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Mogador, invierno de 1526-1527

El día de la boda llegó antes de lo pensado. Hacía días que el trabajo en todos los talleres se había detenido, al contrario que en la cocina, donde estaban cada vez más atareados. Además de Cadidja, otras cinco mujeres habían asado, hervido y guisado toda clase de sabrosos platos en diversos fogones.

Ese día y también en los dos subsiguientes servirían sopa de yogur con eneldo, hierbabuena y pasas de uvas verdes a los huéspedes, entre ellos los pobres de la ciudad. Además de pollos asados, delicadas berenjenas con cordero, arroz con azafrán de corteza marrón y montañas de finísimo cuscús acompañado de salsa especiada y coronado de testículos de carnero y ojos de oveja. También servirían leche fermentada de camella y pan caliente recién horneado. Para todos, pero en especial para las mujeres y los niños, siempre muy golosos, dispondrían fuentes con montañas de pastas, tartitas de almendras, nueces confitadas y galletas de miel. Y todas las fuentes siempre estarían repletas, desde luego.

De niña, Mirijam había poseído una muñeca a la que trataba de manera bastante caprichosa. «Si las muñecas tuvieran corazón e inteligencia, es de suponer que se sentirían como yo me siento hoy», pensó: empujada de un lado a otro y sin voluntad propia. Como era la novia, no le correspondía dar indicaciones ni manifestar deseos, todo debía desarrollarse según las costumbres y la tradición, de modo que las tejedoras, la mujer encargada de la alheña, Cadidja y las demás mujeres tomaron el mando y decidieron sobre cada detalle.

Haditha le depiló todo el cuerpo y le aplicó aceites finísimos para que su piel luciera como las perlas. Le tiñeron las cejas y las pestañas con galena y delinearon sus ojos con kohl para que parecieran más grandes. En las manos y los pies llevaba los motivos arabescos y florales pintados con alheña y portadores de suerte, los que desde siempre adornaban a las novias de las familias berberiscas. Todas las mujeres que se consideraban miembros del hogar, incluso la más humilde de las criadas, también se habían decorado las manos y los pies con artísticos motivos de alheña para la celebración. Ello les aseguraba la baraka y alejaba el mal de ojo. Perfumaron a Mirijam con abundante agua de rosas, la ornaron con joyas y la vistieron con un caftán de seda blanca y un velo de encaje, tal como le correspondía a una novia.

Por suerte el suave clima invernal permitió que la gran fiesta se celebrara al aire libre. Fuera, tanto en el patio como en el jardín, se comía, se bebía y se bailaba al son de la música de tambores y flautas, pero las mujeres y los hombres en patios separados. Entretanto, ella permanecía sentada en el lecho nupcial a solas con Haditha, procurando matar el tiempo con un juego de mesa. ¡No era lo que Mirijam había imaginado!

¿Dónde estaba Miguel? Él podía celebrar con los hombres, comer y bailar con ellos, y recibir sus parabienes, mientras que ella debía permanecer invisible. ¡Pero anhelaba su presencia! Desde su regreso y el torbellino que supuso la preparación de la boda, solo quería estar junto a él.

—Ahora deberíais estar acompañada por vuestras amigas, hermanas, tías y también vuestra madre —dijo la esclava negra en tono malicioso y sin despegar la vista del tablero—. Deberían de haber celebrado la fiesta de alheña anoche y haber reído, bromeado, cantado o quizá llorado con vos. No está bien que estéis sola. ¿Y esto lo ha de bendecir el Todopoderoso? —exclamó, soltando un bufido.

Mirijam alzó la cabeza con expresión irritada. ¿Por qué decía eso Haditha? Sabía muy bien que, a excepción del abu Alí, ella no tenía a nadie. Hacía tiempo que Mirijam percibía una disimulada hostilidad en su criada y últimamente incluso demostraba cierta resistencia frente a sus órdenes, pero casi sin palabras, más bien con su actitud corporal y con mímica. Mientras que Mirijam se esforzaba por mostrarse amable, generosa y justa con sus criados y sus trabajadores, y también se preocupaba por su bienestar, Haditha se comportaba de manera cada vez más antipática. ¿Acaso estaba descontenta?

Con motivo de la boda, el día anterior Mirijam les había regalado dinero a todos los trabajadores y criados de la casa y proporcionado ropas nuevas; a Haditha, por ejemplo, le regaló un nuevo atuendo de terciopelo rojo y amplios pantalones de seda. Le sentaba bien y lo llevaba con encanto y dignidad, así que, ¿por qué se mostraba tan hostil?

—No cabe duda de que es la voluntad de Alá que toda mi familia se limite a consistir en el sherif —replicó Mirijam en tono frío—. No debiéramos poner en duda la decisión del Omnisciente. Y ahora haz el favor de traer sorbete fresco de la cocina. Después, si lo deseas, podrás comer y celebrar con los demás.

Haditha soltó otro bufido, como siempre cuando no estaba de acuerdo con algo.

La! No es correcto dejar sola a una mujer en la noche de bodas —respondió—. Los djinn podrían atacarla.

Mirijam la siguió con la mirada meneando la cabeza hasta que abandonó la habitación con lentitud irritante, pero sus palabras no la afectaron. A partir de ese momento, Miguel formaba parte de su vida y con él a su lado ya no se sentiría sola. Al pensar en el alegre, divertido y amante de la vida Miguel, Mirijam tuvo que sonreír: pasaba por su vida como una fresca brisa marítima. La amaba y la admiraba y había jurado que eso no cambiaría hasta el fin de sus días.

—¡Desparramaré pétalos de rosas en todos los senderos para que todos tus pasos estén envueltos en un perfume embriagador! —le había prometido el día anterior, y selló su juramento persignándose. Mirijam tironeó del velo y suspiró.

Fuera en el jardín, los huéspedes de la ciudadela, los trabajadores y también los marineros de la Santa Ana celebraban junto a Miguel y el abu Alí.

El sonido de los tambores y las castañuelas, como también el hechizante canto de los gnaoua suplicando la bendición de Alá, penetró en la habitación y ella se meció a su ritmo. Perfumadas vaharadas de canela, claveles y carne asada flotaban a través de la casa y los patios interiores. En todas las habitaciones ardían el incienso y el sándalo y en la que ella ocupaba ardía un ramo de hierbas silvestres del jardín en un recipiente de arcilla, cuyo humo debía protegerla del mal de ojo. Los huéspedes se lavaban las manos y se perfumaban con aguas aromáticas. Habían pensado en todo para asegurar la buena fortuna y alejar a los espíritus envidiosos y malignos.

Ella no participó en la ceremonia del enlace matrimonial. En realidad, quienes arreglaban todo lo oficial eran los padres, tíos y hermanos de la pareja de novios, mientras que la novia y el novio permanecían invisibles. En su caso, Miguel y el abu Alí habían firmado el contrato matrimonial ante el kadi de la ciudad y los funcionarios portugueses y con ello la convirtieron en una mujer casada. Todo estaba bien, todo era estupendo y ella estaba feliz. ¿O no? Mirijam volvió a suspirar más profundamente que antes.

Todavía no le había dicho nada a Miguel sobre sus orígenes, él seguía creyendo que se había casado con una musulmana. Solo una vez, cuando Miguel hablaba de la vida dura de las esposas de los marinos, intentó una vaga insinuación.

—En tierra la vida no es mucho más sencilla. Yo por ejemplo, he pasado por muchos momentos dolorosos desde mi infancia —dijo, pensando que si él le hacía una pregunta ella podría hablar.

—¡Eso cambiará a partir de ahora mismo —se apresuró a decir a Miguel en cambio—, te lo prometo! —añadió, la estrechó entre sus brazos y le besó la oreja. El momento pasó con la misma rapidez con el que se había producido.

Sabía que era una cobarde, pero el miedo de perder a Miguel y quedarse sola hizo que callara. Solo hacía un instante había empezado a saber cómo era eso de ser amada y no quería renunciar a ello. Pero ¿acaso no lo engañaba callándose algo tan importante? ¿Cómo podía corregir dicho error, aún estaría a tiempo? Se encontraba entre la espada y la pared, como en el juego de mesa. A partir de cierto punto, uno solo podía perder.

Presa de los nervios, Mirijam tragó saliva; ya no aguantaba quedarse sentada en la cama, así que empezó a recorrer la habitación a zancadas. Por fin abrió un cofrecito y sacó las cartas de su madre: las guardaba en una pequeña caja de aromática madera tallada porque quería tenerlas a mano y releerlas una y otra vez. Desanudó el cordel de seda, desplegó las hojas de papel en forma de abanico sobre la cama y las contempló con veneración: eran su bien más preciado, más valioso que todos los ducados en sus cajas de caudales.

Y si le daba una de ellas a leer a Miguel, ¿acaso él no se vería obligado a considerarlo una muestra de confianza? La última carta, por ejemplo, esa en la cual Lea describió el robo y el asesinato o quizá mejor la primera, en la que hablaba de su felicidad ante el nacimiento de un niño… Daba igual: cuando él leyera la carta seguro que después se iniciaría una conversación en el transcurso de la cual ella por fin podría explicárselo todo y él la perdonaría. Sí, eso resultaba posible y, con gesto decidido, cogió ambas cartas y las guardó en su traje de fiesta. Cuando Haditha regresó con una bandeja de fruta fresca, Mirijam estaba sentada en la cama como si nada hubiera pasado.

—Ya están celebrando —dijo la criada, y se sentó ante el juego de mesa—. ¿A quién le toca jugar?

Esa no fue la única partida que Haditha le ganó a la distraída Mirijam, que colocaba las fichas sin prestar atención.

Según Aisha, había que ingerir el beleño con anterioridad, pero ¿cuándo sería el momento indicado? A lo mejor Miguel no tardaría en venir. Mirijam tanteó las píldoras en el bolsillo de su vestido y suspiró. Procuró persuadirse de que todo saldría bien, de calmarse y hacer caso omiso de los agitados latidos de su corazón.

—Debéis prestar más atención, lâlla —le advirtió Haditha—. Solo es culpa vuestra si no dejáis de perder una partida tras otra.

Entonces Mirijam recordó las palabras de Aisha. La negra estaba convencida de la inocencia de los niños y había hablado de la impotencia de los débiles, de las influencias diabólicas, de demonios y en especial de evitar que la propia vida estuviera determinada por un acto diabólico. Mirijam sospechaba que dicho concepto era correcto y, agradecida, notó que se tranquilizaba. Tal vez no lo lograría de inmediato, pero debía derrotar al demonio. Si no confiaba en Miguel y en cambio siempre cedía ante sus temores, entonces el diablo habría vencido.

Esas píldoras que Aisha le había dado, sobre todo el estupefaciente que contenían, ¿podrían ayudarle a dominar sus miedos? Ya había leído la composición y el uso exacto de ese remedio compuesto de beleño y semillas de amapola en los libros del abu Alí, pero ¿la negra habría utilizado la misma receta? La fama de Aisha de ser una bruja africana no se le quitaba de la cabeza.