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Últimamente no solo había bastante trabajo atrasado, además también había que teñir los bultos de tela traídos por Miguel. Y Mirijam se dedicó a trabajar, agradecida por la cotidianidad de los asuntos. Mientras mantenía las manos ocupadas, sus pensamientos giraban en torno al futuro, los cambios que le esperaban y, por supuesto, a Miguel.
¿Cómo y cuándo debía confesarle a Miguel su verdadero origen y hablarle del pasado? ¿Estaría dispuesto a casarse con una judía? Nunca se sabía cómo reaccionaría un cristiano. Muchos seguían creyendo que los judíos cargaban con la eterna culpa de haber asesinado a Jesucristo. Y Miguel, el portugués católico, ¿pensaría lo mismo? También quería hablarle de su casa paterna y que él le contara detalles de su infancia. ¡Había tantas cosas a tener en cuenta…!
Pero en lo que más pensaba, lo más importante de todo, era la siguiente pregunta: ¿qué ocurriría exactamente en el lecho matrimonial?
Pronto Miguel dejaría de ser un huésped que pasaba las noches a bordo de su nave. Viviría con ella allí, en la casa, dormiría con ella en la misma cama… Solo tras su partida, se permitió pensar en ello de vez en cuando. Cuando pensaba en esas noches siempre sentía un cosquilleo inquietante en el estómago, pero al recordar su fuerza, sus manos y sobre todo en sus besos, los latidos apresurados de su corazón se volvían casi insoportables.
No obstante, no dejaba de carcomerla un temor: ¿tendría que volver a someterse a algo similar a lo ocurrido aquella vez en las mazmorras?
Hubiera preferido que siguiera limitándose a abrazarla y besarla…
Mirijam caminaba detrás de Aisha y su ondeante atuendo. En Mogador, ambas eran consideradas sanadoras, expertas en hierbas medicinales a las que las personas acudían con la esperanza de curarse. Las mujeres, los esclavos y las sencillas campesinas acudían a Aisha. De vez en cuando alguien murmuraba sobre ritos africanos celebrados en la solitaria choza, conjuros de espíritus y toda clase de hechicerías, pero Mirijam hacía caso omiso de semejantes habladurías. Desde tiempo inmemorial, las mujeres de la familia de Aisha transmitían su saber a la siguiente generación y eso tampoco cambió cuando sus antepasados fueron raptados y convertidos en esclavos. Aisha ya era la cuarta sanadora que conservaba las antiguas costumbres de su tierra y que conocía ciertas mixturas de las que Mirijam jamás había oído hablar. Pero sobre todo se decían muchas cosas buenas sobre sus éxitos curativos en cuanto a las dolencias femeninas y también que ella lo sabía todo acerca de los secretos entre los hombres y las mujeres. Por eso se encontraba allí ese día.
Aisha caminaba por delante, envuelta en un aroma indefinible a vainilla y a algo picante. Ambas buscaban plantas que poseían ciertos poderes curativos. Al igual que Mirijam, Aisha elaboraba diversos ungüentos e infusiones con ellas.
Ese día Aisha estaba muy callada; ya hacía una hora que Mirijam tropezaba con guijarros y piedras de bordes afilados y empezaba a preguntarse si no sería mejor dar la vuelta y hacer algo útil.
Por fin Aisha se detuvo a la sombra de un grupo de palmeras, dejó la cesta en el suelo y se sentó en la arena con las piernas estiradas y la espalda recta. Palmeó el suelo a su lado y Mirijam obedeció y se sentó junto a ella.
—Así que pronto te casarás —dijo Aisha—. Como tu prometido es marino debería de tener cierta experiencia.
—¿A qué te refieres?
—Al lecho matrimonial. Por eso has acudido a mí, ¿no? Te contaré algunas cosas al respecto, para que no te asustes cuando tu marido se te acerque. Pero hay algo que he de saber: ¿te han circuncidado?
Mirijam le lanzó una mirada atónita.
—¿Circuncidado? —tartamudeó—. ¿Has olvidado que soy una mujer?
—Ajá —murmuró Aisha—, entonces no te han concedido ese honor y te han dejado impura. Vaya, puedes alabar a Alá y alegrarte de que quien se casará contigo sea un infiel: los bárbaros no le dan importancia a esas cosas. Si te hubieran circuncidado según las tradiciones de mi pueblo, estarías cosida, recibirías a tu marido entre sangre y lágrimas y tendrían que abrirte con un cuchillo antes de que pudieras engendrar un hijo. ¿Qué utilizas para recoger la sangre mensual? ¿Paños o esponjas, como yo te recomendé hace tiempo?
Mirijam solo había comprendido la mitad de lo que Aisha le dijo.
—Esponjas —contestó por fin en voz baja.
Entretanto, la curandera había alisado la arena entre sus piernas con la palma de la mano y entonces comenzó a dibujar figuras en la arena con un palito.
Roja de vergüenza, Mirijam reconoció lo que Aisha había dibujado: un hombre con el miembro erecto y una mujer tumbada con las piernas abiertas revelando su orificio más secreto. Lo que más le hubiera gustado era salir corriendo.
—Bien, al menos conoces tu gruta secreta. En los cuentos de hadas —empezó a decir la negra— y por cierto también en las historias de alf leila wa’ leila suelen decir: «Y por la noche él yació a su lado».
Aisha la contempló.
—En ese caso, el hombre y la mujer no solo yacen uno junto al otro. En el fondo hay innumerables posiciones que pueden adoptar durante el acto del amor. Unas le proporcionan mucho placer al hombre, otras, a la mujer —le explicó la negra al tiempo que completaba su dibujo—. Pero sea como sea: conoces el orificio del que brota la sangre menstrual. Bien, esa puerta secreta es la meta, el hombre introduce su miembro en ella cuando quiere y con la frecuencia deseada. Solo deja de hacerlo en los días en que eres impura —añadió, indicando el dibujo.
En el esbozo, la gruta resultaba tan encantadora como el cáliz de una flor, tal como Aisha había denominado esa parte del cuerpo.
—Pero… —dijo Mirijam, procurando superar su timidez.
Estaba decidida a preguntar todo lo que valía la pena saber, por más aterrador que resultara.
—¡Pero eso debe de ser doloroso! Incluso la esponjita…
—No si estuvieras circundada. En su inconmensurable sabiduría, Alá hizo que esa zona del cuerpo de las mujeres fuera especialmente flexible. A fin de cuentas, por allí han de salir los niños. Además, es de suponer que tu marido empezará por besarte y acariciarte antes de penetrarte, en todo caso es lo que hacen los amantes expertos. Y eso hará que tu interior se vuelva blando y húmedo y dispuesto a recibirlo. Si no fuera así y si el hombre fuera un bruto, o si tú tuvieras tanto miedo que te pusieses tensa, te limitarás a hacer lo que hacen las mujeres circuncidadas —dijo la negra, introdujo la mano bajo su amplio vestido y sacó unas píldoras negras—. Beleño, ¿comprendes? Beleño, incienso y unas semillas de amapola. Si las tomas una hora antes de que tu marido se acerque a ti, hará que te vuelvas blanda y elástica y podrás abrazarlo sin temor. Además, a él le encantará tu pasión —añadió, y le entregó las pequeñas bolitas.
—¿Beleño? ¿No es venenoso? ¿Y cómo sabe una mujer cuándo…? Quiero decir, ¿hay que tomarlo justo una hora antes?
Inesperadamente, la pregunta sobre la hora precisa había despertado el interés científico de Mirijam y su pudor se disipó.
—Con la correcta dosificación supone una bendición para las mujeres. Así que piensa en tomarlas… Siempre una píldora cada vez, no lo olvides: esta te permitirá emprender un prodigioso viaje; el efecto dura varias horas, así que no importa cuándo la tomas.
Aisha volvió a alisar la arena y dibujó otra imagen. En esta aparecía la mujer tendida de espaldas con las piernas encogidas y el hombre, con un miembro como una vara, estaba arrodillado por encima de ella.
—Esta es la manera más habitual de hacer el amor. Pero si la mujer estira las piernas hacia arriba, más o menos así —dijo Aisha, y modificó el dibujo— esa posición es ideal para engendrar un niño.
Sentimientos opuestos luchaban en el interior de Mirijam, tenía la boca seca y, al contemplar los dibujos, su pulso se aceleró. Pero al mismo tiempo la invadía el temor a lo desconocido, que le impedía pensar con claridad. No obstante, había comprendido algo: eso que Aisha estaba describiendo no guardaba ninguna relación con lo que antaño experimentó en el bagno. Pero en última instancia, incluso saberlo no le resultaba demasiado útil, porque en el fondo no quería ser penetrada, pero frente a los dibujos de Aisha, notó una tensión y una pulsación entre las piernas.
—¿Qué ocurre cuando el hombre…? ¿Es lo único que hace, meterlo allí dentro?
—Bueno, se mueve al tiempo que planta su semilla profundamente en el cuerpo de la mujer. Eso es todo; sin embargo, todo se trata de eso, quiere hacerlo una y otra vez porque para él es lo más importante del mundo. Para él, es más importante que la amistad y el matrimonio, que la gloria y el poder, el dinero, el respeto o la confianza.
—¿Por qué? —preguntó Mirijam, desconcertada.
Aisha se encogió de hombres y por primera contempló a Mirijam directamente: su rostro ancho y plano expresaba compasión frente a semejante ignorancia.
—Quiere engendrar descendientes; ello forma parte del plan de Alá que abarca el mundo y el tiempo y cuyo objetivo es la permanente renovación y el rejuvenecimiento. Se trata del nacimiento y la muerte, del ritmo de la vida. Solo por dicho motivo, todos los hombres desean tener hijos que se encarguen de su heredad, conserven su memoria y los vuelvan inmortales.
Mirijam asintió con aire ausente. ¡Con cuánta objetividad hablaba Aisha de esas cosas! Pese a todas sus lecturas, para ella ese terreno era terra incognita. Además, le costaba un gran esfuerzo desprenderse de la idea de que esa parte de su cuerpo cargaba con una maldición. Claro que, entretanto, se decía a sí misma que eso no era necesariamente así; en todo caso, en los libros no ponía nada al respecto, pero su temor la volvía tozuda. También por eso nunca había tratado las dolencias femeninas especiales ni ayudado durante un parto. En cambio, Aisha parecía saberlo todo al respecto. A lo mejor incluso podría hablarle de ese asunto, contarle lo que antaño le había sucedido en las mazmorras y pedirle que se lo explicara.
Es verdad que en aquel entonces el sherif intentó explicarle lo que le habían hecho, pero ella no lo comprendió del todo. Habían transcurrido años, pero quizás hubiese llegado el momento de retomar el tema; el abu siempre decía que el saber ensancha el pecho, al contrario que la ignorancia, que causaba problemas respiratorios y miedo.
Mientras procuraba tomar una decisión, Mirijam mantuvo la vista baja, jugueteando con la arena. Por fin empezó a hablar con tono quedo.
—Hay algo que quisiera preguntarte, Aisha. Una mujer, no la conoces, no es de aquí, bien, esa mujer me contó que alguien, cuando ella aún era una niña, la violó. Mi amiga no sabía muy bien qué… Creía que se trataba de una especie de maldición, pero la violación no ocurrió como tú acabas de dibujar, quiero decir no en ese orificio, sino…
Mirijam bajó la cabeza, el rubor le cubría todo el rostro.
—¡… sino allí! —susurró por fin, y señaló el punto situado por debajo del orificio de la flor, absolutamente incapaz de mirar a Aisha a la cara.
—¿De donde surgen los excrementos?
Mirijam asintió y la inspiración de Aisha se volvió audible al tiempo que murmuraba unas palabras y hacía un ademán de rechazo. Después su rostro adoptó una expresión de desdén.
—¡Eso no tiene nada que ver con una maldición! Los hombres que hacen algo así están poseídos por el sheitan, el diablo —dijo en tono firme—. El sheitan desarrolla una astucia increíble para convencer a los humanos y es realmente malvado. Persuade al hombre de que es poderoso y que puede hacer caso omiso de cualquier regla. Pero quienes no se resisten al diablo, sino que se someten a sus susurros, darán rienda suelta a sus fantasías antinaturales con los débiles y esos son las mujeres y los niños. ¡Pero eso es precisamente lo que el sheitan se propone! ¡Todos saben que los niños inocentes están fuera de su alcance, no cargan con ninguna culpa y tampoco son responsables de lo que les hacen a ellos! Por desgracia, tampoco pueden impedirlo y por eso el sheitan sale victorioso con excesiva frecuencia. Entonces las mujeres, pero también los niños, sufren violencia y deben convivir con esta. Lo único que pueden hacer es tratar de que ese acto diabólico no determine su vida, porque en ese caso el demonio los habría derrotado y hubiese alcanzado su objetivo —dijo Aisha en tono airado.
Le lanzó varias miradas interrogativas a Mirijam, que permanecía acurrucada en la arena, luchando con las lágrimas.
—Pero créeme —continuó Aisha—, hay algo que es tan seguro como el curso del sol y de la luna: Alá, que todo lo ve, juzgará a ese hombre cuando su vida llegue a su fin. ¡No hay crimen que el Omnisciente no castigue!
El palito con el que había dibujado se rompió entre sus dedos.
—Por cierto —prosiguió diciendo mientras buscaba otro—, si el hombre ha violado a la muchacha por el orificio posterior impuro, la pielecita de su gruta secreta permaneció intacta. La mujer sigue siendo considerada pura y en estado de castidad. Díselo a tu amiga, la tranquilizará.
—¿Y no significa que está maldita?
—¡Claro que no! Quizás el que está maldito sea el hombre o tal vez esté poseído por el diablo, pero no la muchacha.
Mirijam se sentía un poco liberada y, de algún modo extraño, consolada.
Le hubiera gustado reflexionar sobre las explicaciones de Aisha, pero la negra había vuelto a coger el palito y dibujó una parturienta.
—Hemos de proseguir. Como sabes, la semilla que el hombre planta en el vientre de una mujer se convierte en un niño. Crece en su interior y, cuando llega el momento, nace. Creo que tienes suficiente información al respecto. Es como es, tanto entre los seres humanos como entre los animales, y es voluntad de Alá que las mujeres lo acepten como algo no modificable.
La negra borró el dibujo en la arena y empezó a dibujar otra vez.
—Tu padre me pidió que sobre todo te hablara de los placeres del amor.
—¿Abu Alí? ¿Has hablado con él?
—Desde luego. Dijo que temía que tu saber fuera demasiado escaso, debido a que no tienes una madre que pudiera haberte preparado. Bien: sobre los placeres del amor —aunque no sé mucho al respecto por experiencia propia— sé lo que me confían otras mujeres.
Mediante unos trazos dibujó un hombre tendido de espaldas y una mujer que se sentaba encima de su miembro erecto con las piernas abiertas.
—En esa posición, la mujer puede moverse libremente y determinar cuán profundamente la penetra el hombre. Al igual que así: cuando ambos se tienden de lado. Por otra parte, es así como ambos debieran dormir cuando la mujer lleva un niño en su seno, es menos peligroso —dijo Aisha, dibujando a la pareja—. Además, a algunas mujeres parece proporcionarles placer cuando… —añadió, y siguió dibujando.
Mientras regresaba a casa, Mirijam respiraba entrecortadamente y se sentía un tanto aturdida. No había tal maldición y eso suponía un gran alivio, pero esos dibujos… ¿Y si Miguel…? ¿Y si ella…? Pensó en el paquetito de píldoras que guardaba en el bolsillo. ¡Beleño! ¿Y qué fue eso que dijo Aisha al final?
—¡No tengas miedo, el amor siempre es cosa de dos! Empieza tú, acércate a él, acarícialo y bésalo y verás que todo funciona perfectamente.
«Menudo consejo para una prometida», pensó con el corazón encogido.