65
Durante la noche aumentaron el frío y la humedad y también surgió la niebla, pero al menos el mar estaba tranquilo. El capitán timoneaba y daba órdenes concisas. ¿Qué estaba ocurriendo en Mogador? ¿Qué suerte habrían corrido sus amigos y parientes? Se notaba que todos iban sumidos en sus pensamientos.
Mirijam aún no alcanzaba a comprender el nuevo cambio radical operado en su vida. Ya era la tercera vez que se veía obligada a abandonar su hogar… y precisamente entonces, cuando necesitaba uno para ella y su hijo. Se protegió el vientre con ambas manos.
—Al menos nos encontramos a salvo, hemos de estar agradecidos por ello —dijo el anciano en voz baja, como si le hubiese adivinado el pensamiento.
Ella se inclinó hacia él.
—¿Has oído los cañonazos?
—Claro, y me causaron el mismo dolor que a ti, pero nosotros no somos palmeras, tenemos piernas en lugar de raíces, ¿comprendes? Dirigiremos la vista hacia delante; olvida los cañonazos, el viento ya se los ha llevado, y dame tu mano, hija.
Envuelto en mantas y con los ojos cerrados, el viejo médico yacía sobre los cojines y guardaba silencio, pero sus dedos no dejaban de acariciar la mano de Mirijam, proporcionándole calor y consuelo.
¿Mirar hacia delante? Sí, eso era característico de él, pensó Mirijam. Según lo que ella sabía acerca de su vida, él nunca había abandonado y siempre se le había ocurrido una solución, incluso en las situaciones más difíciles. En cierta ocasión ella misma lo experimentó, cuando huyeron de Tadakilt por culpa del pachá.
—¿Adónde iremos esta vez, abu? ¿Ya tienes un plan? —preguntó.
—Encontrarás un buen lugar, uno en el que puedas criar adecuadamente a tu hijo.
Mirijam quiso dar crédito a esas palabras.
—¿Quizás otra casa con un bonito patio interior y un jardín? Pronto madurarán las naranjas… —dijo con voz trémula y, al pensar en su pequeño jardín de Mogador, una lágrima se deslizó por su mejilla.
—Con la ayuda de Alá. A mí también me hubiese gustado saborear una de tus naranjas, pero nunca se sabe cuándo haces algo por última vez —dijo el anciano—. Todos se percatan del principio, pero no del final —añadió, apretándole la mano—. Tú aún eres joven e inteligente, ya verás. Muy pronto reconocerás el camino que deseas recorrer y que te conducirá a un nuevo principio. Todo irá bien.
Las pantorrillas le ardían y en ese momento Mirijam sintió que no tenía fuerza ni valor suficiente para empezar de nuevo, al contrario, estaba profundamente agotada. Sin embargo, sabía que su anciano padre tenía razón: una vez que las aguas volvieran a su cauce, crearía un nuevo hogar en alguna parte. Tal vez no en Mogador, a lo mejor en otro lugar de la costa o quizás en el interior, ya se vería. Y si a la larga resultaba imposible permanecer en la comarca dominada por esos guerreros del desierto, aún le quedaban las regiones del norte sometidas al sultán de Fes.
No solo habían logrado salvar una parte de sus cosas —entre ellas varios de los amados libros del abu—, sino que seguían poseyendo sus preparados. Además, disponían de la suficiente cantidad de oro y plata en sus arcones para poder fundar un nuevo hogar en alguna parte, para ello ni siquiera necesitaban el resto de su fortuna, que seguramente permanecería a buen recaudo con Aisha hasta que regresaran.
Pero para volver a empezar le resultaba imprescindible su pequeña familia, su abu y también Miguel, claro está. ¡Ojalá volviera de una vez! ¡Cuántas veces había lamentado haberlo impulsado a emprender ese viaje! Ojalá no regresara justo en esos días y se topara con los fanáticos berberiscos.
—¿Te preocupas por el capitán? Es innecesario —comentó el hakim—. Disfruta de excelentes contactos, así que es probable que esté mejor informado que nosotros sobre los acontecimientos.
—Tienes razón —asintió Mirijam, agradecida—. Además, posee la agilidad de un gato. Lo más sencillo sería que pudiéramos ir a Santa Cruz, a la casa de Miguel, pero precisamente eso resulta imposible. Es la sede principal de la administración portuguesa y es de suponer que allí estalle la lucha más intensa.
El hakim asintió y cerró los ojos.
Ella se aseguró de que no tuviera frío. ¿Acaso no afirmaban que el aire marítimo era sumamente curativo? Y si su abu era capaz de mirar hacia delante, pues entonces ella también podía hacerlo, no debía permitir que las circunstancias la desanimaran. ¿Es que ese día —además del miedo, la consternación y el dolor— no había experimentado algo maravilloso? En varias oportunidades, durante el transcurso de la noche dirigió la mirada a Cornelisz, y cada vez su corazón brincó de alegría.
Era más alto que antaño y más delgado, casi un poco flaco, pero de hombros anchos y manos bonitas. Ya le habían gustado en aquel entonces, aunque las recordaba más delicadas, auténticas manos de pintor. Siempre había sentido afecto por Cornelisz. «¿Y cómo no sentirlo si desde mi más tierna infancia lo consideré mi amigo de por vida?», pensó.
Y ese día, cuando repentinamente apareció ante ella, fue como si el tiempo se volviera hacia atrás. Desde luego, estaba muy emocionada.
Cuando despuntó el día, por fin se acercaron a la aldea de Cadidja. Estaba situada en lo alto de un acantilado y hacía rato que los habitantes se habían percatado de su llegada, así que ya había una multitud de hombres, mujeres y niños aguardándolos en la playa, que se encargaron de descargar la barca. Los hombres tenían un aspecto audaz, rostros angulosos y nervudos debido a su dura tarea como pescadores, y las mujeres no llevaban velo.
Al tiempo que las mujeres de la aldea recibían a Cadidja con trinos de alegría y los hombres cargaban los arcones y bultos hasta la aldea, Mirijam tuvo que recurrir a sus últimas fuerzas para remontar el sendero, pasando por encima de piedras afiladas y abriéndose paso entre arbustos pinchudos. Una vez alcanzada la cima, dirigió la mirada hacia atrás y siguió la pequeña barca con la vista mientras abandonaba la protección de la pequeña ensenada. Alzó la mano para despedirse, pero el barquero y sus hombres no se percataron.
La aldea consistía en unas pocas casas y una diminuta mezquita construida de piedras y ladrillos de arcilla, protegida del viento tras unos cuantos árboles achaparrados y un muro. Había niños pastoreando cabras, una fuente, gallinas que correteaban y en alguna parte rebuznó un burro.
Con cuidado, tendieron al viejo hakim junto a unas tuyas inclinadas por el viento; mantenía los ojos cerrados y las profundas arrugas y sombras de su rostro atestiguaban el esfuerzo del viaje. ¿Dormía? ¿Había notado que volvían a estar en tierra firme? Mirijam se dejó caer junto al anciano; lo único que sentía era cansancio y dolor, impotencia y vacío. Dirigió la mirada a Cornelisz: anhelaba que volviera a abrazarla y consolarla.
Su presencia causó un gran alboroto entre los habitantes de la aldea, porque dadas las prisas no pudieron anunciar su llegada, pero Cadidja les explicó las circunstancias a todos.
Los portugueses no sentían interés por los pequeños asentamientos como esa aldea de pescadores. Los aît-regrara, un pueblo al que también pertenecía la familia de Cadidja, eran pobres pescadores que salían al mar para ganarse el sustento, elaboraban el aceite que consumían con los frutos de las arganias silvestres y criaban algunas cabras. Cornelisz y Cadidja, rodeados de los habitantes del pueblo, tuvieron que contestar a numerosas preguntas, y la gente no dejaba de lanzar miradas curiosas a Mirijam y su padre.
Cornelisz bromeó con los hombres, señaló allí y allá y poco después las mujeres recorrieron la aldea y acarrearon mantas, alfombras y toda clase de utensilios. Pusieron una vieja casa abandonada a su disposición; era pequeña y oscura, pero al menos tenían un techo y paredes sólidas que los protegerían del viento marino. Allí podían ocultarse durante unos días, aguardar el resultado de los enfrentamientos y descansar. ¿Y después?
Como si el hakim hubiese notado su angustia, abrió los ojos y tanteó en busca de su mano.
—¿Te encuentras bien, querido abu?
—Bastante bien —contestó en voz baja, y le lanzó una mirada escrutadora.
—Estoy un poco cansada, abu —dijo ella, respondiendo a su pregunta silenciosa y procurando hablar en tono confiado—, pero lo hemos logrado.
—Así es, y gracias a tu previsión. Ayer y durante la noche pasada tú y tu amigo del pasado habéis alcanzado grandes logros. Ahora has de expulsar los nubarrones que oscurecen tu frente —dijo, pero se quedó sin aliento y tardó unos momentos en recuperarlo—. Anoche —prosiguió, y era como si su mirada afectuosa la acariciara—, anoche algo tocó a su fin, algo hermoso que nos proporcionó alegría a ambos. —Hizo una pausa para respirar.
—No hables, abu, has de conservar tus fuerzas.
—Gozamos de una vida muy bella, ¿verdad?
—¡Desde luego! Lo pasamos bien juntos y eso no cambiará. ¿Aún recuerdas tus primeros experimentos con los moluscos? ¿Y el tiempo que llevó hasta que los hornos de calcinación empezaron a funcionar correctamente? Fue bonito y excitante, pero ahora debes descansar.
—¿Para qué? —dijo el hakim en tono impaciente—. Estoy muy orgulloso de todo lo que has logrado. Pero has de saber, querida hija, que tú sola no puedes hacer que todo cambie para mejor, no puedes dirigirlo todo, nadie puede. Hay que aprender a dejar que las cosas sigan su curso, y tú también has de hacerlo. El futuro está en las manos del Todopoderoso.
Mirijam sintió cierta irritación. ¿Acaso no era lo que siempre había hecho, dejar que las cosas siguieran su curso? ¿Es que alguna vez había hecho otra cosa?
Era verdad: por más que dirigiera la mirada hacia atrás, nunca había tomado una decisión importante libremente y por su cuenta. Siempre fueron las circunstancias las que decidieron por ella y guiaron sus pasos. ¡Dejar que las cosas siguieran su curso era algo que no necesitaba aprender, más bien al contrario! ¿Qué pasaría si por una vez actuaba según el dictado de su cabeza y su corazón? Pronto sería madre y entonces, ¿no debería tomar sus propias decisiones en bien de su hijo? ¿Y a qué se debía que justamente en ese momento el abu hablara de un futuro que residía en las manos del Todopoderoso?