58
La despedida fue muy difícil para Miguel; durante unos días jugó con la idea de postergar el viaje indefinidamente: ¡iba a nacer su hijo, después de todo! Pero tanto el sherif como Mirijam le dijeron que allí no había nada más que hacer excepto aguardar durante meses, y Miguel sabía que la paciencia no era una de sus virtudes; además, hacía días que sus hombres habían terminado de cargar la Santa Ana y no lo hubiesen comprendido. Mientras él todavía dudaba qué hacer, ellos ya esperaban la orden de zarpar con gran impaciencia. Quizás incluso se hubieran reído de él a sus espaldas y burlado del poder de atracción de las faldas de Mirijam, y eso no podía permitirlo; además, volvería a verla de regreso de Santa Cruz, antes de navegar hacia el norte.
—A más tardar dentro de dos semanas volveré a verte —prometió—. Dependerá de la rapidez con la que carguemos la nave y nos aprovisionemos. Y también regresaré de Amberes lo más rápidamente posible. Volveré a estar en Mogador dentro de tres meses, como mucho —juró—. Por cierto: el comandante de la fortaleza dijo que, si lo deseabas, te enviaría a su médico.
¿Ese médico militar, grasiento, mugriento y apestando a aguardiente? Mirijam no pensaba consultarlo nunca en la vida, pero asintió para tranquilizar a su marido.
Era la primera vez que Miguel no estaba junto al timón cuando zarparon. Desde la popa observaba como la casa con la torre de Mirijam, las almenas de la fortaleza, las blancas casas de Mogador y por fin el puerto se volvían cada vez más pequeñas.
«Sí —se prometió a sí mismo con las manos aferradas a la borda—, pronto regresaré de mi travesía». Quizá ya para el solsticio de invierno, pero en todo caso antes del nacimiento de su hijo.
«Madre de Deus —rezó—, protege a Mirijam y a mi hijo aún no nacido».
Diego Pireiho manejaba el timón, el experto navegador que maniobraba la Santa Ana entre las islas hasta el mar abierto. Se quitó la gorra, la agitó por encima de su cabeza con una amplia sonrisa y gritó sus órdenes que resonaron por toda la cubierta y los marineros reaccionaron aclamándolo. Con rapidez inusitada, los hombres se encaramaron a las jarcias para soltar la gran vela, que descendió, ondeó y golpeó contra el mástil como si estuviera un tanto enfadada tras la larga pausa. Sonó otra orden y, de inmediato, los marineros agarraron los cabos, tiraron de ellos y tensaron las gruesas cuerdas; la vela se hinchó en el acto y predominó sobre la cubierta.
La fuerza del viento recorrió la nave como un suspiro y esta tembló como si fuera un ser vivo que tenía que estirarse y desperezarse antes de ponerse en movimiento. Como siempre, la Santa Ana obedecía al menor de los movimientos del timón, comprobó Miguel con satisfacción. Si el viento persistía podrían recorrer las cincuenta millas marítimas que los separaban de Santa Cruz antes de la puesta del sol y pese a las corrientes adversas que, como Miguel sabía muy bien, proliferaban en esa parte de la costa.
Entonces él también soltó un suspiro de alivio. ¡Qué magnífica sensación; volver a sentir los maderos de cubierta bajo los pies, el balanceo, el rolar y el cabecear de su Santa Ana! ¡Qué maravilloso resultaba la fuerza que impulsaba su magnífica nave, ese aroma a sal y a mar y encima el ancho horizonte!
—Graças a Deus! —murmuró Miguel, se persignó y después se pasó las manos por los cabellos, recorrió la cubierta dando zancadas y se dirigió a su camarote, al tiempo que imitaba los movimientos de la nave de un modo instintivo.
Lo aguardaba una tarea desagradable, casi aborrecida, pero resulta que controlar cada bulto del cargamento formaba parte de sus deberes como capitán. Miguel suspiró y cogió uno de los gruesos libros en los que Pireiho y Jorge, quienes habían supervisado la estiba, habían apuntado el cargamento de barriles y bultos en Mogador. Recorrió la tabla lentamente con el dedo, murmurando en voz baja.
—Aceite de argán: quince pequeños jarros de arcilla y ciento cincuenta y un jarros grandes. Aceite de oliva: cinco barriles llenos de cinco cubos cada uno, que equivalen a cinco por seiscientos jarros. ¿Seiscientos jarros de aceite? Tendré que empezar por venderlos, tal vez ofrecérselos a un fabricante de jabón o a uno de cirios.
»Ochocientos bultos de paño.
¿Qué clase paño? No lo ponía en ninguna parte. ¿Cómo habría de saber a quién ofrecérselos? Siguió leyendo y murmurando.
—Mil doscientas libras de lana de las cabras sagradas, lavada y cardada pero no hilada.
Vaya, las listas deberían estar confeccionadas exactamente así, le facilitaban la tarea. ¿Y qué significaba ese garabato que aparecía más abajo en la página?
Miguel tuvo que hacer un esfuerzo considerable para descifrar las palabras difíciles de la larga lista y poco después el sudor ya le cubría la frente; irritado, volvió a cerrar el libro. ¡Qué tarea más ímproba! ¡Prefería enfrentarse a dos o tres tormentas antes de verse obligado a leer una sola página más de ese condenado libro de carga! En Santa Cruz debiera de buscar un ayudante que se ocupara de confeccionar todas esas malditas listas y del resto del papeleo. Y además tantearía el terreno en busca de un administrador idóneo para Mogador. Con un poco de suerte podría llevarlo consigo en el viaje de regreso.
Además le pediría a Cornelisz que visitara a Mirijam; entonces tendría la oportunidad de informarle sobre su auténtico origen puesto que entretanto había descubierto que ambos procedían de la misma ciudad. Seguramente conocían las mismas plazas y callejuelas y podrían refrescar algunos recuerdos, tras los largos años en los cuales ambos habían vivido lejos de su ciudad natal. En todo caso, podrían conversar en su idioma materno y seguro que eso complacería a Mirijam. Incluso era posible que Cornelisz conociera la casa Van de Meulen…
Satisfecho, abandonó la tarea y regresó a cubierta.
El tabernero se encogió de hombros con expresión desamparada.
—Por favor, senhor capitão —suplicó lloriqueando—, tened presente que nadie responde a las preguntas de un sencillo tabernero. A nosotros siempre nos espantan como si fuésemos una mosca molesta.
Miguel se encontraba en las habitaciones de la pequeña taberna del puerto rodeado de las pertenencias de Cornelisz, sin comprender el sentido de las palabras del tabernero. Además, empezaba a cansarse de las respuestas esquivas y la exagerada pantomima. Agarró al hombre de la bata, lo atrajo hacia sí y lo alzó, de modo que el tabernero acabó de puntillas.
—Bien, empecemos desde el principio, amigo mío, ¡y esta vez quiero la verdad, toda la verdad! ¡Que Dios se apiade de ti si me mientes o te callas algo! —dijo el capitán, y zarandeó al atemorizado hombre antes de volver a soltarlo—. Hasta ahora he comprendido lo siguiente: mestre Cornelisz tenía dinero, has dicho, y con este pagó el alquiler de dos meses por adelantado, ¿correcto?
—Sí —contestó el tabernero—. Y además compró todas esas cosas que vos veis allí. No he tocado nada, capitão, todo está igual como él lo dejó.
Miguel echó un vistazo a los materiales de trabajo apoyados en fila en la mesa de la habitación: pinceles de diversos tamaños, varias jarras, saquitos y cajitas de madera que contenían extraños polvos y tierras de colores. Un lienzo tensado en un marco de madera estaba apoyado contra la pared y en la mesa había una carpeta con bocetos y dibujos, algunos evidentemente esbozos previos de un retrato. Miguel también identificó un rápido dibujo de dom Francisco entre ellos, en el borde ya figuraban pruebas de colores y comentarios. Por lo visto, Cornelisz se había preparado para realizar un nuevo retrato.
Las habitaciones daban la impresión de que su ocupante solo había salido un momento, y solo la gruesa capa de polvo que cubría los materiales como también la arena que se había abierto paso a través de las rendijas de la ventana y la puerta daban fe de que hacía tiempo que nadie las ocupaba.
—¿Y qué más? —preguntó Miguel—. ¿A quién te dirigiste para averiguar el paradero de mi amigo? ¿Quién se negaría a informar a un sencillo tabernero todo lo que quiere saber?
El hombre se retorció las manos y era obvio que no sabía qué hacer. No dejaba de lanzarle breves miradas a Miguel como si quisiera sopesar su estado de ánimo, pero siempre volvía a bajar la vista. Por fin tomó una decisión.
—Bien, ¿qué he de deciros? Os pido perdón por anticipado, senhor capitão Alvaréz, puesto que como sois portugués, quizá me malinterpretaríais. Pero esa no es mi intención; quiero decir que supongo que sois un hombre sensato y conozco vuestra nave. Una buena nave, muy buena incluso. Aquí todos saben que sois un capitán justo, así que…
—Déjate de chácharas y habla de una vez. Y que sea portugués no ha de preocuparte.
Al parecer, esa era la palabra clave para el dueño de la taberna, porque entonces soltó el siguiente discurso:
—¡Lo reclutaron forzosamente como soldado! Lo raptaron desde aquí, desde mi casa. ¡Juro por el profeta Mahoma que un grupo de reclutadores portugueses irrumpieron aquí y lo atraparon en el patio, lo maniataron y se lo llevaron! Y encima esos bellacos me destrozaron toda la taberna, rompieron todo en mil pedazos: las mesas y las sillas, los platos y los jarros, todo. Pero cuando quise presentar una queja y exigir una compensación por los daños, nadie se hizo responsable, ¿comprendéis? ¡Nadie que pudiera reemplazar las cosas dañadas, nadie! Es una vergüenza, digo yo, una vergüenza que clama al cielo. Alá, loado sea su nombre, castigará a los criminales. Pero en cuanto al pintor —dijo el tabernero, que, tras echar un vistazo al rostro de Miguel, volvió rápidamente al tema—, pues a ese se lo llevaron junto con unos cuantos pobres desgraciados y lo arrojaron a las mazmorras.
El tabernero dio un paso hacia delante.
—Uno como nosotros sabe lo que ocurre allí, desde luego: los soldados reclutados son azotados hasta que por fin están dispuestos a servir a Portugal. Es una cosa muy mala.
Entonces se interrumpió y pareció considerar cuánto más podía contarle al capitán portugués.
—Entretanto, senhor, incluso han llegado más malas noticias desde la fortaleza —continuó por fin—. Como os podéis imaginar, en una taberna se habla mucho, aunque es verdad que no conozco los detalles. Pero dicen que últimamente una tropa al mando del comandante Caetano partió con el fin de atacar a los saadíes que luchan por su lib… quiero decir a los rebeldes berberiscos. Al parecer, la batalla ocurrió a dos o tres días de viaje de aquí, en Sîdi Ifni y hasta ahora nadie ha regresado, ¿me oís? Ninguno de ellos ha regresado.
El tabernero tuvo que pronunciar las últimas palabras a voz en cuello porque Miguel ya corría escaleras abajo con grandes pasos.