57

La noticia no la había cogido desprevenida; hacía bastante tiempo que Mirijam notaba la inquietud de Miguel y en los últimos días había observado que los síntomas de su desasosiego se multiplicaban. Había encargado un nuevo arcón, uno de madera de cedro provisto de tapa con el interior resistente al agua y reforzado con pesados clavos de hierro. Con frecuencia cada vez mayor había observado las nubes y el viento. Tras una minuciosa conversación con el abu Alí incluso había realizado una minúscula corrección en su viejo astrolabio. Después lustró el instrumento náutico hasta sacarle brillo, lo envolvió en suaves paños y lo guardó en la parte superior del arcón para tenerlo a mano.

Esa noche ella misma preparó la cena de Miguel; si lo había comprendido correctamente, entonces dichas tareas del hogar eran las que él pretendía que realizara. Además del pescado al vapor había preparado su plato predilecto: pastel de carne con higos envuelto en hojaldre y piñones asados. Ella misma lo había horneado y ahora estaba depositado en la mesa envuelto en el aroma de las especias. Cuando Miguel llegó, todo estaba preparado.

La tenue luz de las velas iluminaba la habitación y transformaba el rostro y la delicada piel del cuello de Mirijam en oro líquido. El corazón le palpitaba con fuerza y una sonrisa le curvaba los labios sin que ella lo notase. Miguel comió con gran apetito.

—¿Estás cargando la Santa Ana? —preguntó Mirijam una vez que él hubo saciado su apetito en parte.

—El otoño está al caer —contestó Miguel. En realidad, Mirijam detestaba que contestara preguntas directas con evasivas, pero esa noche no quería discutir.

Con la vista clavada en el plato, Miguel se concentraba en comer el pastel. Por fin acabó y Mirijam le alcanzó un cuenco para lavarse las manos.

—He de contarte una noticia excitante… —empezó a decir Mirijam, tendiéndole un jarro de agua y un paño para secarse y casi temblando de alegría por la buena noticia que quería transmitirle.

—¿De veras? Yo también he de informarte de algo importante —dijo él, interrumpiéndola—. Porque resulta que considero que ha llegado el momento de explorar nuevas tierras.

Su mirada se deslizó por el rostro y la figura de su mujer. Bajo los suaves pliegues del vestido se adivinaba su delicada figura y la piel de sus brazos delgados pero fuertes resplandecía como el bronce pulido. La atrajo hacia sí y la besó antes de proseguir con expresión resuelta.

—Por eso he decidido viajar a Amberes.

—¡A Amberes! —exclamó Mirijam, sorprendida.

—Sí, y a saber por diversos motivos —dijo, acariciando sus brazos y volviendo a besarla; luego deslizó los labios desde sus mejillas hasta el cuello y aspiró su aroma—. Pero antes de entrar en detalle sobre mis planes de viaje y mis negocios, dime qué hace este dulce lunar detrás de tu orejita. Ayer no estaba allí, ¿verdad? ¿Acaso hay otras simpáticas manchitas? Será mejor que lo comprobemos ahora mismo.

Miguel alzó a su mujer como si no pesara más que un pajarillo y la llevó hasta la alcoba vecina. Mirijam le rodeó el cuello con los brazos y se acurrucó contra su pecho. Reposaba entre los brazos de él, pequeña y casi frágil; él notó la calidez de su cuerpo a través de la camisa y no pudo evitar mordisquearle el cuello.

La depositó sobre los cojines, le quitó las ropas y recorrió el suave contorno de los hombros con las manos. Sus pechos redondos parecían asombrosamente grandes en su delicada figura y los rodeaba con las manos: eran blandos y perfectos, como melocotones. Le presionó los pezones y rio cuando Mirijam soltó un gemido.

—¿Tienes una joya nueva? —preguntó, y quiso quitarle la tirilla de cuero de la que colgaba una pequeña mano de plata.

—Sí —susurró Mirijam, y detuvo su mano—. No la toques. Es un chamsa, un amuleto contra el mal de ojo. No debo quitármelo.

Miguel le acarició las caderas, el vientre plano y lentamente deslizó la mano desde el ombligo hasta el oscuro triángulo entre sus piernas. Sabía muy bien qué le daba más placer a ella y su miembro empezó a palpitar. Mirijam lo abrazó y lo atrajo hacia sí, alzó las caderas y las hizo girar, después entreabrió las rodillas. Miguel tuvo que pensar en otra cosa, distraerse, de lo contrario todo habría acabado de inmediato.

—¿Qué noticia querías darme hace un momento? —preguntó cuando Mirijam separó los muslos un poco más.

—¿Qué has dicho?

—La noticia, ¿cuál es? —preguntó y, lentamente, se inclinó por encima de ella y la penetró. Mirijam gimió en voz baja y entonces, a medida que sus cuerpos se agitaban rítmicamente hacia arriba y hacia abajo, le susurró unas palabras al oído:

—Nuestro hijo nacerá alrededor de la época en la que florecen las rosas.

Al principio, Miguel creyó que había oído mal. Dejó de moverse y la contempló fijamente, mientras Mirijam permanecía tendida bajo su cuerpo con los ojos cerrados y una suave sonrisa en los labios.

La primera vez que yació con una mujer tenía dieciséis años, pero de pronto se sintió como un muchacho inexperto. ¡Un niño! ¡Un hijo, su hijo!

El orgullo y la incontenible felicidad que lo embargaron lo desconcertaron y soltó un grito de alegría, tan sonoro que seguramente resultó audible hasta los confines de la Tierra.