33
Sentados en el suelo con las piernas cruzadas, sorbían la recién ordeñada y aún tibia leche de camella en silenciosa armonía. Con el rabillo del ojo, Miguel observó que uno de los camelleros se meó en las manos antes de sostener un cuenco de madera bajo la ubre de la camella y empezar a ordeñarla. ¿Se suponía que debía beber esa leche? Notó que todos los demás disfrutaban bebiéndola.
«A su salud», pensó, e hizo una mueca antes de beber un sorbo él también.
—Os encontráis en la comarca de nuestra tribu —dijo el jefe de la caravana en ese momento—. Somos imazighen, hombres de la tribu de los zenata, de la gloriosa familia de los beni watta. Nuestro bienamado sultán Muhammad, a quien Alá proteja siempre, también es miembro de la familia de esos guerreros del desierto. Vela sobre sus tierras como un padre justo.
Miguel asintió con la cabeza. Fuera lo que fuese que ese hombre le decía, lo que le quedaba claro era que por lo visto no tenía que luchar, así que de momento podían sentirse a salvo.
Cornelisz estaba tendido junto a la hoguera envuelto en una manta de pelo de camello. De vez en cuando lo recorrían estertores febriles, pero el agua fresca parecía haberle hecho bien. Entretanto, uno de los hombres preparaba pan árabe y al verlo, Miguel recordó que tenía un hambre de lobo.
—Me llamo Amir Aït Aba, soy el jeque de mi pueblo. Venimos del este y nos dirigimos al norte con nuestra caravana —continuó diciendo el jefe—. Nuestra meta es la alcazaba Agadir, tal como nosotros denominamos a ese pueblo que vosotros llamáis Santa Cruz de Aguér. Si lo deseáis, podéis acompañarnos.
Miguel estaba radiante. ¿Acaso no lo había pronosticado? ¡Ya casi estaban en casa!
—Y yo me llamo Miguel de Alvaréz —respondió en el tono más digno posible, y se inclinó ligeramente—. Soy un timonel portugués, era el timonel de la San Pietro, que, para desgracia de todos nosotros, se hundió ante esta costa. Mi acompañante —añadió, señalando a Cornelisz— se llama Cornelisz van Lange. Es oriundo de una importante familia de comerciantes de Amberes, una ciudad de Flandes. Su padre, mijnheer Van Lange, perdió la vida durante el naufragio. Que descanse en paz.
El jeque Amir asintió con la cabeza.
—Que la paz sea con él. La illa illalah, es la voluntad de Dios y todo está escrito, incluso la hora de nuestra muerte.
—¿Hace mucho que estáis de viaje? —preguntó Miguel en tono amable tras hacer una pausa, y trató de acomodarse: sentarse con las piernas cruzadas no era lo suyo.
—Nuestro viaje durará de una luna llena hasta la siguiente. Así que con la ayuda de Dios solo faltan escasos días, insha’allah —contestó el jeque—. Pero ¿qué significa el tiempo? Alá nos ha dado el suficiente.
Uno de los perros de pelaje color arena que acompañaban la caravana se agazapó y se acercó a espaldas del jeque sin llamar la atención y sin despegar la mirada de su amo, hasta que por fin apoyó la cabeza en las patas y, soltando un leve suspiro, cerró los ojos.
—¿Y cuántos hombres y animales forman la caravana?
—Esta vez solo es una pequeña caravana —contestó el jeque—. Con nuestros camellos transportamos sal del Sahara al norte y regresamos con cereales a nuestros campamentos.
Su voz era suave y melodiosa, y sus palabras surgían bajo el paño que le cubría la cabeza en tono reflexivo. Llevaba varias sortijas de plata en las manos oscuras y delgadas que brillaban bajo la luz de la luna cada vez que gesticulaba. Pero en general, permanecían en su regazo. Mantenía las piernas cruzadas bajo su largo atuendo y daba la impresión de que podía pasar horas en esa posición. Aunque apenas movía la cabeza, Miguel estaba convencido de que a ese hombre nada se le escapaba.
—Veo que le habéis entablillado la pierna a vuestro joven amigo. Eso fue una medida inteligente, Miguel de Alvaréz, los huesos volverán a unirse en la posición correcta, insha’allah. Aún es joven.
Miguel le agradeció el elogio. Después dijo:
—Disculpadme un momento. Quiero observar las estrellas: una vieja costumbre marinera.
El jeque asintió.
Miguel creyó ver que sonreía, pero debido al velo que le cubría la cara no estaba seguro. Además, ¿cómo podía ir por ahí un hombre adulto con semejante cosa cubriéndole el rostro? ¡Era un fastidio! No obstante, debía comprobar si el hombre le había dicho la verdad: tenía que averiguar qué dirección emprendería la caravana y allí, en tierra firme, el instinto que le indicaba la dirección y la distancia lo abandonaba.
Miguel se alejó unos pasos de la luz de la hoguera, cogió su octante y buscó la estrella polar. La encontró enseguida y, en efecto, estaba precisamente allí hacia donde se dirigiría la caravana: en el firmamento septentrional a escasa altura. Al parecer, el hombre era sincero.
En el desierto reinaba el silencio. Miguel sintió frío y regresó junto a las llamas de la hoguera.
—He de decirte algo, Miguel.
Cornelisz estaba despierto, lo había aguardado. Parecía abochornado, tal como Miguel comprobó pese a la escasa iluminación.
—¿Qué pasa, tienes dolores?
—¡No! Bueno, sí, pero… No es eso, es que no logro recordar qué ocurrió. ¿Qué pasó cuando naufragamos? —preguntó Cornelisz.
—Vaya, yo diría que haberlo olvidado es una bendición —dijo Miguel, y carraspeó—. Bien, recuerdas que yo era el timonel de la San Pietro, ¿no? Pues, en pocas palabras, el capitán era un necio, un charlatán. Mi padre, que en paz descanse, que era calafate, lo hubiese hecho mejor que él, mucho mejor. Él no nos hubiese hecho naufragar.
Aún se enfurecía en cuanto pensaba en el capitán Da Palha.
Cornelisz lo contemplaba en silencio, aguardando pacientemente que Miguel prosiguiera.
Este volvió a carraspear y dijo:
—El mástil acababa de caer y entraba mucha agua a través del agujero en el casco, ¿comprendes? En todo caso, ya estábamos muy escorados cuando tú te enganchaste en el cabo en cubierta. Te di mi cuchillo y lograste liberarte. Entonces yo me arrojé al mar, y tú también, y de algún modo logramos llegar a tierra. Yo tampoco sé más. Cuando recuperé la conciencia en la orilla tú te arrastrabas fuera del agua. Bien, entonces me ocupé de tu pierna y escalé la pared de roca para ver si encontraba otros náufragos. Pero al único que encontré fue a tu padre, que estaba muerto y lo enterré bajo un montón de piedras en la arena. Marqué el lugar en el arrecife, por si alguna vez quieres visitar la tumba. ¿Qué más puedo decirte? Perdiste el conocimiento varias veces, por eso cargué contigo hasta aquí. Me parece que eso es todo. Ahora que lo recuerdo: tu padre llevaba unos papeles en los bolsillos. Se mojaron y están allí en las piedras para que se sequen.
Cornelisz escuchó la narración con la cabeza gacha. Estaba acurrucado junto a la hoguera con la pierna entablillada estirada hacia delante y la sana en ángulo recto. Entonces alzó la cabeza, y al hacer la siguiente pregunta tenía los ojos llorosos.
—¿Entonces no fue mi padre quien me salvó? Me refiero a que de verdad me arrojé al mar y nadé y llegué a tierra por mis propias fuerzas…
—Sí, claro, como que me llamo Miguel. Aunque no podría decir que llegaras a la playa caminando, más bien te arrastraste a cuatro patas, pese a la pierna fracturada y a todas las heridas. Mis respetos es lo único que puedo agregar.
«¡Maldición! ¿A qué vienen esas lágrimas?», pensó Miguel al verlas brillar en los ojos del muchacho.
—Lo dicho: llegaste a la playa mediante tus propias fuerzas. Ah, ya veo, no queda pan. ¿Tienes hambre? Podría devorar medio cerdo, pero supongo que tendré que esperar hasta que haya regresado a casa, porque los sarracenos aborrecen la carne de cerdo, la consideran impura según dicen.
La comida consistía de humeantes panes árabes asados en las cenizas calientes bajo las llamas, un puñado de dátiles y un trago de leche fermentada de camella para cada uno. Todos comieron en silencio e inmediatamente después los hombres se envolvieron en mantas, se cubrieron el rostro con la capucha y se tendieron a dormir. También Cornelisz se durmió en cuanto apoyó la cabeza en la manta.
Un ambiente pacífico envolvía el campamento. Los hombres descansaban a la luz de la lumbre, a sus espaldas las sombras oscuras de los camellos formaban una especie de muralla protectora viviente. Solo de vez en cuando uno de los animales soltaba un gruñido, un perro ladraba en la oscuridad o las llamas chisporroteaban, de lo contrario todo permanecía en silencio.
«El viento no silba entre los obenques, los maderos no crujen, el agua no borbotea», pensó Miguel. Sin embargo, saberse con vida y a salvo era una magnífica sensación…
—Con la caravana hay que ser más veloz que el sol —dijo el jeque Amir cuando aún no era de madrugada, dirigiéndose a Miguel y Cornelisz—. Descansaremos a mediodía, cuando el calor aprieta y solo continuaremos cuando caiga el sol: ese es el ritmo que desde siempre mantienen las caravanas.
Mientras cargaban los camellos la tranquilidad en el campamento llegó a su fin; los animales se encabritaban y protestaban, movían sus largos cuellos y trataban de morder a los camelleros, pero estos no se dejaban amedrentar: cargaban bultos y sacos, se apoyaban contra los flancos de los animales y sujetaban la carga con cuerdas, al tiempo que entonaban canciones que debían tranquilizar a los camellos. Los animales solo se levantaban cuando todo estaba bien encordelado y entonces sujetaban cada camello al siguiente.
Dos hombres envueltos en largos atuendos se plantaron ante Cornelisz; sostenían una bata en las manos y, gesticulando, indicaron primero su pierna y después su cabeza sin dejar de soltar un torrente de palabras.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó Cornelisz. Estaba ojeroso y las rozaduras y los moretones se destacaban contra su rostro pálido.
—Quizá quieren que te vistas correctamente y después te adjudicarán un camello.
—¿Pretenden que monte? ¿Con esta pierna?
—No te queda otro remedio; en todo caso, me alegro de no tener que seguir cargando contigo, no eres precisamente liviano.
Cornelisz se ruborizó en el acto y, tartamudeando, le pidió disculpas.
—No tiene importancia —dijo Miguel; luego le ayudó al muchacho a ponerse la larga camisa, dio un paso atrás, contempló a Cornelisz y sonrió.
—¡No digas nada! —exclamó Cornelisz con expresión ceñuda—. ¡Sé que con esta bata parezco una criada en camisón!
—Un poco demasiado huesuda para mi gusto —dijo Miguel en tono burlón—, pero por otra parte, una bonita garota: una muchacha guapa.
Los hombres transportaron a Cornelisz hasta el camello en brazos y lo instalaron en un asiento colgado a un lado del animal. Unos sacos hacían de contrapeso en el otro flanco. El camello giró la cabeza hacia atrás: parecía contemplar a su pasajero con altivez sin dejar de mover las mandíbulas. Cornelisz se aferró a las cuerdas del asiento; impotente y con aire afligido, impedido por su pierna, los chichones y las heridas, colgaba junto al vientre del animal y se balanceaba de un lado a otro con cada paso que daba el camello.
—Seguro que no eres el primero que transportan de ese modo —procuró tranquilizarlo Miguel. Se llevó la mano al saco de monedas de oro con disimulo y se alegró de que la gruesa camisa hubiera resistido a la lucha contra las olas y las rocas. Todavía protegería sus «despojos del mar» durante bastante tiempo.
Cornelisz se agarró a las cuerdas y apretó los dientes. Se sentía muy mal, su padre estaba muerto. ¿Muerto? ¡Eso era imposible!
Bajo todas las tablillas y las cuerdas que la protegían, su pierna parecía haberse hinchado de manera considerable: palpitaba y le dolía, al igual que la cabeza. Miguel trotaba a su lado a través de la arena. ¿Qué hubiera sido de él sin ese portugués? Seguro que él también ya estaría muerto. Nunca hubiera logrado llegar hasta la fuente sin su ayuda y por tanto tampoco hubiese encontrado la caravana… Ese hombre que hasta hace escasas horas todavía era prácticamente un desconocido, lo había salvado. ¿Qué clase de persona era? Debía de tener unos treinta años, era fuerte y musculoso y ya había desarrollado una pequeña barriga. Además, ese ridículo turbante no dejaba de deslizarse hacia abajo cubriéndole los ojos e impidiendo que pudiera ver. Miguel se limitó a reír; al parecer, le agradaba reír.
El paño que Miguel llevaba en la cabeza —en realidad, no podía llamarse turbante a aquello— también se deslizaba a un lado; sin embargo, esa protección era imprescindible pues aunque aún era temprano el sol los abrasaba y su brillo aumentaba su dolor de cabeza. Tres perros guardianes de color arena corrían en torno a la caravana y los camelleros marchaban al mismo ritmo que los animales. Mantenían unida la caravana al tiempo que cantaban. Cornelisz cerró los ojos.
Era la primera vez que oía cantar a alguien mientras trabajaba. Hasta entonces, solo los gritos acompañaban las tareas, los insultos o las órdenes, y de vez en cuando las maldiciones, pero ¿canciones? Se cantaba en las iglesias y, en ese caso, eran salmos. De repente sintió una nostalgia tan intensa por Amberes que le resultó doloroso. La iglesia en el centro de la ciudad que conocía desde que era un niño, su elevada torre solo acabada de construir hacía poco tiempo… Mientras duró la construcción, la obra había supuesto el punto de referencia de su infancia y todo lo que rodeaba la catedral le resultaba familiar: las callejuelas, las personas e incluso los olores.
¿Y allí? El balanceo lo mareaba; se apoyó contra el flanco del camello y abrió los ojos. A la izquierda se extendía una llanura con algunas colinas, de un infinito color pardo dorado solo interrumpido por unos cuantos arbustos desparramados. Hacia delante y por detrás, y también a la derecha en la medida que el polvo levantado por la caravana le permitía vislumbrar, solo se veía el desierto llano, que parecía estar cubierto de grava molida, pequeñas piedras y mucha arena. No había colinas ni árboles. El paisaje aparentemente inhabitado centelleaba bajo el calor. ¿Cómo pintar este concepto del desconsuelo? Un nudo se formó en la garganta de Cornelisz.
¿Es que había perdido el juicio? ¿Cómo podía pensar en pintar justamente en ese momento? Su padre estaba muerto, su cadáver reposaba en una tumba miserable de una costa desconocida y él pensaba en sus pinturas… ¿Por qué no lloraba su muerte?, se preguntó. ¿Acaso tenía el corazón de piedra?
«No, no es verdad», pensó. Solo que no podía creer que él siguiera con vida mientras que su padre —ese hombre valiente, seguro de sí mismo, enérgico y fuerte—… Se sintió confuso; debía hacer un esfuerzo para no perder el sentido, pero por más vueltas que le diera, la muerte de su padre le parecía completamente increíble. ¿Y si Miguel se hubiese equivocado, si el muerto no…? Willem van Lange, un hombre fuerte lleno de planes y de ideas… ¡era imposible que alguien así estuviera muerto y punto! Todos sus amigos, todos los comerciantes de Amberes y de más allá… nadie le creería y frente a dicha noticia se limitarían a negar con la cabeza.
La piel del camello, contra la que debido al curioso andar del animal no dejaba de entrar en contacto, despedía un tufo desagradable. Incluso si giraba la cabeza y respiraba por la boca, no lograba escapar del olor. Se agarró a la cincha.
«Hace muchísimo calor —pensó— y esa luz tan intensa…». ¿Y ahora qué pasaría? ¿Qué había dicho su padre? No lo recordaba con exactitud pero estaba seguro de una cosa: su padre confiaba en él. Esperaba que él, su heredero y sucesor… ¡Ay, esa claridad, su cabeza! Era insoportable.
Antes de que Miguel pudiera intervenir, Cornelisz perdió el conocimiento, se deslizó entre las cuerdas del asiento y cayó al suelo entre las patas del camello.
Cuatro hombres cargaban con la improvisada camilla en la que Cornelisz estaba tendido. Mientras caminaba, Miguel trataba de mantener la cabeza del enfermo a la sombra protegiéndolo con su cuerpo y de vez en cuando humedecía sus labios con agua y le refrescaba la frente, pero por otra parte, el jeque Amir le dijo que solo podían contar con encontrar ayuda por la noche, cuando alcanzaran la próxima fuente.
Finalmente, cuando la alcanzaron, Miguel no dio crédito a sus ojos: a unos pasos, a los pies de una duna, se encontraron con tiendas blanquísimas cuyo interior estaba tapizado de seda azul. Había personas sentadas en blandas alfombras que se entretenían bebiendo té, jugando juegos de tablero y narrando historias. Había farolas encendidas y hogueras en las que ardían hierbas aromáticas.
Miguel se frotó los ojos. ¿Soñaba o se trataba de una fata morgana, un espejismo? ¡Y su asombro fue aún mayor tras comprobar que esas personas acampadas que disfrutaban del paisaje del desierto eran todas jóvenes y del sexo femenino! Solo había unos hombres apostados en la cresta de la duna, guardias al parecer; además había unos muchachos que se encargaban de los camellos. ¡Y qué camellos! Incluso a un marino como Miguel la piel clara y los cuerpos delgados de patas largas le llamaron la atención: ¡esos no eran animales de carga, y esas mujeres…!
Se apresuró a acomodarse los pantalones y alisarse los cabellos: la única medida que pudo tomar para acicalarse un poco.
La caravana del jeque se detuvo a una distancia considerable de las tiendas de las mujeres y los hombres montaron su campamento al otro lado de la fuente. Mientras los camelleros descargaban a los animales y los abrevaban, encendían una hoguera y preparaban la masa para elaborar pan árabe, el jeque Amir se dirigió hasta las tiendas, donde le dieron la bienvenida y una de las muchachas lo saludó con afecto especial. Entonces tomó asiento junto a su hoguera y le sirvieron té.
Cornelisz estaba tendido en la arena junto a Miguel; no estaba consciente, pero parecía a punto de despertar. Gemía, hacía rechinar los dientes y sus brazos se agitaban como si volviera a luchar con las olas. Miguel lo incorporó y le dio de beber; además, le refrescó la frente ardiente y examinó el vendaje de la pierna, que parecía caliente e hinchada al tacto. Entonces aflojó las cuerdas que sujetaban las tablillas, sin dejar de dirigir la mirada hacia las tiendas.
Por lo visto, el jeque estaba hablando de él y de Cornelisz, en todo caso señaló en dirección a ellos. ¡El jeque berberisco era un afortunado, podía sentarse junto a las mujeres y disfrutar de su presencia! Miguel oyó risas y suaves melodías interpretadas en un laúd y una voz clara que entonaba una canción. ¡Qué no daría por estar allí, con las mujeres…! A lo mejor debía acercarse hasta allí y presentarse… Pero cuando se incorporó y miró en torno, vio a los guardias que entretanto habían abandonado la duna y en cambio se habían apostado junto a las tiendas, así que, soltando un suspiro, volvió a sentarse en la arena.
De pronto una muchacha —que aún era casi una niña— apareció a su lado. Miguel no había advertido su presencia y pegó un respingo. La pequeña le tendió un saquito y dijo unas palabras. Miguel se limitó a contemplarla sin comprender. Entonces ella abrió el saquito, le mostró el polvo que contenía y señaló a Cornelisz. Como Miguel seguía sin reaccionar, simuló coger una pizca y se la llevó a la boca; luego volvió a repetir el gesto por si acaso. Entonces Miguel comprendió: traía un remedio para el enfermo.
Cogió el saquito, pero antes de que pudiera darle las gracias la muchacha echó a correr hacia las tiendas. Aunque no estaba seguro de ser visto desde las bonitas tiendas, Miguel se puso de pie e hizo una profunda reverencia.
Después clavó la vista en el saquito. ¿Debería darle ese remedio al muchacho? ¡Quién sabe qué era ese polvo! Metió un dedo humedecido en el polvo y lo probó con mucha cautela.
«¡Maldición —pensó—, esto es muy amargo!», y lo escupió.
Cuando alzó la vista vio que el jeque se había puesto de pie y se acercaba acompañado de dos mujeres.
«Solo puede haber sido un sueño», pensó Cornelisz, puesto que se encontraba a bordo de una nave; notaba el rolar de las olas, el permanente sube y baja… Su padre no tardaría en despertarlo, entonces podría beber un trago…
Cornelisz entraba y salía de su estado inconsciente. Cuando creía estar despierto, esperaba oír la voz de su padre en cualquier momento. En su lugar oyó un suave murmullo incomprensible. Alguien refrescaba su pierna fracturada y le vertía agua fresca y deliciosa en la boca. En algún momento el rolar llegó a su fin y notó que lo tendían entre sábanas perfumadas. Trató de salir de su desmayo, pero justo antes de lograrlo sintió una nueva punzada de dolor y oyó un grito. Antes de descubrir quién había gritado, volvió a sumirse en la inconsciencia.
Cuando recuperó el sentido una vez más, oyó voces. Aunque no comprendía qué decían, era indudable que se trataba de voces femeninas; después reinó el silencio más absoluto. Estaba envuelto en un aroma de flores y, lentamente, abrió los ojos. Al principio su visión era borrosa, pero finalmente vio el bello rostro de una mujer. No llevaba velo, de modo que pudo admirar su rostro noble de tez clara y labios arqueados, un rostro donde brillaban unos ojos oscuros. Cornelisz cerró los suyos.
Después lo invadieron los sueños, horrendas y salvajes pesadillas en las que veía a su padre muerto, el mar embravecido y las rocas contra las cuales se destrozaba la nave…
Cuando volvió a abrir los ojos y su mirada se encontró con la bella mujer ya era la hora mágica, después de la puesta del sol.
—Bismillah, bienvenido a mi casa de Santa Cruz de Aguér —dijo ella, sonriendo—. Me llaman Anahid. Con la ayuda de Dios, mis mujeres y yo te curaremos.