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—¡Tenemos que obedecerle! —dijo Lucia, sollozando—. Pero ¿cómo puede obligarnos a marchar? ¿Acaso hemos de abandonar a nuestro propio padre, solo y enfermo?
Lucia estaba tumbada en la cama, bañada en lágrimas, despeinada y lamentándose en voz alta.
«Siempre hace lo mismo», pensó Mirijam, y contempló a su hermana. En cuanto ocurría algo inesperado, daba igual que fuera agradable o desagradable, Lucia daba rienda suelta a sus sentimientos. Ella era incapaz de hacerlo, cuanto peor se sentía, tanto más reservada se volvía. «¿Qué se siente al llorar como Lucia, gemir y dar paso a toda la pena del mundo? ¿Es que ello supone un verdadero alivio?», se preguntó.
El brasero apenas proporcionaba un poco de calor en la habitación; sin embargo, en su fuero interno —o al menos eso le parecía— el frío reinante era aún mayor debido al temor por su padre y la preocupación por su propia situación. Pero no perdió el control, al contrario: cogió las manos de su hermana y las frotó entre las suyas: eso calmaba, hacía entrar en calor y no solo a las manos de Lucia.
—¿Y qué más podríamos hacer? —murmuró para sus adentros—. ¿Acaso hemos de refugiarnos en el bosque?
El llanto de Lucia resultaba enervante. Puede que su hermana fuera mayor que ella, pero en ese momento se comportaba como una niña caprichosa. La tata Gesa solía decir que los cambios de humor de Lucia se debían a una grave enfermedad sufrida cuando era muy pequeña, que habría provocado una sensibilidad espiritual. Pero secretamente Mirijam estaba convencida de que esa explicación le venía muy bien a Lucia. ¿Acaso no era verdad que le encantaba ser el centro de atención, hacer que los demás bailaran al son de ella? Incluso Cornelisz le había descubierto el juego hacía tiempo: a veces se refería a ella como «nuestra princesa» y de vez en cuando también como «su alteza». Algún día se lo diría a la cara, que podía ahorrarse esa pose, puesto que en todo caso, a ella no la impresionaba.
Por otra parte quería a Lucia, ¿cómo no habría de quererla? Con mucha frecuencia, su hermana la había abrazado, jugado, danzado y reído con ella, y siempre la había apoyado y ayudado. Por ejemplo: cuando Mirijam rompió uno de los costosos platos chinos, o cuando regresaba demasiado tarde a casa porque insistía en quedarse en el establo hasta que la yegua hubiera parido a su potrillo. O aquella vez en la despensa, cuando se le cayó el tarro de puré de ciruelas recién preparado y se hizo una profunda herida… Mirijam inspiró profundamente. Algo le oprimía el pecho y le costaba respirar, era muy doloroso y debía tener cuidado. Ese día ella también había sido una llorica; no obstante, trató de controlarse.
—En todo caso, ahora me dedicaré a preparar mi equipaje —dijo en tono enérgico.
Abrió el armario y comenzó a guardar sus prendas en los arcones de cuero de tapa arqueada. Aparte de algunos recuerdos que habían pertenecido a su madre y que dispuso en el fondo del arcón, no poseía mucho: zapatos, un poco de ropa interior y un segundo corpiño que aún le iba grande.
Hacía un par de meses que la tata Gesa insistía en que vistiera correctamente, o al menos lo que ella consideraba correcto, y a partir de entonces se vio obligada a llevar la molesta prenda, ¡que le impedía montar a lomos del caballo sin ayuda! ¿Y escalar un árbol? Ni hablar, si antes no se quitaba el corpiño, y entonces volvió a considerar que como muchacha lo tenía difícil, que si fuera un varón todo sería más sencillo.
No tardó en empacar sus escasas joyas, unos libros y también sus vestidos y capas. Aún no había sido presentada oficialmente ante la sociedad de Amberes, por eso su guardarropa consistía en telas sencillas y atuendos modestos. Ella lo prefería, al contrario que su hermana, que adoraba sus bonitos vestidos.
Por fin Lucia también se puso de pie y puso los brazos en jarras.
—Pues de acuerdo, puesto que es su voluntad —dijo.
Con gesto impaciente cogió enaguas, camisas y otras prendas interiores del armario de madera tallada y los metió en sus arcones de viaje.
—Así que ahora estoy prometida y viajo para encontrarme con mi futuro esposo. ¿Quién lo hubiese dicho? —dijo, soltando una risita forzada.
»¿Me oyes, Gesa? —le gritó a la tata, que acababa de entrar en la habitación—. Me casaré. ¡Y viviré al sol! ¿A que es estupendo? Por fin lucirá el sol durante todo el año, no como aquí, donde la lluvia, la niebla y las tormentas no cesan nunca. ¡Pronto pasearé bajo árboles de granadas, cogeré naranjas y limones de mis propios árboles y todos los días recogeré grandes ramos de rosas! Así que prefiero dejar de llorar y alegrarme.
Lucia era alta, más alta que Mirijam o la tata Gesa, y su figura ya era la de una mujer, pero su conducta seguía siendo la de una niña acostumbrada a que todos sus deseos se cumplieran.
—Ve a buscar el gorro de perlas de madre, Gesa, y también sus otras cosas: el collar de granate, la capa forrada de seda, los cepillos y las hebillas de plata y por supuesto también su espejito veneciano. ¡Hace rato que podrías haber puesto todo eso en mi arcón de novia!
La vieja Gesa soportó su actitud autoritaria sin hacer comentarios, aunque era evidente que la inminente separación la apenaba. Estaba pálida y preocupada, y las arrugas de su rostro se habían vuelto más profundas.
Sentía una gran inquietud por Lucia, en cuya nodriza se había convertido cuando la madre de Lucia, la primera esposa de Andrees, murió tras dar a luz. A partir de entonces se ocupaba de la muchacha y también del hogar. En cuanto las niñas pudieron comprenderlo, les dijeron que Gesa era su tata y en algún momento todos empezaron a llamarla así, pero no era una parienta consanguínea. Por otra parte, Lea, la madre de Mirijam y la segunda mujer de Andrees, murió de viruela cuando Mirijam apenas tenía dos años. En aquel entonces, Gesa volvió a ocuparse de manera cariñosa y ejemplar de la segunda hija del viudo. Nadie, ni siquiera una madre carnal, podría haber cuidado mejor de las niñas, decían todos en Amberes. Durante mucho tiempo Lucia había sido su preferida, pero a lo largo de los años también la tozuda Mirijam pasó a ocupar un lugar importante en su corazón.
Las hermanas no podrían haber sido más distintas. Si en Lucia todo era suave, claro y redondeado, en Mirijam todo era oscuro, delgado y anguloso. A Lucia le gustaba charlar y reír, mientras que Mirijam prefería escuchar, observar y reflexionar. El cutis de Lucia resplandecía como la nata, sus trenzas rubias brillaban y sus ojos eran del mismo suave color del cielo reflejado en el río Schelde. En cambio, los ojos ambarinos de Mirijam podían lanzar llamas y relámpagos cuando se enfadaba o se sentía tratada injustamente. Incluso podían volverse oscuros y abrirse debido al miedo o la inquietud, como los de una gata. Llevaba los rizos rebeldes trenzados, pero sin embargo siempre se escapaban algunas oscuras y tozudas mechas. Mirijam se lamentaba de haber heredado no solo los cabellos de su madre, sino también la tez de sus antepasados maternos, que se volvía morena con rapidez, como la de una campesina. De vez en cuando consideraba que tal vez ello le hubiera sentado bien a un muchacho, pero le agradaba más la elegante palidez de Lucia.
La vieja Gesa volvió a meter uno de los rizos de Mirijam bajo el gorro blanco, un gesto seguramente mil veces repetido. Después cogió otra prenda, la plegó con esmero y la depositó en el arcón de Lucia.
—¡Ay, si al menos pudieras viajar con nosotras, mi buena y vieja Gesa! —exclamó Lucia, y manifestó lo que las tres pensaban en ese momento.
Sin pronunciar palabra, Gesa abrazó a las dos muchachas y las estrechó durante unos momentos; cuando depositó un beso en el cabello de Lucia respiraba con dificultad. Ella se quedaría en Amberes. Mirijam se apretujó contra la anciana y aspiró su aroma.
Todos se quedarían, no solo la tata Gesa; también los criados y los empleados del almacén, los de la agencia, todos sus conocidos y amigos, incluso Cornelisz, su amigo de la infancia, que dentro de poco aprendería a ser un comerciante junto a su padre Andrees, pese a que prefería ocuparse de los colores y las pinturas. Cornelisz, el pensativo ensimismado, de cabellos rubios y un hoyuelo en el mentón, Cornelisz, su príncipe…
—¿Has acabado con el equipaje? —preguntó Lucia, arrancándola de sus cavilaciones.
—¡No quiero! ¡No quiero! —murmuró Mirijam, y solo con gran esfuerzo logró contener las lágrimas. A la vez apretó los puños hasta que sus uñas se clavaron en la carne.
De pronto tuvo una idea. Se apresuró a sentarse ante la mesa, abrió el tintero y cogió una hoja de papel; esos ademanes familiares aliviaron la presión en el pecho que casi le impedía respirar.
—No es para siempre, ¿verdad? En algún momento, quizá pronto, regresaréis con vuestros esposos y me presentaréis a vuestros hijos —la consoló la tata Gesa—. Con la ayuda de Dios, no tardaréis demasiado.
Pero Mirijam no le prestó atención, porque al oír la palabra «esposos» de repente comprendió que Cornelisz no sabía nada, que ignoraba que ella se marchaba. ¿Dónde tenía la cabeza? ¡Era imprescindible que le informara de su inminente partida! Quedaba poco tiempo antes de que los navíos zarparan, pero no podía marcharse sin despedirse. Se apresuró a escribir unas líneas, describió la situación en pocas palabras, escribió su firma y plegó el papel. Después echó a correr escaleras abajo para enviar un mensajero con la carta.
Cuando regresó a la habitación, Gesa sostenía un pequeño paquete en la mano, cuidadosamente envuelto en varias delgadas capas de cabritilla y sujetadas con un cordón de seda.
—Este es el legado de tu madre, Mirijam —dijo Gesa en voz baja y en tono un poco ceremonioso—. En realidad, quiso que recibieras estas cartas el día de tu boda, pero te las entrego hoy. Te las envía junto con su bendición.
Gesa se volvió y guardó el paquetito en el fondo del arcón de Mirijam, luego se dejó caer al borde de la cama y se presionó las sienes con las manos tratando de recuperar el oremus: era evidente que todo el asunto la conmovía.
—En las semanas anteriores a tu nacimiento no se encontraba bien, permanecía tendida en el lecho, descansando. En aquel entonces redactó las cartas, como ella las llamaba, a su hija. Guardan cierta relación con su familia, creo que con su madre y con Granada, su ciudad natal. No lo sé con exactitud. Más adelante, cuando me confió el paquete, la fiebre ya le impedía hablar con claridad —dijo, acariciando la mano de Mirijam—. Si antaño la comprendí correctamente, solo puedes abrirlas cuando seas una novia, si enfermaras de gravedad o si te vieras en apuros. «Dile a mi querida Mirijam que debe cuidarlas muy bien. Son muy importantes para mí». Esas fueron sus palabras.
Entonces Mirijam tampoco pudo seguir controlándose y abrazó a la anciana entre sollozos.
—¡Ay, Gesa, no quiero que padre muera! ¡Quiero que todo siga igual que antes!
La vieja Gesa estrechó a la muchacha entre sus brazos y le acarició los agitados hombros.
—Lo sé, hija mía, a mí me sucede lo mismo. Pero resulta que en este mundo las cosas son como son: el hombre propone y Dios dispone. Hemos de resignarnos.
Lucia estaba sentada en su cama con la vista clavada en sus arcones de viaje. Se retorcía los dedos y un silencio pesado reinó entre las tres.
—Nunca olvidéis lo que vuestro padre y yo os hemos enseñado, entonces dispondréis de un modelo de conducta en esta vida —les advirtió Gesa—. Y ahora nos alegraremos de que podáis viajar a la bonita España. Ya lo veréis: cuando lleguéis a Granada os acabará por gustar. Tal como dijo Lucia hace un momento, disfrutaréis del sol y de las numerosas y bonitas flores y pronto dejaréis de sentir nostalgia. Y un día regresaréis y me contaréis cómo os ha ido…
Las lágrimas desmentían sus palabras y tuvo que desviar la mirada.
Lucia tenía la mirada perdida y Mirijam asintió con valor, como si diera crédito a cada una de sus palabras.
Entonces Mirijam abrió una ventana y dirigió la vista al puerto. Algunos de los mástiles de allí fuera pertenecían a las tres naves que esa noche zarparían hacia España: la Palomina, la Sacré Coeur y la Santa Katarina. De repente las aguas le parecieron extrañas y amenazadoras, y los mástiles de las naves, lanzas dirigidas al cielo.