49

Esa misma noche el capitán habló con el sherif mientras Mirijam le echaba una mano a Cadidja en la cocina. Había que preparar un pequeño banquete para realzar la importancia de ese día. Pero Cadidja no tardó en decirle que se marchara: ¡alguien que estaba nervioso y agitado y a quien se le caían de las manos los cuchillos, las fuentes y hasta los huevos le resultaba inútil!

No obstante, Mirijam tampoco soportaba permanecer en su habitación, así que fue a pasear por el jardín y encendió las farolas. En el ínterin, los rosales y los pequeños árboles frutales que había plantado hacía unos años prosperaban estupendamente. Las flores de azahar y la higuera despedían un aroma precioso, al igual que la hierbabuena, y la pequeña fuente murmuraba suavemente. Mohammed, el cojo que no le hacía ascos al trabajo duro, cuidaba de las plantas desde el primer día y hacía un tiempo también les añadía el fértil compost que Mirijam recordaba de la época en que Gesa cuidaba del jardín de su casa paterna.

Solo rara vez recordaba a la tata Gesa; en su mayoría, los recuerdos habían empezado a borrarse. Sin embargo, hasta hacía escaso tiempo había soñado con Cornelisz. En su fuero interno siempre había creído que un día todo se arreglaría por sí solo y volvería a estar con Cornelisz. Claro que, como todos los sueños infantiles, se trataba de una ilusión, pero ella había adorado esos sueños y se había aferrado a ellos mucho tiempo. Suspiró y se alisó los cabellos: quizá sería mejor dejar de pensar en esa parte de su vida. Debía comenzar algo nuevo, el futuro era como un libro de páginas en blanco que aún había que llenar. ¿Cómo sería vivir con Miguel, verlo todos los días? Y no solo verlo, también percibirlo. El vello de sus brazos se erizó. «La más bella», la había llamado, y «la más maravillosa». Cuando Miguel la contemplaba, todo su ser vibraba y una oleada de frío y también de calor le recorría el cuerpo.

Mirijam se frotó la mano, aún creía notar la presión de sus labios y sonrió. Por una parte se alegraba como nunca se había alegrado ante la perspectiva de algo; por la otra, sentía ese cosquilleo temeroso en el estómago.

«Pero no existe ningún motivo», se regañó. El capitán no solo era un hombre absolutamente bueno y amable, además era respetable y fuerte, la cuidaría y la protegería.

Echó a correr hasta la puerta de la habitación del abu y aguzó los oídos. Lograba distinguir sus voces, pero no alcanzó a comprender las palabras pronunciadas por ambos hombres. Aunque eso no tenía importancia puesto que ella sabía que su abu estaba de acuerdo. Ella se casaría con el capitán Miguel de Alvaréz.

Nunca en la vida había reído tanto ni se había sentido tan despreocupada y protegida como en esos días. Miguel le hacía cumplidos, elogiaba su aspecto, su atuendo y su trabajo con gran entusiasmo. Por las noches relataba sus viajes, hablaba de países lejanos y de grandes ciudades y describía la vida de los habitantes de Italia y de España. Era un narrador fascinante y el tiempo se le pasaba volando. A veces le cantaba una canción, marcaba el ritmo con las palmas ¡e incluso bailaba! Rezumaba tanta alegría de vivir y fuerza que al verlo Mirijam bajaba la vista, avergonzada.

Aunque Miguel había traído varios bultos de tela, Mirijam se tomó un descanso del trabajo. Ella y el capitán pidieron prestados caballos a los granjeros del oasis y emprendían cabalgatas hasta la playa o pasaban toda la tarde en los jardines del oasis sentados a la fresca sombra de las palmeras, charlando y observando los pajarillos que revoloteaban entre las hojas y cantaban a voz en cuello. Y desde que en cierta ocasión él la cogió de la mano para ayudarla a cruzar una zanja, paseaban de la mano cuando sabían que nadie los observaba.

En esa época no había mañana en la cual Mirijam no despertaba sonriendo.

Sin embargo, en cierta ocasión, durante un paseo por el oasis, una desavenencia empañó la felicidad de esos días. Mirijam brincaba delante de Miguel a lo largo de un pequeño embalse y se escondió detrás de una palmera. El capitán fingió buscarla y no encontrar su escondrijo hasta que de pronto la aferró. Mirijam simuló miedo soltando un grito, rio y trató de zafarse y escapar, pero Miguel no aflojó y, medio en broma, la agarró de los antebrazos. Sus ojos despedían chispas al tiempo que la empujaba contra una palmera.

—Perla mía —balbuceó—, amor mío y gozo mío, eres tan bella, tan pura… Eu amo voçê!

De repente su voz se oscureció y se volvió áspera, y su respiración se agitó a medida que trataba de besarla y de separarle los labios con la lengua. Soltó un gemido, la empujó contra la palmera y presionó su cuerpo contra el de ella impidiendo que se moviera.

La alegría de Mirijam se desvaneció y se sintió invadida por el terror, un miedo que la asfixiaba y paralizaba. No podía respirar y todo su cuerpo se tensó y se endureció: los brazos, el cuello, el vientre, todo.

«¡No —trató de gritar—, no, no!».

Pero de pronto le zumbaron los oídos, recuperó el movimiento y su pecho se ensanchó. ¡Nadie volvería a hacerle eso, nunca más! Apoyó las manos contra el pecho de él para liberarse de su abrazo, intentó escabullirse o al menos volver la cabeza, pero Miguel no se dejó apartar, era demasiado fuerte. ¿Acaso reía frente a su resistencia? ¿Es que no se daba cuenta de que hacía rato que eso había dejado de ser un juego para ella? Su lengua se abrió paso entre los labios de ella.

Mirijam alzó la mano y lo abofeteó y, cuando Miguel la contempló con expresión atónita, volvió a abofetearlo.

Entonces por fin la soltó y dio un paso atrás. Primero se puso pálido, luego enrojeció de vergüenza.

Disculpeu me! Deus, no quise… Maldición ¿qué he hecho? Perdóname, te lo suplico, te ruego que me perdones…

Mirijam soltó un bufido, después echó a correr hacia su casa y echó el cerrojo de la puerta de entrada.

Al día siguiente, Miguel volvió a pedirle perdón.

—Soy un bruto, un grosero. No te merezco, pasé toda la noche pensando qué… Solo puedo pedirte de todo corazón que me perdones.

Parecía lamentarlo de verdad; permanecía de pie ante ella con la vista baja, retorciendo su gorro y con aspecto de pensar «¡Tierra, trágame!».

Pero Mirijam no había pasado media noche en vela en vano. Claro que hacía tiempo que no ignoraba que entre los hombres y las mujeres existían pasiones de las que hasta entonces lo ignoraba todo. Los poetas hablaban de estas: de los sentimientos de amor, de oscuras tentaciones y místicos misterios. Las canciones hablaban de ellas, pero sin decir nada en concreto. Sin embargo, hasta sus tejedoras parecían saber de qué se trataba cuando cuchicheaban entre ellas, reían o hacían insinuaciones y, aunque todo eso era un terreno desconocido para ella, sabía que era muy importante para el matrimonio.

—Como castigo, envíame a los hornos de calcinación —rogó Miguel—. Si me perdonas, avivaré el fuego y convertiré la cal recién quemada en una papilla extra fina golpeándola con varas.

—Cierra los ojos y no te muevas —ordenó Mirijam en cambio—. No te muevas, ¿entiendes?

Miguel cerró los ojos.

Mirijam se estiró, le apoyó las manos en las mejillas y le dio un beso muy suave en la boca.

—¿Los hornos de calcinación? ¿Para que puedas charlar con Hocine? ¡Ni hablar! Nada de eso: como castigo hoy tendrás que acompañarme a la tumba de sîdi Kaouki —dijo, procurando hablar en tono despreocupado y alegrándose cuando Miguel sonrió y soltó un suspiro de alivio. Para él, eso ponía punto final al asunto.

Pero ella había comprendido que el terror, la tensión y el espanto podían volver a surgir en cualquier momento. Aun cuando no cargara con una maldición, ¿acaso el terror pesaba menos?

Miguel sonreía de oreja a oreja.

—¡Lo que mandes! ¡Y además será un gran placer!

Ambos comprobaron que todo funcionaba en la destilería de cal y luego cabalgaron en armonía a lo largo de la playa. Mirijam señaló hacia delante.

—¿Ves esa cúpula blanca, allí sobre las dunas?

—¿Junto a ese gran árbol?

Mirijam espoleó a su corcel y exclamó:

—¡A que yo llego antes!

Cuando Miguel por fin detuvo su caballo junto a ella hacía un buen momento que ella había desmontado y se dirigía al árbol al lado del pequeño edificio de techo en forma de cúpula.

—No volverás a sorprenderme, hermosa mía, la próxima vez estaré preparado no solo para tus astucias sino también para tu talento como amazona. ¿Qué tiene de particular este sitio? —preguntó Miguel.

—Es un santuario de las mujeres. Le rezan a sîdi Kaouki, cuya tumba se encuentra allí y le confiesan sus deseos —contestó Mirijam, después señaló las innumerables cintas y trozos de tela multicolores sujetadas a las ramas del vetusto árbol—. Además, atan un hilo o un paño a este árbol sagrado para que los antiguos dioses de los tiempos del profeta Mahoma también se enteren de sus deseos —añadió, y sacó una cinta azul de su bolsillo.

—¿Crees en ello? —preguntó él, mirando nerviosamente en derredor.

Al notar la incomodidad de Miguel, Mirijam se esforzó por hablar en tono objetivo.

—A veces sí, otras, no. Hoy es uno de esos días en los que creo. ¿Puedes dejarme sola un momento, por favor?

¿Santos musulmanes, dioses paganos y deseos secretos femeninos? Inquieto, Miguel jugueteó con el paño que le rodeaba el cuello. Meu Deus, ¿y qué más?

—Claro, desde luego —murmuró, y se retiró unos pasos.

Después de un momento, Mirijam regresó, se sentó junto a él en la arena y dijo:

—Una vez al año se celebra un moussem en este lugar. Entonces las colinas y la arena se cubren de tiendas y en todas partes cocinan, comen e interpretan música. Acuden comerciantes, la bahía se llena de barcas, hay concursos de jinetes y durante unos días da la sensación de que Mogador vuelve a ser un importante centro comercial en el camino hacia el oscuro sur de África, como antaño.

—Adoras este lugar, ¿verdad?

—Supone mi refugio y mi patria, no tengo otra cosa.

Miguel volvió a notar ese leve retraimiento que ya había percibido con anterioridad. ¿Se trataba de reserva o más bien de inseguridad? Le lanzó una mirada de soslayo: ella mantenía la vista baja y tironeaba de la hierba que crecía a sus pies. Los cabellos le cubrían la cara, pero él vio que se mordía los labios. Miguel la cogió de los hombros y la volvió hacia él, escudriñó su rostro y le rozó los labios con el dedo.

—No hables —dijo.

El roce la afectó profundamente.

—¿Podrás perdonarme? —susurró Miguel—. Te juro por lo más sagrado que nunca volverá a ocurrir algo en contra de tu voluntad.

Mirijam notó que temblaba y cerró los ojos.

Una vez más, le rozó los labios con el dedo.

—Azîza —susurró—, ¿sabes que eres como un milagro para mí?

Su voz era como otra caricia y Mirijam notó que una oleada de calor ascendía desde el cuello hasta sus mejillas; entonces abrió los ojos y le devolvió la mirada.

Miguel quitó el dedo y se inclinó hacia delante.

—¿Me abofetearás si te beso?

Ella no pudo responder y se limitó a negar con la cabeza cuando él la estrechó entre sus brazos y la besó.

Miguel debía partir. La Santa Ana estaba en el puerto, lista para zarpar.

—¡Vuelve pronto! —dijo Mirijam, y apoyó la mano en la que brillaba el rubí en su mejilla.

—Seguro, incluso regresaré muy pronto.

La mirada de sus ojos azules era alegre. Cogió las manos de ella y depositó un beso en cada dedo. Sus besos hicieron que su piel ardiera; una cálida oleada la invadió y le aflojó las rodillas, de modo que tuvo que aferrarse a Miguel para no caer. Pero dicha proximidad la asustaba; aunque procuraba no retroceder cuando Miguel se acercaba a ella, apenas lograba disimular su timidez y su inhibición.

Ella misma no comprendía qué le ocurría. Que la tocara le resultaba desagradable y al mismo tiempo lo anhelaba. Quería sentir su mano cálida en la piel y al mismo tiempo quería que se mantuviera a distancia. Quería estar próxima a él, lo más próxima posible y al mismo tiempo no quería revelar nada acerca de sí misma. Incluso vacilaba en ese momento y, con una sonrisa abochornada, retiró su mano de las suyas.

Sabía que a más tardar cuando se casara, tendría que abandonar su timidez. Pero le resultaría difícil y también por eso volvía a tomar la iniciativa, cogía a Miguel de la mano o le acariciaba la cara como en ese instante. Él la tomó y presionó sus labios contra la palma. Ella quiso decirle algo pero, como tan a menudo, se quedó sin palabras al percibir sus labios cálidos en la piel. Cuando la abrazó, el corazón le latía tan violentamente que estaba convencida de que él lo oiría.

—¡Pronto habré regresado, favorita mía! No puedo evitarlo —dijo Miguel antes de hacer una reverencia formal y embarcarse en el bote que lo llevaría hasta la Santa Ana—. A fin de cuentas, mi corazón está aquí, contigo. ¿Y quién puede vivir sin corazón? No me queda más remedio que darme prisa.

En cuanto regresara de ese viaje se celebraría la boda. Mirijam remontó las escaleras hasta la habitación de la torre y se acercó a una de las ventanas. Desde allí podía observar cómo izaban las velas de la Santa Ana y la nave zarpaba. Un gallardete rojo apareció en el mástil: era como si Miguel supiera que ella observaba la partida y la saludara mediante el gallardete. Sorprendida, comprobó que ya lo echaba de menos.

Mirijam abrió el cajón de la mesa y sacó los escritos de su madre. Al tiempo que seguía la nave con la mirada, acarició el pequeño paquete con los dedos. ¿Qué hubiese opinado su madre sobre su decisión de casarse con ese portugués que se había convertido de timonel en propietario de una nave solo gracias a sus propios esfuerzos? Seguro que su padre lo hubiera apreciado: le daba mucho valor a la fuerza de voluntad y a las ideas osadas.

Tras tomarle examen al capitán, también el abu Alí estaba conforme con el desarrollo de los acontecimientos. Tanto la situación económica del portugués, el estado de su nave y su fama como sus opiniones en general le agradaban al anciano, pese a que Miguel no poseía ninguna clase de cultura, de lo cual, como es lógico, se lamentaba el erudito.

—No sabe nada de Horacio o Aristóteles, no ha leído a Petrarca ni a ninguno de los grandes poetas —constató el abu Alí tras interrogarlo—. Incluso sus conocimientos de lenguas se limitan al habla de los puertos o del Mediterráneo y entre esas lenguas no figuran el latín ni el griego, por desgracia.

Mirijam no le daba importancia a todo eso.

—En cambio, tiene capacidades de las que tú y yo no disponemos —adujo ella en defensa del capitán—. Ha viajado por todo el mundo, sabe juzgar a las personas, es sincero y trabajador…

—Tranquila, yo también lo aprecio —contestó el anciano con una sonrisa—. Además, hay algo que no debiéramos menospreciar: ¡con un único viaje, te ha convertido en una mujer acaudalada! Es evidente que sabe comerciar con el extranjero y que tiene excelentes contactos. El comercio con tus telas teñidas de púrpura funciona bien y, con la ayuda de Alá, te espera un futuro seguro.

Pero Mirijam se retorcía los dedos.

Abu —dijo—, hasta ahora no le he dicho que soy de origen judío. Debería hacerlo, ¿no? No quise ser deshonesta, pero hasta ahora no se presentó el momento idóneo.

Mirijam bajó la vista.

—No tendrás miedo de decírselo, ¿verdad?

—Él cree que soy tu hija carnal y una musulmana, ignora mi verdadero nombre y ni siquiera sabe que tú tampoco eres un berberisco. Y si se entera de que me compraste a esos corsarios, que antaño fui tu esclava y en realidad soy judía, que en el bagno incluso… ¡Me da miedo!

—El miedo no es buen consejero, querida niña, pero tienes razón: has de hablar con él. No es bueno iniciar un matrimonio con una mentira y te aconsejo que no esperes demasiado para decírselo.

Ella asintió. Después le lanzó una mirada suplicante.

—¿Crees que Miguel de Alvaréz es una buena persona?

El anciano no tardó mucho en reflexionar.

—Solo Alá puede ver su fuero íntimo, solo Él sabe si alguien es bueno o no lo es. Pero creo que Miguel es un hombre sincero, con defectos y virtudes como todo el mundo, pero —y eso es importante— su mirada se ilumina en cuanto tú entras en la habitación. Por eso estoy seguro de que te quiere de corazón y que será un buen compañero. Más no se puede esperar.

Haberle confiado a Mirijam a ese portugués y así poder dejarla bajo la protección de un hombre cuando llegara su hora lo tranquilizaba. Durante todos esos años, tanto su formación como también su seguridad económica habían supuesto un tema importante para él. Ahora que todos los días se sentía más viejo y se acercaba la fecha de la boda, quería encargarse definitivamente de que ella pudiera ocupar su lugar en el mundo. Por eso extrajo unos rollos de documentos de su cofre.

—Estos, hija mía, son títulos de propiedad de las casas y los terrenos de aquí en Mogador, certificados y sellados. El día de tu boda pasarán a ser tuyos. Afortunadamente, aquí es posible nombrar heredera a una mujer, así que tu futuro estará asegurado tras mi muerte, independientemente de tu esposo. Y aquí están los contratos de arrendamiento de las islas y la destilería de cal. Contienen todos los pactos y los convenios que acordé con el portugués.

—¡No hables de ello, padre! —rogó Mirijam, que se había puesto pálida al oír sus palabras.

—Un día tenía que ocurrir —dijo el anciano, alzando la mano—. Hoy hablaremos de tu herencia, después volveremos a hablar de la vida. Así que primero te entrego los documentos de Tadakilt. Es probable que tengas que luchar por el castillo. En aquel entonces el pachá no prorrogó mis derechos sobre el castillo. Sin embargo, puede que jamás los haya revocado, así que quizás aún me pertenezca —añadió, y volvió a enrollar el título de propiedad de Tadakilt.

»Además —prosiguió, y clavó la mirada en la joven, que permanecía sentada y como petrificada—, además deberías luchar por tu herencia paterna en Amberes, hija mía. A menos que estés dispuesta a renunciar a ella del todo, lo que yo consideraría un error. Si tú lo deseas, estoy seguro de que el capitán te apoyará.

—¡Por favor, querido abu, no sigas! —suplicó Mirijam, a punto de echarse a llorar—. Debes permanecer a mi lado mucho tiempo. Te necesito.

—Estamos en las manos de Alá, hija mía, y nadie sabe cuándo le llegará la hora de su muerte —dijo el anciano—. Pero para ti pronto comenzará una nueva vida que incluirá deberes desconocidos y nuevas responsabilidades. Estos bienes representan tu dote, por eso hemos de hablar de ello al menos esta vez.

Su rostro arrugado adoptó una expresión risueña y dijo:

—En todo caso, lo más importante es que puedas seguir viviendo en Mogador y proseguir con tu trabajo.

¿Lo había escuchado correctamente?

—¿Y Miguel está de acuerdo con ello?

—Es lo bastante comerciante como para saber que nadie abandona una empresa tan exitosa como la nuestra salvo en caso de fuerza mayor, ¡especialmente cuando de todos modos el esposo estará más tiempo en alta mar que en casa!