15

Dolores abrasadores envolvían su cuerpo como hierros candentes. Desgarrada, golpeada y cubierta de verdugones, Mirijam flotaba en un mar de suplicio y dolor. No tenía fuerza y se rendía a su debilidad sin resistirse. La superficie salvadora le parecía inalcanzable, un remolino la arrastraba cada vez más profundamente a un abismo poblado de sueños confusos, lobreguez y alaridos, de pólvora, cimitarras y sangre. Allí había un charco, no: un océano de sangre del que emergía el cuerpo de Lucia; llevaba una mortaja, gritaba el nombre de Mirijam y unas monedas cubrían sus párpados. Si las monedas caían, vería los ojos de Lucia, ojos sin vida. ¡Lucia estaba muerta, estaba convencida de ello! Y seguramente, ella tampoco tardaría en morir. ¿O acaso ya estaba muerta…?

Lentamente, flotó hasta la superficie. Había gente hablando, alguien rio, lo oyó muy bien. No: por lo visto aún no había muerto; se mordió los labios, alguien le dio de beber y bajo sus párpados cerrados brotaron lágrimas. Alguien le hablaba, la lavaba, unas manos la tocaban, le limpiaban las heridas y la envolvían en una áspera manta… Mirijam las dejó hacer sin rechistar. Hubiera preferido morir y, una vez más, se sumió en la difusa oscuridad llena de dolor.

—Sí, así está bien —oyó decir a una voz lejana—. Todo irá bien.

Alguien volvió a ocuparse de su espalda y esa vez Mirijam se incorporó presa de espanto, pero una mano forzuda la obligó a tenderse en la paja.

—¡Tranquila, muchacha! No te pasa nada. Ya fue bastante difícil hacerse con el ungüento.

Mirijam cedió de inmediato, como si volviera a perder el conocimiento. El ungüento olía a árnica, un aroma agradable y familiar, acompañado de toques que la consolaban y suaves palabras tranquilizadoras. El ungüento surtía efecto, refrescaba las heridas y aliviaba el dolor. Pero aún más agradable resultaba la voz áspera, pero al mismo tiempo curiosamente afectuosa. Era como si la voz lograra adormilar sus dolores, y al tiempo que las manos invisibles vendaban sus heridas Mirijam se relajó y se durmió.

Cuando se volvió a despertar, lo primero que notó fue un horroroso pestazo a inmundicias humanas, paja podrida y excrementos de rata. Tenía sed y, haciendo un esfuerzo, se incorporó. Se encontraba en un lóbrego agujero junto a un par de otras mujeres: un enano jorobado de cabeza enorme —al que solo tras echarle un segundo vistazo reconoció como una anciana envuelta en harapientas faldas— se acercó a ella, le tendió un mendrugo de pan y una copa llena de agua turbia. Extrajo una brizna de paja con un dedo sucio antes de tendérsela a Mirijam.

—Bebe, pero lentamente, no sea que vomites: aquí dentro ya hay bastante mugre.

Mirijam cogió la copa y bebió un sorbito. ¿Sería esa mujer la que se ocupó de ella, o solo lo había soñado?

—Vaya, pequeña, supongo que lo peor ya ha pasado, ¿verdad? —dijo la enana, apoyó las manos en sus anchas caderas y una sonrisa atravesó su semblante arrugado y desdentado.

Mirijam abrió la boca para agradecerle por el agua, pero su voz no le obedeció. Tragó saliva y carraspeó y volvió a intentarlo, pero no lo logró. Entonces miró en torno con expresión desvalida y se encogió de hombros.

—¡Vaya, madre Rosario de corazón blando, así te lo agradece la pequeña puta! A lo mejor quería otra cosa en el trasero y no un ungüento…

Las otras mujeres encerradas en la celda cacarearon y se pegaron codazos. La observaban y parecían acechar cada uno de sus movimientos. Mirijam calló. Les dirigió una mirada inquieta a las mujeres sentadas en la paja medio podrida. Todas tenían cabellos sucios y desgreñados y todas llevaban harapos mugrientos. Mirijam constató que ninguna tenía una dentadura completa.

—¿Tienes hambre? —preguntó la enana.

Y una vez más, ella abrió la boca para contestar pero no consiguió pronunciar palabra. Se llevó la mano a la garganta, carraspeó, tragó saliva y volvió a intentarlo. Nada. De pronto recordó lo ocurrido y su corazón empezó a palpitar aceleradamente. ¿Qué le había hecho ese hombre repugnante? ¿También le había arrancado la lengua? Abrió la boca y se la examinó con los dedos de ambas manos, también las encías y los dientes, pero no faltaba nada. ¿Por qué no podía hablar? Mirijam se cubrió el rostro con las manos. ¡Ojalá pudiera sumirse en su sueño una vez más!

Mirijam bajó las manos. La enana acurrucada ante ella asintió y Mirijam comió un trozo de pan.

—Pero siempre despacio, ¿oyes? Porque resulta que no hay más.

Después la anciana se dirigió a las otras mujeres.

—O no me entiende, y eso puede ser, o bien resulta que no habla constantemente como ciertas mujeres.

La respuesta fue una carcajada. Algunas mujeres se acercaron y se reunieron en torno a Mirijam, también la enana.

—Me llaman madre Rosario. ¿Y tú cómo te llamas? Dime quién eres, de dónde vienes.

Una vez más, Mirijam trató de responder, pero esa vez tampoco surgió una palabra de su garganta, ni siquiera un graznido.

—¿Puedes oírme? —preguntó la vieja, y examinó el rostro de Mirijam; esta vaciló, luego asintió. ¿Por qué no podía hablar?

»Abre la boca —ordenó la enana; Mirijam obedeció y dejó que la mujer, que decía llamarse madre Rosario, le examinara la boca.

»Pues no se ve nada. Todo parece intacto.

La madre Rosario palpó la garganta y el cuello de la muchacha y luego la contempló con expresión pensativa. Por fin se encogió de hombros.

—No sé qué le ocurre. Vaya, al menos no nos llenarás las orejas con tus lamentos —dijo.

Las otras mujeres rieron.

—Aún queda un poco de ungüento. Date la vuelta, muéstrame tu culito y abre las piernas —ordenó la vieja sin prestar atención a las risas sarcásticas de las otras, y con sus manos arrugadas, sucias y de uñas roídas extrajo un amarillento trozo de tripa de animal de un bolsillo oculto de su falda: Mirijam sintió que podía confiar en esa vieja deforme, quizás era la única de ese lugar que no le haría daño. Y mientras una de las otras mujeres se levantaba las faldas y hacía sus necesidades en la paja, Mirijam obedeció la orden. Sintió náuseas, pero pese a la vergüenza y el asco, le presentó su trasero a la vieja y dejó que se ocupara de sus heridas.

Dolía, ardía como el fuego, «pero no importa», pensó, apretando los dientes. Ya nada le importaba, ni siquiera el hecho de no poder hablar. Solo debía evitar pensar en ello. Además, ¿acaso no era correcto que hubiera enmudecido? De todos modos, no había palabras para describir lo que aquel hombre le había hecho.

A la mañana siguiente el jefe de las mazmorras acompañado de dos guardias entró en la celda. Sus antorchas iluminaron a las mujeres acurrucadas en el suelo cubierto de paja. ¡No, no, otra vez no! Presa del horror, Mirijam se arrastró hacia la parte más oscura: si debía pasar por lo mismo otra vez, moriría. Se ocultó tras las otras mujeres, pero el jefe la descubrió.

—¡Eh, tú! —gritó—. Ven aquí, muchacha, te llevaremos al souk.

Arrojó un hábito parecido a un saco y un paño sobre la paja.

—¡Ponte eso y acompáñame! —ordenó, y se dispuso a marchar.

¿Souk? Ya había oído esa palabra en alguna parte… significaba «mercado», ¿no?

—¡Eres afortunada! —dijo la vieja enana—. ¡Cualquier lugar es mejor que este! Te aconsejo que aproveches la oportunidad, toma: aquí están tus cosas —añadió, y con la rapidez del rayo le tendió un pequeño paquete.

¡Había vuelto a aparecer como de la nada! Con expresión pasmada, Mirijam contempló el pequeño paquete de su madre. Nadie lo había robado y, por lo visto, nadie lo había abierto. Le hubiera gustado darle las gracias a la anciana, pero no logró pronunciar palabra.

—¡Está bien! —dijo la vieja mujer, que la había observado, y la empujó hacia la puerta de la celda—. Déjalo ya. También puedes conservar la manta. Quién sabe: a lo mejor la necesitarás más que nosotras.

Mirijam se apresuró a ponerse el hábito, envolvió el paquetito en la manta y se lo metió bajo el brazo. Apenas lograba mantenerse en pie. Con torpeza, con un terrible ardor en la parte baja del abdomen, avanzó a trompicones a través del oscuro laberinto de pasillos y escaleras hedientas detrás de los guardias.

Fuera caía una fría llovizna y Mirijam aspiró el aire limpio antes de cubrirse la cabeza y los hombros con la manta.

En ese momento reunían a un grupo de prisioneros formado por hombres, mujeres y niños y los sujetaron unos a otros mediante cuerdas. Debían de provenir de saqueos anteriores. Mirijam fue obligada a unirse a las mujeres y dejar que la maniataran, pero no tenía inconveniente si ello significaba abandonar ese terrible lugar. A través de la puerta de la fortaleza surgieron otras miserables criaturas, seres humanos de diversas edades y color de piel. Ciertos rostros le resultaron conocidos: al parecer, eran marineros de la Palomina e incluso creyó recordar haber hablado con uno u otro de ellos.

Unas cuantas mujeres lloraban, otras se resignaban a su destino con expresión pétrea. Algunas estaban heridas y cojeaban, otras tan débiles que debían sostenerlas, pero absolutamente todas estaban cubiertas de mugre. Muchas parecían haber permanecido largo tiempo en la penumbra de las mazmorras, porque incluso la luz mortecina de ese día las deslumbraba y tenían que protegerse los ojos con la mano. Las mujeres de su fila avanzaban a través de las callejuelas, arrastrando los pies y con la cabeza gacha, sin alzar la vista. «Seguro que han experimentado el horror», pensó Mirijam y, de algún modo, frente a todas esas desesperadas su propio dolor pareció reducirse un poco. Además, cuanto más atrás dejaba las horrendas mazmorras, tanto mejor se sentía.

El raudal de prisioneros avanzaba a través de las calles de los mercados y de un bosque de palos de tiendas a los que habían fijado lonas: una protección contra el sol y la lluvia. Ciertas calles estaban empedradas de piedras lisas, otras solo eran de tierra apisonada que la lluvia convertía en un lodazal.

A su lado pasaban mujeres árabes con la cabeza cubierta por un velo que solo dejaba ver los ojos y niños descalzos chapoteaban en los charcos. A derecha e izquierda del camino se alineaban pequeñas tiendas donde ofrecían toda clase de cosas, desde objetos de latón, bridas y alforjas hasta lentejas, frutas y otros alimentos. El aroma era picante: a pimienta, sudor y estiércol de cabra. Los sacos llenos de especias y los rollos de tejidos evocaron en Mirijam los almacenes de su ciudad natal y se apresuró a desviar la mirada: no quería pensar en ello.

Pasaron junto a unos hombres sentados a la sombra de un muro, observando el evento. Uno de ellos gritó en español:

—¡Hemos de agradecérselo a nuestro pachá!, ¡una vez más, ha hecho que lluevan esclavos!

Sonoras carcajadas acompañaron sus palabras.

La comitiva se detuvo en una ajetreada plaza entre altos edificios. Hombres de elegantes atuendos y turbantes blancos hacían avanzar a un grupo de personas maniatadas, tanto de tez negra como blanca. Otros ya ofrecían su mercadería humana a voz en cuello y gesticulaban para atraer la atención de los compradores.

Solo entonces Mirijam tomó conciencia de la palabra pronunciada por el hombre junto al muro: «esclavos», había dicho, que el pachá había hecho llover esclavos. ¿Así que esto era un mercado de esclavos? ¡Ay, ojalá no hubiera hecho caso al capitán! Las consecuencias de sus palabras de advertencia fueron espantosas: Lucia había desaparecido en un harén y por lo visto ella sería vendida como esclava.

¿No habría alguna posibilidad de huir? Tal vez, si lograba persuadir a las mujeres a su lado que huyeran junto con ella… Pero tras echar un breve vistazo a sus rostros que solo expresaban pena y dolor, abandonó la idea. Además ella misma apenas lograba dar un paso, así que ni hablar de echar a correr.

Al tiempo que los guardias comenzaron a obligar a los prisioneros a montar en diversos estrados en medio de la ruidosa multitud, de pronto la plaza pareció girar ante la mirada de Mirijam y los rostros se confundieron unos con los otros. Los gritos de los vendedores de esclavos se confundían con las risas de los espectadores, las ofertas de compra y las exclamaciones de dolor. Se sentía mareada. «No te caigas —se dijo—, no llames la atención». Se frotó la frente, su padre solía hacerlo cuando estaba cansado… no obstante, esa vez no surtió efecto. Entonces inclinó la cabeza hacia atrás y volvió la cara hacia las suaves y frías gotas de lluvia. A lo mejor evitarían el mareo.

Repentinamente, un hombre mayor elegantemente vestido apareció ante ella y le recorrió la espalda con la mano. El susto hizo que se tambaleara un poco, pero no se movió.

—Noble señor, esta niña ya es una muchacha, aunque no lo creáis, solo es un poco delgada.

Mirijam oyó la voz del vendedor de esclavos como de lejos; hablaba en francés, por eso comprendió lo que decía.

—Y aún es virgen, desde luego, podéis confiar en ello, sîdi. Solo que en su sabiduría, el Todopoderoso decidió dotarla de un cuerpo de muchacho y también de una inteligencia reducida, tal como me informaron.

Mirijam mantuvo la vista baja.

—No os engaño, puesto que gracias a Alá, soy un vendedor honrado y por eso os he de decir que la niña es muda, señor. Pero ¿acaso no supone una ventaja? ¿No la convierte en una esclava sumamente agradable? Tened en cuenta, sherif, noble señor, que nunca os contradirá y jamás será una parlanchina. Además, come como un pajarillo —dijo, le lanzó una sonrisa al posible comprador y mencionó un precio.

El hombre asintió y volvió a palparle la espalda y el vientre a Mirijam, le alzó la barbilla con la mano y le dijo al vendedor que le abriera la boca. Mirijam mantuvo los ojos cerrados mientras los hombres examinaban sus dientes; aún era como si lo viera todo a través de una bruma.

El hombre le levantó la bata, trató de separarle las rodillas e introducir la mano entre sus piernas. Sus dedos palparon la cara interior de sus muslos.

La bruma desapareció de golpe y Mirijam recuperó el oremus y, antes de que pudiera reflexionar o tomar otra decisión, le pegó un empellón en el pecho y el hombre cayó de espaldas en el polvo.

Un instante después, el puñetazo del vendedor de esclavos también la hizo caer al suelo; permaneció tendida a los pies del estrado y, junto con la mugre, notó el sabor a óxido de la sangre. El vendedor de esclavos ayudó al comprador a ponerse en pie al tiempo que este rezongaba y se frotaba el pecho. Mientras Mirijam se preguntaba si no le faltaba un diente, un anciano la ayudó a ponerse en pie.

—Vaya, vaya, pequeña, estos señores no parecen apreciar semejante determinación en una muchacha.

El anciano llevaba un atuendo de lana color arena y un turbante verde. Meneaba la cabeza y hablaba en tono de desaprobación, pero la mirada de sus ojos azules era divertida. Le quitó la mugre de las ropas y contempló su rostro con mucha atención.

Entonces el vendedor se acercó y alzó el látigo para obligarla a obedecer.

—¡Alto! —dijo el viejo, y lo aferró del brazo—. Alto, amigo mío, acudiré en tu ayuda y la compraré. Aprenderá a ser obediente en mi cocina —dijo, y extrajo un talego de entre sus ropas—. Coge estos cinco dinares y te libraré de esta esclava rebelde en el acto.

Y en un santiamén, antes de que el comprador o el vendedor de esclavos pudieran protestar y antes de que Mirijam comprendiera qué ocurría, el viejo la cogió de la mano y ambos abandonaron el mercado de esclavos.