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Amberes
El día anterior a su muerte, Andrees van de Meulen por fin tomó todas las medidas necesarias para asegurar el futuro de sus hijas Lucia y Mirijam. Había cerrado los ojos ante lo que se avecinaba durante demasiado tiempo y ahora corría prisa.
—No me contradigas, Lucia, es mi voluntad —dijo con acostumbrada autoridad—. Viajarás a casa de tu tío en Granada y te casarás con Fernando, su hijo menor. La nave zarpará esta misma noche y Mirijam te acompañará; permanecerá a tu lado hasta que Juan, tu tío, encuentre un buen esposo también para ella. Ahora preparad vuestro equipaje y regresad aquí para que pueda daros mi bendición —añadió el comerciante y las despidió con un gesto.
Sollozando y con las faldas agitadas, Lucia se dirigió a su habitación mientras Mirijam se dejaba caer en el rellano de la escalera: lo que había sentido junto al lecho de su padre hizo que se estremeciera. Su pobre padre enfermo parecía desconocido y además había visto cuán pálido estaba, cuán ojeroso, y sospechaba lo que ello significaba. ¡Pero no podía morir, no podía abandonarla! Sin embargo, en el fondo sabía que nadie era capaz de interponerse en el camino de la muerte, ni los médicos ni los sacerdotes. Su padre moriría, por eso las enviaba al hogar de unos desconocidos, pero ¿precisamente a Andalucía?
Mirijam se apoyó contra la barandilla y clavó la mirada en sus manos tensas.
«Supongo que ahora sería el momento indicado para rezar», pensó. Su tata Gesa afirmaba que, a excepción de un par de diferencias, en el fondo el dios judío y el cristiano eran idénticos. Y también que una oración en el momento idóneo siempre resultaba útil.
Como hija de una madre judía, Mirijam no conocía plegarias cristianas, sin embargo plegó las manos, se arrodilló en el vestíbulo y entrelazó los dedos con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos y rezó con fervor.
—Dios todopoderoso, señor y soberano de todas las tribus de Abraham e Israel, padre de Jesús, te lo ruego: haz que nuestro padre pueda permanecer a nuestro lado. ¡Déjanos a nuestro padre, te lo suplico! Ya te has llevado a nuestra madre, no podemos quedarnos solas en Amberes.
Reflexionó un momento y luego prosiguió.
—En agradecimiento, me haré bautizar y abrazaré tu fe, incluso en contra de los consejos de mi padre. Lo juro. Para toda la eternidad, amén —murmuró. No se le ocurrió nada más.
Pero una palabra se abría paso en su cabeza: «¡Sola!». Tras la muerte de su padre ella y Lucia estarían completamente solas. ¡Ojalá fuera un muchacho!: entonces podría quedarse en Amberes incluso sin su padre, no tardaría en aprender a ser un comerciante como él en la casa de un empresario y entonces podría… El pensamiento de Mirijam se atascó. No, no podría hacerlo a solas, pero tal vez con la ayuda del abogado Cohn… Dado que este prestaba apoyo a su padre en ese momento, también le ayudaría a ella, ¿no?
En broma, pero también un poco en serio, hacía tiempo que ella y Lucia decidieron repartirse la herencia de esa manera. Lucia no sentía interés por los negocios, en cambio ella sí. Hacía unos días su padre incluso había dicho que tenía talento para ellos y un buen olfato cuando ella descubrió un error en las cuentas y lo corrigió.
La luz penetraba a través de los cristales multicolores y pintaba motivos vistosos en el suelo de color claro. Casi no podía apartar la vista de los colores borrosos mientras luchaba con las lágrimas. Adoraba las ventanas de cristales de color, al igual que el resplandeciente suelo de madera y las puertas talladas. Y también el suave aroma a cera de abejas con la que la tata Gesa hacía pulir las escaleras y el brillo posterior, una vez que los peldaños se pulían con un paño suave.
—No quiero marcharme de aquí —murmuró—. ¡Este es mi hogar!
España estaba muy lejos de todo lo que había formado parte de su vida hasta entonces. Allí vivían los Molina, parientes lejanos a los que ninguno de ellos conocía. Le dolía el estómago de solo pensar en ello. Lucia debía casarse con el hijo y también buscarían un esposo para ella. Un día se casaría, desde luego, tal vez hasta con Cornelisz; notó que se ruborizaba y se apresuró a pasar al pensamiento siguiente. En todo caso, en algún momento futuro ella y su esposo dirigirían la empresa Van de Meulen y no vivirían en algún lugar de España: hasta ese momento, su futuro le había parecido muy claro, pero ¿ahora debía marchar a España?
¿Acaso su padre ignoraba que, como judía, allí no estaría segura? Por otra parte, ¿en qué país de la Tierra podía confiar en encontrar seguridad? En todas partes, los judíos eran tolerados, como mucho. Su madre aún era una niña cuando su familia se vio obligada a abandonar Granada. Su huida de la Inquisición era un tema del que no se hablaba en casa, y no por indiferencia, más bien porque el hecho de que su madre fuera judía parecía ser algo completamente normal. Tal vez por eso la propia Mirijam lo olvidaba a menudo. Sin embargo, le hubiese agradado pertenecer a una comunidad, incluso a la judía, pese a que su padre y Lucia eran cristianos. Siempre había considerado que no poder asistir a las misas celebradas para Pascuas o Navidades en la catedral suponía una injusticia. También por ese motivo ya había pensado un par de veces en hacerse bautizar. Había hablado del asunto con su padre, pero este no le daba ninguna importancia.
—Es verdad que la gente afirma que el bautizo es el aspecto más importante del cristianismo, pero lamentablemente no se atienen a ello —dijo—. Los judíos conversos no gozan de una mayor consideración ni reciben un trato mejor que los judíos confesos, incluso tal vez uno peor, al menos es así aquí en Amberes. No te harías ningún favor, hija mía. Es mejor que conserves la religión de tu madre y sus antepasados. Cuando llegue el momento indicado, te llevaré con el rabino para que aprendas los reglamentos y las obligaciones pertinentes.
No obstante, de momento eso no había ocurrido. Si fuera un muchacho, seguro que su padre habría actuado de otra manera. No hubiese tratado a un hijo como si fuera un rollo de tela que uno puede despachar a cualquier parte, incluso allende el mar, a España. No, se dijo de inmediato, eso no era justo: las intenciones de su padre eran buenas y en realidad no tenía otra opción puesto que, a fin de cuentas, no tenían otros familiares salvo esos extraños parientes españoles.
Mirijam se cubrió el rostro con las manos. Podía seguir procurando distraerse con todo tipo de ideas, pero ello no haría desaparecer el miedo que la atenazaba. ¡La muerte estaba ante la puerta! Hubieran previsto lo que hubiesen previsto para ella y Lucia, las enviaran a donde las enviasen, pese a toda la incertidumbre había algo seguro: estaban vivas y contemplaban el futuro. Pero su pobre padre…
En cuanto las muchachas abandonaron la habitación, Van de Meulen apretó los puños, tosió, resolló y se encogió de dolor. El último verano, frío y lluvioso, lo había afectado mucho, más que cualquier invierno, y se vio obligado a recurrir al médico una y otra vez. Hacía semanas que este acudía cotidianamente y examinaba la composición de la orina y la sangre. Pasaba mucho tiempo junto al lecho del enfermo, consultaba con sus colegas y preparaba diversos remedios para él. Pero de momento ni las cataplasmas de alcanfor, de hierbas o de semillas molidas, ni las tinturas, las infusiones o los ungüentos resultaron eficaces. Y tampoco las sangrías o las misas que Van de Meulen hacía celebrar: más bien, su dolencia aumentaba día tras día y hacía unos cuantos que tosía sangre. Sabía que su mal no tenía cura y que su fin se acercaba. Anoche había dedicado muchas horas a la oración y después se conformó con su destino, como le correspondía a un buen cristiano. No obstante, aún había que arreglar asuntos importantes, sobre todo qué sucedería con sus hijas.
Por centésima vez, el comerciante reflexionó sobre las decisiones tomadas hasta ese momento. Él era el último de los Van de Meulen y dado que tras su muerte las muchachas ya no poseerían ningún familiar en Amberes, no le quedaba otra opción que ingresarlas en un convento, dejarlas en manos de amigos o enviarlas a Andalucía.
Sin embargo, solo Lucia podía ingresar en un convento, porque nunca había hecho bautizar a Mirijam: por una parte se lo había impedido su profundo respeto por su madre muerta de manera prematura y por su venerable religión; por la otra, estaba perfectamente al tanto de la dudosa posición social de los conversos, que también en Amberes nunca eran considerados como auténticos cristianos.
Después estaban los amigos, pero a fuer de ser sincero, debía preguntarse si realmente tenía amigos, auténticos amigos. Claro que había viajado mucho y desde luego que conocía numerosos hombres de negocios, comisionarios y banqueros, y no solo pertenecientes a las empresas de Amberes, pero ¿es que entre estos había alguno idóneo para encargarse de acoger a sus hijas? ¿Acaso había uno solo que no se interesaría sobre todo por la tentadora herencia de estas?
«No —pensó por enésima vez—, en última instancia dicha herencia sería el factor decisivo para todos ellos».
Pero Mirijam y Lucia no podían quedarse solas en ningún caso, tenían que ir a vivir con sus parientes españoles, no quedaba más remedio. Sin embargo, no estaba dicho que su primo aprobaría un matrimonio entre Lucia y su hijo. Aunque hacía cierto tiempo que las negociaciones proseguían y habían intercambiado diversas cartas, aún no habían alcanzado un resultado satisfactorio. Por supuesto que la herencia y la dote jugaban un papel fundamental y también las relaciones comerciales entre ambas agencias tenían su importancia: hacía tiempo que el primo Juan deseaba un vínculo más estrecho entre ambas empresas.
«Sea como fuere —pensó, agotado— y sean cuales fueran las medidas o las combinaciones que pudiera imaginar para asegurar la continuada existencia de la empresa, ya no me queda tiempo».
Lo único que podía hacer era confiar en el honor, el sentido del deber y de solidaridad familiar de Juan de Molina.
Los pesados cortinajes de su lecho estaban abiertos para facilitarle la respiración. En la habitación ardían velas de cera de abejas, porque las más baratas de sebo le daban náuseas. Iluminaban el tallado revestimiento de madera, algunos arcones, sillones de cuero y el pesado escritorio en el que reposaba su Biblia abierta. Deslizó la mirada por los estantes repletos de cinceladas jarras de plata, objetos de cristal veneciano y platos de majorca italianos. ¡Los emplomados cristales de las ventanas brillaban alegremente y eran casi tan multicolores como los de la catedral! Dentro de poco tiempo ya no podría disfrutar de su belleza, la pena y el dolor lo invadieron y soltó un profundo suspiro.
Pero volvió a recuperar el control con rapidez. Había vivido una buena vida y logrado muchas cosas, pero nadie era capaz de modificar el transcurso de los acontecimientos. Se había encontrado con la muerte en demasiadas ocasiones, formaba parte de la vida como el nacer y el aliento que ahora lo empezaba a abandonar. Y si no fuera por la acuciante pregunta sobre el futuro de las muchachas, no habría tenido inconveniente de morir en paz.
Pero para poder estar realmente preparado a enfrentarse a la muerte, era imprescindible que ellas se embarcaran hoy, sin falta. Solo entonces podría descansar en paz. No solo era el último convoy que zarparía antes de las peligrosas tormentas de otoño, sobre todo eran las últimas naves que navegaban bajo su encargo. Van de Meulen volvió a suspirar.
Afortunadamente, antaño ya había redactado gran parte de su codicilo, cuando debido al éxito cada vez mayor de sus empresas compró varios terrenos de la ciudad.
«Puesto que no hay nada más seguro que la muerte, pero tampoco nada menos inseguro que la hora de esta…», había titulado ese fragmento de su disposición de última voluntad, en el que transfería los terrenos a Lucia y Mirijam como herencia común.
—La muerte no debe acontecer sin un prescrito —siempre decían los mercaderes de Amberes. Una regla inteligente a la que él se atendría porque se había visto obligado a participar en rencillas entre familias y socios con excesiva frecuencia. Eso no ocurriría en su empresa. Siempre fue un comerciante sensato y honrado que solía pensar más allá de los negocios cotidianos. Quizá por ese motivo su quehacer había gozado de la bendición de Dios.
Aguzó los oídos, pero lo único que oyó fue el suave crujido de una de las grandes vigas de madera y el paso rápido de la tata Gesa en las escaleras. Adoraba esa casa del mercado de Koorn: era de cuatro plantas y se encontraba casi en el centro de Amberes, de modo que resultaba sencillo alcanzar los almacenes. Antaño fue construida por su padre, que de joven había llegado desde Granada al río Schelde. Fue un comerciante astuto y quizá no tardó en barruntar que la ciudad acabaría por gozar de un gran desarrollo.
Con mano diestra y éxito cada vez mayor, su padre había hecho pasar un río de tesoros provenientes de todo el mundo a través de su empresa: entre ellos especias y piedras preciosas, como también cereales y telas. No obstante, con el tiempo también había dejado el comercio de especias en manos de otros y se especializó en negociar con metales nobles y tejidos: encajes de Bruselas, lino flamenco, telas de Florencia y pesados paños de lana de Inglaterra eran enviados al sur; sedas, algodones y maravillosas orfebrerías al norte, como dos ríos que fluían por el mismo cauce pero en direcciones opuestas. Y aunque con modestia, sabía que él había sido un digno sucesor de su padre, puesto que no solo administró la fortuna con inteligencia sino que además la incrementó de manera considerable.
¿Y ahora? Dios todopoderoso le negó herederos varones, pese a que a menudo pasó horas de rodillas rogando por tener un hijo. Ahora solo cifraba su esperanza en los hijos de Lucia, hijos que tendría con Fernando de Molina y que él jamás vería en este mundo, pero que un día se encargarían de la conservación de su empresa.
Lucia aún era de un carácter un tanto infantil, pero ya tenía diecisiete años y hacía tiempo que podía contraer matrimonio. Sabía que en España casaban a las hijas mucho antes que allí en el norte. ¿Y Mirijam? Entonces se dio cuenta que hasta ese momento nunca se había preocupado por ella y por su futuro, incluso por su importancia con respecto a su empresa. Además, aún era casi una niña, no había cumplido los catorce y encima era una niña difícil y tozuda. Amaba la libertad como si fuera un muchacho, era absolutamente leal y con ideas propias. Si alguien se convertía en su amigo, le era leal. Además tenía afán de saber y era inteligente y, sin embargo, pensativa y reservada. Al igual que su madre, era incapaz de emplear una táctica para obtener una ventaja. ¿Quién podía saber cómo se desarrollaría, así que cómo hubiera podido planificar su vida y tomar las medidas necesarias? En todo caso, se había encargado de adjudicarle una dote considerable; más allá, debía dejar el destino de Mirijam en las manos de Dios y confiar en su primo de la lejana España. Al menos regresaría a la tierra de su madre y sus antepasados. Y tras dicha reflexión Van de Meulen se durmió, exhausto.
Tras dormir unas horas un crujido lo despertó. Su notario y consejero abrió la puerta sin hacer ruido. Andrees abrió los ojos y le indicó que se acercara con gesto cansino.
—Pasa, Jakob. ¡Ay, si tú también fueras un padre, como yo, sabrías cuán pesada es mi carga! Estoy muy preocupado por mis muchachas, Jakob. He de dejarlas en manos del buen Dios porque sé que me ha llegado la hora. Enciende más velas, no te veo bien y aún hay tantos asuntos que arreglar…