11
Amberes, 1521
Dormir, solo dormir, hubiese preferido dormir para siempre. ¡Qué humillación! «Métete en el agua, el río está muy cerca. Ponle fin a todo, puesto que de todos modos nada tiene sentido…». De pronto fue como si, además de su propia voz, otra ocupara la cabeza de Gesa, una que la acosaba y la torturaba mediante el miedo y las ideas lúgubres y se percató de que lo que más le hubiese gustado era hacerle caso.
Agotada, la anciana recorría las calles de Amberes con su hatillo que, además de unos vestidos y delantales limpios, contenía un talego con el dinero ahorrado. Llevaba la cofia torcida encima de los cabellos grises y del moño se habían soltado unas cuantas mechas. Se había levantado el cuello de su capa empapada, no solo debido a la humedad y el frío, sino también con el fin de ocultar su rostro. Hubiera jurado que tras cada una de las ventanas de las casas que bordeaban el mercado de Koorn había alguien que observaba su partida. Ahora todo el mundo cotillearía sobre ella…
Primero Antonis Laurens, luego Geert Achterveld y Claas Deken y después ella misma: ¡puestos de patitas en la calle! Los cuatro, pese a los años durante los cuales habían servido fielmente a su amo y sin tener consideración por su edad. Al menos Laurens y Achterveld tenían parientes que, aunque a regañadientes, los acogerían, pero ¿Deken y ella misma? Deken estaba enfermo, tenía tos y muchos dolores. Al final, el viejo Van de Meulen solo le había encargado tareas livianas que podía realizar sin dificultad. Pero en ese miserable agujero del puerto donde se había escondido junto con sus escasos bienes no duraría mucho.
¡Y ahora también le había tocado el turno a ella! Esa mañana temprano el abogado la había echado.
—Vete, búscate otra cosa, aquí ya no te necesito. Has de marcharte antes de mediodía.
«En cuanto enterraron al señor e incluso antes de que celebraran la última misa por la salvación de su alma», pensó. Nunca había hecho buenas migas con el abogado, pero tampoco lo creyó capaz de algo así, Dios era su testigo. Y eso que antes de morir, el amo había hecho previsiones adecuadas para ella. Había dispuesto que ella y los otros criados que habían trabajado durante casi toda la vida para la familia Van de Meulen siempre dispondrían de un techo y de comida suficiente. Aún oía las palabras del abogado cuando leyó el testamento junto al lecho del moribundo en el que se mencionaba el derecho a la vivienda. Ella misma lo había atestiguado firmando con una pequeña cruz. Una marca válida, consideró, puesto que nunca había aprendido a leer y escribir. ¿Acaso semejante cruz ya no tenía validez? ¿O es que después él había modificado la última voluntad del viejo Van de Meulen, incluso quizá falsificado? «Es injusto —dijo esa voz interior—, es una mala persona».
La vida le había enseñado a mantenerse en guardia y no siempre adjudicarle buenas intenciones a todos, pero tampoco las peores. No obstante, con ese hombre nunca sabía a qué atenerse, en todo caso hasta hace un par de horas, porque ahora lo sabía. En realidad, el abogado le resultó poco confiable incluso tras el primer encuentro y, dentro de lo posible, procuró evitarlo. Uno nunca podía estar seguro de que hablara en serio. Es verdad que no hablaba mucho y jamás de sí mismo. No tenía un buen corazón y cuando entraba en una habitación esta se oscurecía, como si él absorbiera la luz, o al menos así le había parecido a menudo; le desagradaba estar en la misma habitación que él. Sin embargo, nadie en Amberes tenía algo que objetar con respecto a la severidad y la seriedad, y eso también fue lo que opinó el anciano señor cuando alabó la diligencia, la inteligencia y la decencia de Cohn. Había confiado en él ciegamente debido a la lealtad familiar, como él la denominaba. ¡La familia! En todo caso, ella nunca notó que se interesara por Mirijam, aunque la niña era carne de su carne y sangre de su sangre, incluso su única pariente como afirmó. Aparte de eso, ¿cómo podía alguien dejar de querer a esa criatura sin madre? No, Gesa estaba convencida de que Cohn no era una buena persona. Lo que había hecho, echarlos a todos en contra de la última voluntad del viejo señor era una maldad y estaba mal. «Es injusto», volvió a decir la voz interior. Oh, sí, no cabía duda: era una injusticia que clamaba al cielo.
Como un fantasma, cargó con su hatillo a través de calles y estrechas callejuelas, sin rumbo y desanimada. No miraba hacia delante ni a un lado, solo mantenía la vista clavada en el suelo. De repente se encontró en el interior de la catedral. ¿Cómo había llegado hasta allí? Sus pies debían de haberla conducido hasta allí de manera inconsciente.
Gesa se persignó. A excepción de la luz eterna y el resplandor de unas cuantas velas en el altar que iluminaban la imagen de la Virgen María, la oscuridad reinaba en el interior de la gran catedral. «He acudido a ti, nuestra amada María, Madre de Dios que nos consuela cuando estamos en apuros».
El aroma del incienso la envolvió y, como siempre cuando entraba en una iglesia, plegó las manos y empezó a tranquilizarse.
Gesa permaneció sentada en la oscura iglesia. Rezó un poco, derramó unas lágrimas y reflexionó sobre la vida y la muerte, la alegría y el agradecimiento, y sobre la ingratitud y la traición. Y pensó en Lucia, su bella muchacha a la que a menudo acompañó hasta la catedral para asistir a misa. Vio a Mirijam ante sus ojos y el corazón se le encogió de nostalgia por ambas como un día tras otro desde su partida. Sobre todo sentía preocupación por Lucia, esa encantadora niña. Parecía sana y robusta, pero una brisa era capaz de hacerla estremecer y sufría pesadillas con frecuencia… ¿Cómo no preocuparse por esa muchacha? ¿Acaso no la había sostenido en brazos, acercado a sus propios pechos henchidos de leche cuando su madre murió tras el parto? Debido a su amor por esa criatura sin madre, entretanto casi había olvidado a su hijo carnal, que tras nacer se negó a respirar. Al igual que a su esposo, un pescador de las islas Frisias a quien el mar tragó durante una tormenta. «Que Dios se apiade de sus almas», rogó.
Y también había criado a la segunda niña. Conforme a su deber y con cariño, tal como correspondía a una buena cristiana, se había ocupado de la pequeña niña y cuidado de que nada le faltara. Y también había aprendido a amar a esa niña: cuán rápida y valiente era la pequeña y cuán dulce y cariñosa era Lucia. ¡Pero cuán mala y desvergonzada también podía ser!
—Tráeme eso, Gesa, ve a buscarme aquello. Necesito las plumas de avestruz de mamá. ¿Dónde están mis cepillos y mis brazaletes? ¡Cóseme eso! ¿Dónde estás, Gesa? ¡Hace rato que debieras haberlo hecho!
En cambio, Mirijam se las arreglaba por su cuenta o de vez en cuando le pedía que hiciera algo. Pero Lucia… ¿Había sido demasiado condescendiente con ella? Mientras que Lucia dedicaba mucho tiempo a soñar, a ocuparse de sus vestidos, jugar con sus muñecas y charlar con sus amigas, la pequeña Mirijam solía pasar mucho tiempo en las habitaciones de la primera planta y en el patio, en realidad se había criado allí. Había dado sus primeros pasos en la cocina, directamente hacia los brazos del viejo Claas, y cuando cumplió tres años, este tuvo que montarla a lomos de una yegua porque se empecinó en aprender a montar…
¿Dónde estarían ahora? Durante la despedida, Lucia había estado sumamente pálida y las lágrimas brillaron en los ojos de Mirijam.
«María, Santa Madre de Dios, protege y cuídalas, Amén».
Gesa se arrodilló en el suelo, bajó la cabeza y rezó durante mucho tiempo. Cuando por fin se puso de pie y se frotó las rodillas entumecidas, ya no estaba tan agitada y la voz interior dejó de clamar «¡Injusticia!» o «¡Vergüenza!». La oscuridad y el silencio, y el consuelo proporcionado por la plegaria en la gran iglesia no solo aliviaron el dolor del recuerdo, entonces también sabía cuál era el siguiente paso. Y ese no la conduciría al agua, qué va. En su lugar había pensado en las beguinas, a ellas les pediría que la acogieran.
Por suerte había ahorrado un poco de dinero y Dios sabe que era capaz de trabajar. Además, las beguinas no solo eran mujeres piadosas: en su mayoría eran inteligentes y cultas, muchas de ellas provenían de familias acaudaladas. A lo mejor había una de ellas a la que podría hablarle de la conducta injusta del abogado y pedirle consejo. Gesa se arregló el cabello, se acomodó la cofia y cogió su hatillo.