín Valverde —dijo entonces, obligándose a recuperar la calma—. ¿O acaso pretendéis negar que asesinasteis al auténtico tío de la pequeña Lea, la madre de Mirijam? Sabéis a quién me refiero, ¿no? Así es: al hombre cordial que tenía una verruga oscura en el rostro.
El abogado se quedó estupefacto.
—Rodeasteis el cuello de Jakob Cohn con un lazo de alambre y lo asfixiasteis, ¿verdad? Y después desaparecisteis con la fortuna de la familia, con sacos repletos de oro y piedras preciosas. Sí, eso fue lo que ocurrió, porque resulta que hubo un testigo, senhor Valverde. Más adelante, adoptasteis la identidad de vuestra víctima y desde entonces simuláis ser el respetado Jakob Cohn.
El capitán sacudió la cabeza, asqueado.
—Pero que yo sepa, aquello solo fue el principio: enumerar todos vuestros delitos llevaría horas. ¡Os presentaréis ante vuestro Creador cargado de vuestros innumerables pecados!
—¿Quién es ese Joaquín? Me confundís con otro. ¿Y qué os importan esas viejas historias de Granada?
—¡Ja! —exclamó Miguel—. Conque viejas historias de Granada, ¿eh? ¡Acabáis de delataros!
—Pero ¿qué estáis diciendo? ¿Acaso alucináis? Debierais someteros a una sangría de inmediato.
—No es ninguna alucinación. Me complace mucho informaros de que Mirijam van de Meulen no está muerta, gracias a Dios. Es más: está sana y lleva una vida estupenda como mi legítima esposa, tanto ante Dios como ante los hombres.
—¡Mentís! —gritó Cohn.
¡Cuán satisfactorio resultaba observar ese rostro crispado por la ira y la desesperación! Miguel sonrió. «¡Sí —pensó—, así debía ser la venganza, exactamente!».
Y entonces de pronto vio que Cohn alzaba la mano derecha y se abría el anillo de diamante, del cual surgía una aguja. Cuando recibió el golpe y notó el pinchazo en la mejilla, supo que lo había envenenado. Paralizado por el terror, dejó caer el cuchillo. ¡Veneno! ¡Muy propio de ese cobarde asesino!
El abogado aprovechó la oportunidad y, de un brinco, alcanzó una puerta oculta tras el revestimiento de madera de la pared, la abrió y salió.
—Atenção! ¡Está escapando, maldita sea! —fue lo único que Miguel pudo gritar.
Como si su propia voz lo hubiera despertado de la parálisis que de pronto lo invadía, persiguió al hombre a lo largo de la oscura callejuela que serpenteaba entre las casas. Un silbido, un grito, un bramido, una maldición, el sonido apagado de una lucha, un resuello. Y después, silencio.
Miguel notó que las piernas no lo sostenían, tuvo que apoyarse en la pared y dejó caer el cuchillo. «¡El condenado veneno!», pensó, pero se obligó a seguir avanzando.
Cuando por fin llegó al escenario de la lucha, tres hombres de la Santa Ana se pusieron de pie y dejaron ver un cuerpo tumbado en el suelo con los brazos abiertos. La chaqueta y el pantalón estaban hechos jirones, la cabeza estaba torcida.
Era el abogado, tendido en su propia sangre con un cuchillo clavado en el pecho.
A Miguel le zumbaban los oídos y, cuando se desplomó junto al abogado, vio que dirigía la mirada de sus ojos negros e inertes hacia el cielo de Amberes.