27
—Oye, hija: a partir de ahora lo más importante no es la rapidez de nuestra huida sino nuestra integridad física —proclamó el sîdi Alí la noche anterior a su nueva partida—. Y la meta, por supuesto. Seguro que nos aguardan senderos peligrosos y tramos difíciles, la naturaleza puede ser implacable y hostil, pero mediante la ayuda de Alá encontraremos nuestro camino.
Sus palabras parecían conjuros contra la desgracia y el peligro.
Pronto los muros de El-Mania desaparecieron detrás de las dunas y las rocas. Recorrían una antigua ruta de caravanas que evitaba los centros comerciales importantes y las ciudades santas. A lo largo de ella, encontrarían aguadas y oasis a intervalos regulares o incluso aldeas en las que podían descansar.
Mirijam montaba su nueva camella, un animal bonito de pelaje claro y grandes ojos oscuros, pero que era aún más tozuda que el anterior y que detestaba avanzar en fila. Sin embargo, si la obligaban a hacerlo coceaba, estiraba el cuello e incluso brincaba con las cuatro patas rígidas o lanzaba mordiscos a los otros camellos. No quedaba más remedio que dejar que buscara su propio camino.
Hacía horas que la fresca brisa matutina había amainado y un sol abrasador lucía en el cielo. Mirijam refrenó su camella y se secó la frente y entonces una fuerte ráfaga le azotó la cara, una de esas brisas extrañas que surgen de la nada, refrescaban y parecían un saludo o un mensaje, en todo caso algo que llamaba la atención y que se desvaneció con la misma rapidez con la que había surgido. Envuelta en el calor abrasador, la camella de Mirijam se negó a volver a ponerse en movimiento.
Harun, el más joven de ambos camelleros, le enseñó a soltar un silbido frunciendo los labios y enrollando la lengua para darle énfasis a sus órdenes. Al muchacho le resultaba extraño que alguien fuera incapaz de hablar y por eso siempre hablaba en voz alta, como si Mirijam fuera un poco sorda.
—La verdad es que no sabes mucho de camellos, Azîz —vociferó el primer día de viaje—. Cada muchacho debe acostumbrar a su camello a acudir cuando oye un silbido determinado después de pasar la noche buscando forraje —dijo, meneando la cabeza—. Has de entrenar a la camella y, además, deberías sobornarla: dale un par de dátiles todos los días y verás que pronto te seguirá como un corderito a su madre. Adora los dátiles.
Mirijam obedeció y a partir de entonces le daba dátiles a su montura, enrollaba la lengua y fruncía los labios. Estaba convencida que parecía una tonta, pero mediante dicho sistema Harun lograba soltar un agudo y sonoro silbido. Así que practicó y, con la ayuda de Harun, sus silbidos mejoraron día tras día. Entretanto, logró producir un sonido que la camella parecía oír, en todo caso empezó a hacer lo que la muchacha quería más a menudo. A Omar, el segundo de sus acompañantes, su mudez le resultaba inquietante. Se ocupaba de los camellos, pero se mantenía a distancia de ella e incluso bajaba la vista en su presencia. Y, cuando creía que ella no lo veía, incluso tendía la mano abierta hacia ella para evitar el mal de ojo. ¿Acaso la tomaba por un djinn?
Primero tendrían que recorrer un largo tramo a través de un mar de dunas, de días cálidos y noches frías y solo orientándose mediante las estrellas, había dicho el abu Alí. Solo después se encontrarían con montañas que se extendían como una suerte de muralla protectora entre las regiones fértiles y el desierto.
Los días transcurrían con calmada regularidad, era el ritmo de las caravanas tal como afirmaron los jóvenes beni yenni, un ritmo tranquilo formado por la partida y el descanso, por la alternancia de avanzar andando o a lomos del camello. Por la noche había que dar de comer a los animales, después dormían en torno al fuego protector de la hoguera, bajo el cielo cuajado de estrellas.
En general, Mirijam montaba con actitud relajada, los pies descalzos cruzados sobre el cuello de la camella, entregada a la monotonía de sus andares. No hablaban mucho mientras montaban, así que su silencio apenas llamaba la atención. Ya no le dolían los músculos como al principio del viaje y desde que Harun y Omar se encargaban de los camellos, por fin tenía tiempo para observar el desierto con mayor atención. Lo que más la fascinaban eran los amplios valles de grava y sus piedras de brillante superficie negra, cuya cara inferior era de un color claro. Revelaban las pisadas que habían desplazado los guijarros con precisión. Abundaban las dunas y las acumulaciones de arena: eran de colores diversos, unas rojas como ladrillos, otras de color púrpura y otras más blancas o de color pardo claro. Su hora preferida era la última de la etapa cotidiana, antes de montar el campamento nocturno. El sol ya se había puesto llevándose el viento, la arena y calor diurno y por fin podía llenarse los pulmones de aire límpido y helado.
Antes de dormirse, mientras los demás permanecían sentados en torno a las llamas, dirigía la mirada al infinito cielo estrellado hasta que se le cerraban los párpados. Durante los últimos instantes anteriores a conciliar el sueño, a menudo surgían imágenes del pasado. Astillas calidoscópicas de Amberes, de la tata Gesa y de su padre, y también de Cornelisz. Inmediatamente después se sumía en un sueño profundo. Así que no se enteraba de que todas las noches el sherif se acercaba a ella, se aseguraba de que se encontrara bien y la cubría con las mantas. Solo entonces él mismo se retiraba a descansar.
De vez en cuando, cuando despertaba, tenía la sensación de haber realizado un largo viaje mientras dormía y soñaba con su hogar, pero nunca lograba recordar el contenido del sueño con claridad, aunque eso no tenía importancia. El sueño trataba de aquella sensación de seguridad cuando era una niña que extraía del sueño y conservaba durante el día y que le hacía bien. Además, el abu Alí —que la había escogido como hija— estaba a su lado y raras veces se había sentido tan protegida como en el presente.
A veces, cuando reposaban al mediodía debido al calor, el hakim seguía instruyéndola, pero en general descansaba para recuperar fuerzas. En esas ocasiones, ella se instalaba en un sitio apartado del campamento. Allí, sola entre las dunas, encontraba la tranquilidad necesaria para practicar los ejercicios de voz que el hakim le había impuesto. Ya hacía cierto tiempo que percibía una especie de zumbido en el pecho y la garganta, algo casi tangible y que daba la sensación de que en algún momento tomaría forma. Claro que no podía hablar, eso no, pero una minúscula esperanza empezó a embargarla poco a poco. De todos modos, las extrañas contorsiones y ejercicios gimnásticos no podían hacerle mal.
Empezaba por aflojar la espalda y la nuca, estiraba los brazos e inspiraba y espiraba lentamente, dejando que el aire se deslizara por su garganta. Lo consideraba un ejercicio aburrido; sin embargo, no olvidaba repetirlo veinte veces, tal como le habían indicado. Después pegaba puñetazos al aire, primero hacia arriba y luego hacia abajo, al tiempo que espiraba con los labios apretados.
«Pa», pronunciaba suavemente y, una vez más, «pa», tal como le había indicado el hakim. Ese ejercicio le gustaba bastante más; no obstante, confiaba fervientemente en que nadie la observara. Pero a veces solo bailaba y brincaba en la arena y eso era lo mejor. Hacía muecas, movía la boca y la lengua y en cierto momento logró pronunciar «dada» o «dodo». Aunque solo lograba hacerlo en voz baja, en su cabeza su voz volvía a sonar casi como antes, cuando aún había oído y percibido el sonido de la suya propia. «A lo mejor —pensó—, a lo mejor abu tiene razón, puesto que está totalmente seguro de que me curaré y, a fin de cuentas, él es un sanador, uno que lo sabe todo».
El aire caliente le ardía en los pulmones y la arena refulgente la deslumbraba. En olas interminables se extendía como un océano en todas direcciones. Ya desde temprano por la mañana, el cielo anunciaba la inminencia de una tormenta de arena mediante el calor y las pesadas nubes gris amarillentas. El hakim percibió su proximidad y Harun y Omar también lanzaron una mirada inquieta a las nubes.
—¡Más rápido, Azîz, hijo mío, hemos de cabalgar más rápido! Se acerca un simún y semejante tormenta de arena es implacable.
Alí el-Mansour extrajo su gerba, bebió un apresurado sorbo de agua y dirigió la mirada por encima de las dunas centellantes bajo el calor. Luego se cubrió la boca y la nariz con el paño y azuzó a su camello. Mirijam también alzó las riendas, clavó los talones en el cuello del animal y chasqueó la lengua varias veces. Bajó el espeso velo que usaba para protegerse del sol y la arena y soltó un sonoro silbido sin dejar de azuzar a la camella con los pies, pero fue inútil: el animal se detuvo. Al parecer, los animales del desierto percibían el peligro que se aproximaba, al menos eso había afirmado Harun, así que, ¿por qué esa camella tozuda no se comportaba como correspondía?
Harun y Omar se adelantaron a paso rápido con los animales de carga. En general, Harun no se ahorraba los comentarios burlones ni los buenos consejos, pero entonces ambos azuzaban a sus animales y ninguno se entretuvo soltando palabras ingeniosas. Como si de pronto se lo hubiera pensado mejor, su camella por fin se puso en marcha y siguió a los demás.
Las ráfagas de viento empezaron a azotarlos arrastrando arena y trozos de plantas. Era como si su camella nadara sobre la arena, y la nube de arena le llegaba casi hasta la panza. A sus espaldas nubes amenazadoras se elevaban hacia el cielo. Se aproximaban, se pegaban a sus talones y formaban una pared que en cualquier momento podía desmoronarse por encima de las cabezas de todos. El retumbo y el rugido apagado casi eran peor que la suma de la arena y del viento. El médico aguardó hasta que Mirijam les diera alcance y entonces le arrojó una cuerda.
—¡Sujétala bien! —gritó en medio de los aullidos del viento—. Los oasis de Sebkha no pueden estar lejos. Lograremos alcanzarlos, con la ayuda de Alá. ¿Tienes suficiente agua?
Mirijam asintió y alzó la mano. La cuerda estaba fijada al ronzal de la camella. El viejo hakim sujetó la otra punta a su silla de montar, alzó la mano y siguió avanzando. Esa vez la camella de Mirijam siguió al camello del viejo sin protestar, como si jamás hubiera hecho otra cosa.
La avalancha de arena les dio alcance cuando remontaban una duna elevada, desde cuya cima el viento arrojaba salvas de afilados granos de arena. Con cada paso, la blanda arena cedía o rodaba hacia ellos en anchas franjas y hacía que se deslizaran hacia atrás. El viento soplaba con intensidad cada vez mayor en la cresta de las dunas. Azotaba la arena, intentaba derribarlos e impedir que avanzaran; la luz mortecina borraba los contornos y Mirijam solo veía a Harun y Omar —que azuzaban a los camellos de carga— como si fueran sombras que flotaban por encima de la arena en sus gandourahs hinchadas por el viento y que más que seres humanos, parecían fantasmas.
Las ráfagas aullantes se convirtieron en un zumbido agudo. La arena los azotaba como si fuera un cuchillo, golpeaba sus rostros, manos y pies. Mirijam se cubrió los ojos con el chêche, se inclinó hasta recostarse encima de los hombros y el cuello de la camella, depositando su confianza en el hakim, que arrastraba al animal detrás de sí mediante la cuerda, y se aferró a la silla de montar. No obstante, en cierto momento notó que el animal había cambiado de dirección y entonces, en vez de correr peligro de deslizarse hacia atrás, corría el peligro de caer hacia delante, por encima del cuello de la camella, y tuvo que apoyarse en ambos brazos. ¿Es que el hakim había interrumpido la remontada? En todo caso, de momento la tormenta había quedado a sus espaldas, lo cual resultaba más agradable. Abrió los ojos con mucha precaución pero no vio absolutamente nada, ni siquiera sabía dónde era arriba y dónde abajo.
La camella avanzaba con la cabeza gacha y pasos cortos pero regulares; de vez en cuando resbalaba o tropezaba, pero cada vez volvía a recobrar el equilibrio y seguía caminando. En algún momento empezó a cojear y tras dar unos pasos, se detuvo y sus patas se doblaron tan bruscamente que Mirijam salió volando y aterrizó en la arena. De manera instintiva, trató de aferrarse a algo y logró coger el extremo de la cuerda.
«Una cuerda», se preguntó, consternada. ¿Por qué tenía una cuerda suelta en la mano? ¿Es que había una cuerda fijada a la silla de montar? Entonces la invadió el pánico: ¿acaso era la cuerda mediante la cual el sherif hakim había conducido a la camella? Eso solo podía significar que ya no estaba detrás de él, y a saber, ya hacía cierto tiempo como de repente comprendió. Era probable, más bien seguro, que en algún momento la cuerda se había soltado y la camella se independizó, abandonó la caravana y emprendió otra dirección. Agarrada a la cuerda, se arrastró hasta el animal que divisaba cual sombra oscura en medio de la nube de polvo.
¿Dónde estaban los demás? Intentó ponerse de pie y buscar al hakim y los camelleros con la mirada, pero el viento la derribó. Cualquier intento de encontrar a los demás la pondría en peligro, debía aguardar hasta que la tormenta amainara, puesto que en algún momento la tormenta de arena se disiparía, se dijo, solo había de tener paciencia. Por suerte tenía su propia provisión de agua; agachada y con los ojos entornados, se arrastró en torno a la camella, tanteó las bridas y la silla de montar y hurgó entre el equipaje, pero no descubrió el pellejo de cabra ni la segunda cuerda. La arena le azotaba la cara; sin embargo, volvió a arrastrarse en torno a la camella y tanteó todos los objetos colgados de la silla, pasó la mano por encima del pelaje del animal, palpó y lo registró todo.
Nada.
¿Nada?
El pellejo no aparecía.
¿Cuánto tiempo podía aguantar un ser humano sin beber?
Mirijam no podía respirar; ocultó el rostro entre los brazos, tosió y escupió: había arena por todas partes, en sus ojos, en la nariz y en la boca. Se apresuró a arrastrarse junto al flanco de la camella y se encogió. Se envolvió en su chilaba de lana y se cubrió la cabeza y la cara con la capucha. Tenía más calor, pero al menos podía respirar sin que la arena penetrara en sus pulmones. Protegida por el chêche y la capucha apoyó la cabeza en las rodillas. Debía recuperar la calma, respirar más lentamente y tener paciencia. Resultaba difícil, porque todo la impulsaba a ponerse de pie y escapar de ese infierno, pero un resto de sensatez le indicó que debía aguantar y hacer todo lo posible por dominar el terror que la atenazaba. Su vida dependía de ello.
Desde que supo que no disponía ni de una sola gota de agua para beber, solo podía pensar en el agua, en agua en abundancia, fresca y fría que se vertía en su boca. Sin agua, moriría.
Sus músculos se tensaban una y otra vez, y solo mediante un gran esfuerzo logró dominar el impulso de ponerse de pie de un brinco. A ratos lograba reunir saliva en la boca y tragarla. Se presionó contra el cuerpo de la camella, que permanecía inmóvil a su lado, con los ojos y los ollares cerrados, respirando tranquilamente. ¡Precisamente este tozudo animal de mirada altiva, el culpable de que se encontrara en esa espantosa situación, era su única protección!
Aguardó junto a la camella y se concentró en respirar al mismo ritmo que el animal al tiempo que la tormenta rugía en derredor y la arena penetraba a través de los agujeritos permeables de la tela. De tanto en tanto, cuando tenía la sensación de que el peso en la cabeza y la nuca era excesivo y que la arena podía aplastarla, Mirijam se agitaba de un lado a otro de modo que la arena se deslizaba a un lado y la presión se reducía. Después volvía a quedarse quieta. Respiraba y aguardaba. La camella tampoco se movía. ¿Estaría muerta? Pero al palparle el cuerpo con la mano notó que seguía respirando.
«Ahora quiero beber un sorbo de agua», pensó tal vez por centésima vez mientras la boca se le secaba y los labios se agrietaban. Su lengua se hinchó y se pegó al paladar… ¿o solo se lo estaba imaginando, porque había oído decir que eso sucedía justo antes de morir de sed? Solo una minúscula gota de agua, solo… Tomar aire se volvía difícil y cada respiración suponía una lucha. Recordó los huesos de camello, blanqueados y tallados por el sol y el viento junto a los que había pasado. ¿También encontrarían los suyos un día, pálidos e irreconocibles? Y si ahora debía morir, ¿volvería a ver a Lucia, a su padre y a Lea, su madre? Entonces la calma alcanzada con tanto esfuerzo se esfumó, los latidos de su corazón se aceleraron, las manos y el estómago se acalambraron y solo haciendo un gran esfuerzo logró quedarse quieta.
Tan repentinamente como empezó, la tormenta se desvaneció. Quizás el viento había girado y después soplaría con la misma inmisericordia desde la dirección opuesta. Pero el silbido ya no era tan intenso y un instante después también desaparecieron los retumbos y de pronto reinó un silencio absoluto. Mirijam alzó la cabeza y aguzó los oídos. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido? Le parecía una eternidad; se quitó la arena de encima, también la chilaba y se puso de pie.
Altas nubes de polvo ocultaban el sol y apagaban todos los colores y los contornos. A su lado, la camella entró en movimiento. ¡Estaba viva, ambas habían sobrevivido!
Mirijam tenía clara una cosa: daba igual cómo, pero debía alcanzar la cresta de la duna; más allá de esta, o al menos eso le había parecido comprender, empezaban los oasis salvadores. Allí encontraría agua.
Mediante silbidos y puntapiés, logró que el animal se levantara. Al principio, la camella se limitó a torcer su largo cuello e intentó lanzarle un mordisco, pero por fin la terca bestia se puso de pie; no obstante, se negó a dar un paso por más que Mirijam tirara de la brida.
«¡Venga, vamos; camina, bestia estúpida!».
—Yallah! —gritó de pronto con desesperación, y volvió a tirar de las riendas.
Entonces se quedó de piedra y dejó caer los brazos. Había oído una voz, alguien había gritado, lo había oído con toda claridad. ¿Acaso la tormenta de arena la había afectado hasta tal punto que de repente oía voces de fantasmas? Porque no cabía duda de que había oído algo, alguien había gritado «yallah» y en voz bastante alta.
Por más que mirara en derredor comprobó que estaba sola. Echó un vistazo a la camella, pero el animal permanecía con la cabeza gacha, sin moverse del lugar.
Entonces una esperanza imposible la invadió.
Mirijam no osaba dar crédito a la idea que procuraba abrirse paso en su cabeza. El corazón le latía como un caballo desbocado. «¡Dios mío —suplicó en silencio—, te llames como te llames y te encuentres donde te encuentres, ayúdame!».
Cerró los ojos y tomó aire. Carraspeó varias veces y abrió la boca, pero volvió a cerrarla de inmediato. ¿Debía intentarlo? Pero por fin hizo de tripas corazón.
—Yallah! —fue la palabra que surgió de su garganta, al principio áspera e insegura, pero después, aún contenida aunque más sonora, volvió a surgir.
—Yallah!
¡Era su propia voz, de verdad! Abrió los ojos con expresión incrédula: volvía a estar a solas con la camella y tras mirar en torno, comprobó que nada había cambiado. No apareció ninguna imagen celestial ni sonaron las campanas, hasta donde alcanzaba la vista solo había arena. Y, sin embargo, había ocurrido algo increíble: ¡había recuperado el habla!
—Yallah! —repitió con una sonrisa de oreja a oreja, y escuchó el sonido de su propia voz. Tosió, entre los dientes chirriaban los granos de arena y tenía la lengua pegada al paladar. Se esforzó en acumular saliva en la boca y humedecerse los labios; luego gritó con todas sus fuerzas.
»¡Yallah, maldita bestia, yallah! —chilló, riendo a carcajadas al tiempo que las lágrimas se derramaban por sus mejillas—. ¡Yallah! ¡Vamos, camina, pedazo de estúpido animal! —gritó con renovado valor, agarró la cuerda y arrastró a la camella hacia la cresta de la duna.
Le pareció que la arena de la empinada duna estaba más suelta que antes, resbalaba, la camella se encabritaba pero daba igual: debían remontar la duna. Al fin y al cabo, no había soportado los terrores de las últimas horas para fracasar debido a la estupidez de un camello y tal vez acabar convirtiéndose en un esqueleto en la arena. Tiró de la cuerda soltando maldiciones, después se colocó detrás del animal y le pegó palmadas en los cuartos traseros, puntapiés en las rodillas y empujones. Si no quedaba más remedio, le mordería el trasero y las patas.
—¡Sube de una vez! —gritó, resollando—. ¡Vamos! ¡Sube de una buena vez, te digo!
¡Podía oír su propia voz! Le resultaba un tanto extraña, áspera y tomada, pero era su voz.
—Venga, vamos, tú también tienes ganas de beber, ¿no?
La camella dio un paso, después otro y de pronto tres… ¡y empezó a remontar la duna!
—Ahora todo irá bien —se oyó decir—. ¡Seguro que todo irá bien!
No podía dejar de hablar, palabras para darse ánimos, tonterías, daba igual: solo quería oír su voz.
Mientras seguía avanzando penosamente a través de la arena, su confianza iba en aumento con cada paso. Al fin y al cabo no solo había salido con vida, incluso había recuperado la voz… ¡Y eso no podía ser en vano!
La subida aún era demasiado abrupta a través de la arena blanda como para pensar en montar, y ella o la camella se deslizaban hacia atrás una y otra vez y tenían que volver a conquistar un terreno que ya habían dado por ganado. Pero aunque lentamente, se acercaban a la cima.
De repente oyó voces.
—¡Allah u aqbar, el Señor es grande! ¡Sîdi, mirad, allí! ¡Ha sobrevivido! ¡Azîz, Azîz, aguarda, iremos a buscarte!
Eran Omar y Harun.
Mirijam alzó los brazos y los agitó.
—¡Aquí! —rugió con todas sus fuerzas, al tiempo que reía, saludaba y brincaba sin dejar de gritar:
»¡Harun, Omar, estoy aquí!
Los dos jóvenes que se deslizaban colina abajo con los brazos abiertos, los atuendos ondeando y corrían hacia ella a través de las nubes de arena le parecían ángeles.
—¡De pronto te perdimos, Azîz! ¡Pero, oh, milagro, estás vivo! ¿Y además hablas? Los bondadosos djinn del desierto te han devuelto la voz. Al-hamdulillah!
Ya desde lejos, Harun agitaba su pellejo de agua y por fin la alcanzó, se detuvo rodeado por una nube de polvo y le tendió la gerba.
Mirijam se apresuró a enjuagarse la boca para eliminar la arena y después bebió; una y otra vez se llevó la gerba a los labios y bebió el agua tibia y mohosa. Era desabrida e insípida, desde luego; sin embargo, le parecía que nunca había bebido algo tan exquisito.
—Shukran! —exclamó por fin riendo y jadeando—. ¡Alf shukran, gracias mil!
Harun le palmeó la espalda.
—La shukran, Azîz, no hay de qué. Alá da el agua y la vida. En todo caso, siempre supe que un buen día me hablarías.
Con la ayuda de ambos camelleros, acabaron por remontar la duna casi sin esfuerzo. Abu Alí estaba sentado a los pies de su camello, contemplándolos; las piernas ya no lo sostenían, pero las lágrimas que surcaban sus mejillas cubiertas de polvo y dejaban huellas claras eran lágrimas de felicidad.
—¡Azîz, hijo mío! —gritó—. ¡Mira, allí abajo! A que es un milagro, ¿verdad?
El primero de los oasis de Sebkha y su bosquecillo de palmeras, verde como el Paraíso y donde el agua abundaba, se encontraba a sus pies.
—Ouacha, abu, sí lo veo —dijo Mirijam, se arrodilló en la arena ante el viejo médico y lo cogió de las manos—. Y ha ocurrido más de un milagro; he recuperado la voz, puedo hablar.
Al oír sus palabras, el rostro del anciano adoptó una expresión de intensa felicidad y la estrechó entre sus brazos.
Solo entonces la presión y la tensión en el pecho desaparecieron. Mirijam bajó la cabeza y se echó a llorar, pero al mismo tiempo hubiese querido reír y gritar de júbilo.