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Los marineros soltaban furiosos rugidos y alzaban los puños. Lucia, que también había subido a cubierta, dirigió la mirada a las galeras desconocidas y, perpleja por el nerviosismo reinante a bordo, preguntó:
—¿Por qué grita la gente? ¿Qué naves son esas?
Mirijam cogió la mano de su hermana.
—Creo que son piratas —dijo con voz trémula.
—¡No digas tonterías! —exclamó Lucia, soltó la mano de su hermana y se protegió los ojos con la mano para ver mejor.
La Sacré Coeur y la Santa Katarina habían izado todas las velas con el fin de huir bajo la protección de la Palomina y sus cañones.
—¡Las nuestras nunca lo lograrán! —gritó uno de los marineros, y echó a correr hacia la proa—. Son demasiado pesadas y además nuestras naves impiden que aprovechen el viento, mientras que los corsarios se acercan desde barlovento. Y pueden maniobrar mucho mejor —añadió, gimiendo.
—¡Aumentad el ritmo! —rugió el capitán—. ¡Y virad!
Un instante después el tambor de la cubierta inferior aceleró el ritmo y los remos subían y bajaban al compás más acelerado de los redobles. La Palomina trazó una curva y la nave se dirigió en dirección contraria.
—¡Izad las velas, so perros perezosos, venga, daos prisa!
Los pies descalzos de los marineros golpearon contra los maderos de la cubierta.
—¡Coged las velas, todos al mismo tiempo e izadlas!
Las velas se elevaron a lo largo del mástil, ondeando y agitándose, pero finalmente se hincharon y la Palomina avanzó a mayor velocidad.
—¡Preparad los cañones de proa para disparar!
La voz del capitán ahogó el alboroto reinante a bordo. Permanecía junto al timonel y observaba los barcos corsarios con los ojos entrecerrados.
—Preparaos para empañicar las velas.
Toda la nave vibraba bajo los rápidos pasos de los hombres que se apresuraban a cumplir las órdenes. Los soldados cogieron sus cebadores y sus cargadores, otros debían sacar sus armas de las cajas y quitarles los paños que las protegían. Un artillero se atareaba en la proa, cargó su espingarda, ajustó el cañón del arma y la apuntó contra la dorada galera, al parecer la nave insignia de los piratas. Encendió una astilla de madera en una lámpara de aceite y alzó el brazo: la mecha ardía, estaba preparado para disparar.
Pese al ritmo más acelerado con el que avanzaba la Palomina, la distancia que la separaba de las naves enemigas aún era demasiado grande para disparar con seguridad, pero al mismo tiempo los piratas se acercaban cada vez más a los barcos mercantes de la Compañía Van de Meulen. En las naves piratas ya preparaban el espolón, dirigiéndolo hacia delante para crear un puente por encima del cual los piratas alcanzarían las cubiertas de los barcos acosados con mayor facilidad.
Consternada e incapaz de dar un paso, Mirijam mantenía la vista clavada en el espectáculo. Solo lentamente comprendió lo que ocurría allí fuera en el mar, lo que se desarrollaba ante sus ojos: ¡piratas que atacaban los barcos de su padre! Durante los últimos años, los barcos mercantes de Amberes no habían dejado de convertirse en víctimas de los piratas.
—¡Unas pérdidas horrorosas! —oyó decir a su padre un día en el que tuvieron que dar un barco por definitivamente perdido—. No solo los barcos, eso también, desde luego. ¡Pero la pérdida de vidas humanas y mercancías es aún peor! Y si un cristiano cae en manos de los corsarios musulmanes, ya sea un soldado raso, un marinero o un rico comerciante, rara vez recupera la libertad.
Al pronunciar dichas palabras, su mirada se ensombreció y ese mismo día ella oyó decir a los escribientes —para quienes solo había un único tema de conversación— que en ese caso había que pagar un importante rescate y que eso ya había supuesto la ruina de varias familias.
En el puerto comentaban que en su mayoría, los prisioneros eran vendidos como esclavos y que, en general, los hombres se veían obligados a trabajar los campos de los musulmanes y pasar grandes penurias. O los encadenaban a los remos de las galeras, donde debido a las terribles condiciones de vida acababan por morir en poco tiempo. En cambio, las mujeres capturadas, sobre todo si eran jóvenes, acababan en los harenes de los ricos príncipes osmanlíes. Eso debía de ser un destino pavoroso. La gente decía que nunca se volvía a saber nada de la mayoría de los prisioneros, pero ¿de dónde sacaban esa información los charlatanes del puerto?
También se hablaba de ese comandante pirata, un antiguo esclavo cristiano oriundo de Grecia llamado Jeireddín, cuyo nombre supuestamente significaba «de barba roja» y que estaba al servicio del sultán osmanlí. Decían que su negocio consistía en cobrar rescates y que incluso había empleado a un delegado que llevaba a cabo las negociaciones y transmitía las exigencias del pirata.
Lucia se apoyó contra el mástil principal, sollozando.
—¿Por qué el capitán no da la orden de alejarnos? ¿Por qué quiere luchar? ¡Hemos de huir y a toda prisa! —dijo; su terror era evidente.
También dispusieron el segundo cañón, lo cargaron y poco después el artillero alzó el brazo.
—¡Bajad las velas! ¡Levantad los remos!
De inmediato, las velas de la Palomina cayeron y los remeros dejaron de remar para evitar que la nave se cabeceara y facilitar la puntería. Todos sostenían el aliento. Entonces resonó un estallido, una nube de vapor de pólvora se elevó en la proa, luego oyeron un prolongado silbido al tiempo que el proyectil volaba en dirección a la nave enemiga. ¡Por fin! Mirijam sostuvo el aliento.
El disparo no dio en el blanco y cayó al agua lejos de la proa del barco enemigo. También la segunda bala de cañón pasó silbando junto al blanco y todos vieron la columna de espuma que levantó al caer al agua detrás del barco pirata. De la cubierta de los remeros surgió un aullido triunfal, inmediatamente interrumpido por el sonido de un latigazo en la piel desnuda.
—¡Pues espero que os equivoquéis! —gruñó el sobrecargo ante el júbilo de los galeotes. Estaba de pie entre Lucia y Mirijam, y les rodeaba los hombros con los brazos con gesto protector.
»Los remeros de allí abajo son prisioneros musulmanes —les explicó, y su voz tranquila supuso un bálsamo para ambas muchachas—. Ahora confían que sus correligionarios los liberarán, desde luego. ¡Pero eso no está decidido de ninguna manera! Oh, no, ni hablar, ya lo veréis, mejuffrouwen, ya lo veréis. Al fin y al cabo, la Palomina no es una nave cualquiera. Es veloz y maniobrable y, si quisiéramos, podríamos escapar de inmediato.
Pero el siguiente disparo tampoco dio en el blanco.
—¡Vira a babor, voto a bríos! —el capitán increpó al timonel.
—Pero ¿no sería mejor que diéramos la vuelta lo más rápidamente posible? —preguntó Lucia, ocultó el rostro contra el pecho del sobrecargo y se aferró a su camisa. Mirijam tampoco se sentía a salvo.
—¿Y dejar ambos mercantes cargados de mercaderías en manos de los malditos corsarios? ¡Oh, no! Todavía no corremos un peligro real y, de todos modos, es imposible darle alcance a la Palomina.
Con el ceño fruncido, Vancleef calculó la distancia que los separaba de los barcos piratas. Al parecer, no estaba tan tranquilo como simulaba.
—¡Quién diablos sabe! —lo oyó decir Mirijam en voz baja—, ¡quién sabe qué mosca le picó, por qué en este viaje se empeñó en emprender precisamente este rumbo a través de las islas, cuando incluso los grumetes saben que son nidos de piratas!
Boquiabierta, Mirijam escuchó sus palabras. Una vez más volvían a hablar de un rumbo equivocado. ¿Qué significaba eso? Los piratas y todo lo relacionado con ellos sonaban a aventura divertida, en todo caso, mientras una era una niña curiosa y escuchaba esos cuentos de horror en casa, en una tibia habitación. Pero ahora, cuando hasta el argousin estaba nervioso…
Cuando notó su inquietud, el sobrecargo palmeó la mano aferrada a su manga.
—No hay motivo para preocuparse. Bien, pero ahora ya basta. Será mejor que ambas os dirijáis a vuestro camarote y aguardéis hasta que aquí arriba vuelva a reinar la calma.
«¿Bajar al camarote? No, por favor», pensó Mirijam.
De pronto la nave insignia de los piratas se alejó de los barcos mercantes y emprendió rumbo a la Palomina, acercándose con las velas hinchadas, el espolón de proa preparado para embestir y disparando cañonazos, pero los disparos eran demasiado cortos o demasiado largos y solo azotaron las aguas.
Los hombres a bordo de la Palomina soltaron carcajadas burlonas y algunos marineros cantaron:
—¡El disparo cae al mar lejos del mástil, hurra! ¡Y eso no honra al capitán, hurra!
Uno de los proyectiles parecía dirigirse directamente hacia Mirijam y encogió la cabeza de manera instintiva, pero no le dio a ella sino que estalló en la cubierta de los remeros, a babor de la Palomina. El impacto agitó toda la nave y esta se inclinó a un lado. Vapor de pólvora flotaba en el aire, los gritos surgían de la cubierta inferior, sumados a los rugidos furibundos de los soldados y los marineros. Pero poco después la Palomina volvió a enderezarse, aunque con las velas flojas y ondeantes. La salva había perforado un agujero en la cubierta de los remeros y destrozado las velas.
Con mucha cautela, Mirijam alzó la cabeza. El pestazo áspero de la pólvora quemada se había disipado y, a excepción de las velas hechas jirones, todo volvía a parecer casi normal en la cubierta. A través de una escotilla destruida de la cubierta superior vio que el agua penetraba en la cubierta de los remeros y que uno de ellos tenía los antebrazos cercenados y la sangre brotaba de los muñones. Con expresión incrédula, el hombre mantenía la vista clavada en lo que quedaba de sus brazos y entonces se desplomó. Poco después Lucia soltó un alarido. Cuando Mirijam se volvió, su hermana se inclinaba por encima de la borda y señalaba el agua, donde flotaban los restos de un remo aún aferrado por dos manos pálidas.
—Virgen Santa, todos naufragaremos. ¡Hemos de salir de aquí! —gritó Lucia, soltando un gallo.
Y tampoco dejó de gritar cuando echó a correr a través de la cubierta como alma que lleva el diablo, descendió la escalera y se refugió en el camarote. Sin embargo, Mirijam aún estaba acurrucada tras la borda. ¡Todo eso era imposible! Hasta hacía un momento solo sol y aburrimiento, ¿y ahora…?
—¡Volved a cargar los cañones! ¡Disponeos a disparar! —bramó el capitán Nieuwer, impartiendo órdenes.
Al parecer, estaba dispuesto a luchar. El viento agitaba las velas inútiles y la Palomina cabeceaba sin avanzar mientras junto a los cañones de proa reinaba una actividad frenética. ¿Acaso no sería mucho mejor huir?
Los corsarios se aproximaban cada vez más; tres de las galeras enemigas se habían acercado amenazadoramente a la Sacré Coeur y las primeras flechas —cuyas puntas estaban envueltas en trapos en llamas— cayeron sobre la cubierta. En algún lugar de la cubierta principal, el sobrecargo rugía unas palabras. Mirijam solo comprendió lo siguiente:
—… ¡disponen de fuego griego…!
Todos los hombres se quedaron inmóviles y sus miradas reflejaban su terror. Por lo visto, el fuego griego era un arma terrible dado que incluso los soldados se quedaban paralizados. Dirigieron la mirada al capitán, que parecía indeciso y observaba las naves corsarias como si estuviera en trance.
Pero por fin, como si las palabras del sobrecargo hubieran sido una señal, el capitán Nieuwer recuperó el oremus.
—¡Virad! ¡Vamos, pedazo de perezosos! —bramó—. ¡Al velamen y las jarcias! Nos largamos. ¡Venga, izad nuevas velas, quiero ver todos los malditos trozos de vela!
Los marineros se apresuraron a encaramarse a los obenques. Los remos subían y bajaban con el ritmo frenético de los redobles de tambor. Araban y azotaban las olas hasta que la galera por fin viró e izaron las nuevas velas que inmediatamente se hincharían.
«¡Más rápido! —Mirijam instó mentalmente a los galeotes y apretó los puños—, ¡más rápido!».
Su nave era veloz y maniobrable, había dicho mijnheer Vancleef, así que pronto estarían fuera del alcance de los disparos enemigos. Poco después, las velas por fin se desplegaron soltando un chasquido y el viento las hinchó. Recogieron los remos y la Palomina navegó viento a favor hasta avanzar con rapidez cada vez mayor y la espuma salpicaba por encima de la borda.
Entretanto, la Santa Katarina también era atacada, flechas incendiarias silbaban a través del aire y daban contra las velas, las jarcias, la cubierta y los hombres que no se habían puesto a salvo. Algunos de los marineros en cuyos cuerpos los trapos en llamas habían hecho blanco se arrojaron al mar y se sumergieron, pero en cuanto emergían, sus ropas ya apagadas pero empapadas por el horroroso fuego griego volvían a arder en llamas. Sus cabellos ardían, sus brazos, sus ropas… Desesperados, los hombres agitaban los brazos, se sumergían y emergían una vez más, pero en cuanto entraban en contacto con el aire las llamas los abrasaban y después de unos momentos ya no volvían a salir a la superficie.
Mirijam contemplaba el horroroso espectáculo con los ojos muy abiertos. ¡Así debía de ser el infierno!