17
Él había preparado una pomada que refrescaba y aliviaba ligeramente el dolor. Además, le enseñó a formar un chêche con un turbante, de modo que la cara y la cabeza quedaban protegidas. Le dijo que en verano era imprescindible cubrirse para protegerse del sol, el viento incesante y el resplandor de las salinas, y ahora, en invierno, del frío y la lluvia.
Era evidente que el clima húmedo y frío lo afectaba y se había envuelto en su gruesa capa provista de capucha. Mirijam tuvo que arreglárselas con la manta: la sujetó a sus hombros y espalda con una cuerda y así se sentía bastante protegida, pero sus pies desnudos estaban helados. Chekaoui, el bondadoso negro de pelo crespo y amplia sonrisa, le dio un par de harapos y le confeccionó unas sencillas sandalias con un trozo de cuero.
—Hemos de contar con la nieve —dijo—. Gracias a Alá, no hemos de atravesar las altas montañas, pero mañana ya llegaremos al desierto y allí puede hacer mucho frío por las noches. Los djinn cogen a quien no se cuida y carece de protección, así que necesitas zapatos.
«Otra vez esos espíritus», pensó Mirijam: al parecer, no solo habitaban en el mar sino también en el desierto.
—Chekaoui tiene razón, el desierto es poderoso y peligroso. Es el jardín de Alá, en el que él puede andar sin ser molestado. Nosotros los seres humanos somos demasiado pequeños para el desierto, por eso hemos de protegernos de él.
El criado rio, mostrando sus grandes dientes blancos y asintió con la cabeza; un elogio de su señor lo enorgullecía. Ese negro parecía poderlo y saberlo todo y Mirijam a menudo lo observaba. Es verdad que en Amberes ya había visto hombres de tez oscura, pero nunca de tan cerca. Por eso al principio el negro la inquietó, pero su risa contagiosa era agradable y la consolaba.
Todas las mañanas, antes de emprender la cabalgata, el hakim le daba una de las bolitas de color oscuro que volvían soportable los dolores y permitían que pudiera cabalgar. Por la noche le llevaba algo de comer y se encargaba de que se acostara temprano; era un poco como si estuviera al cuidado de un padre.
Pernoctaban en caravasares, esos lugares de descanso protegidos destinados a las caravanas de comerciantes y otros viajeros. Allí había una fuente de agua fresca y forraje para los animales, las personas disponían de depósitos cerrados donde podían guardar sus mercancías y habitaciones protegidas para dormir; además, servían cenas abundantes.
Aunque le ofrecieron un saco de heno y una habitación para mujeres, Mirijam prefería dormir fuera, en el patio y cerca de los animales, porque allí se sentía casi libre. Sentía un gran aprecio por la mula en cuyo lomo cabalgaba. Aunque tenía el pelo hirsuto y soltaba polvo cuando uno la palmeaba, poseía unos ojos oscuros muy bonitos y un carácter dócil. Chekaoui le daba de comer y de beber, al igual que a los demás animales; en cambio, Mirijam la acariciaba y le rascaba las crines entre las orejas. La pequeña mula permanecía completamente inmóvil y parecía disfrutar de las caricias. Cuando Mirijam se tendía en la paja junto a las pequeñas patas de la mula se sentía curiosamente protegida. A condición de poder tenderse en un montón de paja junto a su mulita no tenía frío y tampoco se sentía sola. Nunca antes había visto estrellas tan numerosas y grandes como en esas noches claras y no se cansaba de contemplar las luces titilantes y resplandecientes en lo alto del firmamento, algunas grandes y próximas, otras diminutas y lejanas. Solo se sentía realmente despierta durante esos breves momentos, mientras de día permanecía en un estado de somnolencia debido al efecto de las pequeñas píldoras de color oscuro, como el médico no dejaba de repetirle todas las mañanas.
Cierta mañana, el sherif hakim dijo:
—¿Sabes qué día es hoy? En todo el mundo se celebra el día del nacimiento del profeta Isa con cánticos y misas, con regalos y muchos ricos platos.
Lentamente, Mirijam comprendió a qué se refería el anciano: hoy era Navidad, la gran fiesta cristiana, pero como judía, para ella dicha fiesta tenía un significado distinto al supuesto por el sherif hakim.
La Navidad siempre le había agradado, pese a que no podía acudir a la iglesia con los demás, pero ya en los días anteriores toda la casa quedaba patas arriba: realizaban una limpieza general, asaban y guisaban porque Gesa siempre quería preparar manjares especialmente exquisitos. Preparaba manzanas asadas en el horno cubiertas de miel y una infusión caliente de escaramujo. Un maravilloso aroma a cera de abejas invadía toda la casa, la cera con la cual Gesa lustraba los muebles, y también a pan de especias y dulces… Y por toda la ciudad repicaban las campanas. Tras asistir a la misa de Navidad, los amigos de su padre bebían ponche caliente en el salón.
Pero lo más importante era que cada año, en Navidades, el invierno llegaba a Amberes acompañado de la escarcha y el hielo. Todo se cubría de una brillante capa de nieve y los prados se cubrían de hielo; allí los niños patinaban y andaban en trineo durante todo el día, envueltos en el frío aire invernal. Ella también se había deslizado por encima del hielo junto a Cornelisz. ¡Y ambos avanzaban con la velocidad del viento! Él le había enseñado cómo poner los pies e impulsarse y cogida de su mano se había sentido segura. Los rizos de Cornelisz estaban cubiertos de una fina capa de escarcha y por las noches regresaban a casa muertos de frío. Mirijam soltó un profundo suspiro, pero la presión en el pecho persistió: hoy era Navidad.
¡Eso significaba que habían partido de Amberes hacía dos meses! ¿Solo dos meses? No era mucho tiempo a juzgar por lo que había ocurrido entretanto. Puede que la intención del viejo fuese bondadosa cuando mencionó la Navidad, pero la sensación de lo que había perdido aumentó.
Su camino los conducía cada vez más al sur y el frío invierno quedaba atrás cuanto más profundamente se adentraban en el desierto. Chekaoui conducía la pequeña caravana entre pedregosos oueds —como denominaban a los lechos secos de los ríos— a través de un páramo sin senderos nítidos, o al menos eso le parecía a Mirijam. Hacía días que el panorama siempre era el mismo.
Pero eso cambió cuanto más se aproximaban al oasis de Tadakilt. De pronto rastros de rebaños y huellas de carros atravesaron el camino, se toparon con una fuente y luego pasaron junto a una poza de barro en la que elaboraban ladrillos y un número cada vez mayor de aves surcaba el cielo. Por fin, Mirijam divisó el castillo en el horizonte.
La alcazaba de tres plantas del sherif Alí el-Mansour, de piedra y de tierra arcillosa apisonada, estaba situada por encima de un amplio y frondoso oasis en el que prosperaban palmeras y árboles frutales, verduras y forraje. Sus angulosas torres ostentaban almenas, ladrillos decorativos rodeaban las estrechas ventanas y por encima de la puerta había extrañas imágenes pintadas, similares a manos.
Cuando la pequeña caravana alcanzó el borde del oasis, criados, esclavos, niños y campesinos se aproximaron a la carrera y, soltando gritos de alegría y trinos, los acompañaron a través de los sombreados jardines hasta el castillo formando una especie de cortejo festivo. Allí una cocinera gorda y un administrador, ambos con amplias sonrisas, aguardaban al señor y sus acompañantes, y tras agradecer a Alá los saludaron y los condujeron al interior.
Los muros del castillo eran gruesos, disponía de cuatro grandes torres y, al igual que los caravasares donde pernoctaron, de patios interiores con árboles y fuentes donde chapoteaba el agua. Uno de dichos patios pertenecía a la cocina, tal como indicaban los fogones. Al parecer, suponía el corazón del edificio y constituiría el nuevo hogar de Mirijam.
Tras ayudarla a desmontar, el sherif hakim le palmeó las mejillas.
—Por fin he conseguido una ayudante para ti, signora —le dijo a la gorda cocinera que permanecía de pie con las manos plegadas en el vientre junto a su señor y contemplando a Mirijam con expresión escéptica cuando esta desmontó de la mula.
»Déjala en paz durante un par de días —prosiguió el hakim—, y aliméntala. Aún es una niña y ha pasado momentos muy malos. No sé cómo se llama, por desgracia, porque no puede hablar, pero tú te las arreglarás, bondadosa como eres: al fin y al cabo sabes cómo tratar a las jóvenes esclavas.
Después se dirigió a Mirijam.
—Has de saber que aquí tu auténtica ama es la signora —dijo con una sonrisa, y le guiñó un ojo—. Al igual que yo mismo, la signora es oriunda de Italia; a lo mejor por eso está como hecha para gobernarme a mí, al castillo y a los demás. En todo caso, todo se debe hacer como ella manda y tú también harás lo que la signora te encargue. Dentro de unos días te mandaré llamar para que ambos reflexionemos sobre qué hacer para que recuperes la voz. Hasta entonces, obedecerás a la signora.
Tras pronunciar dichas palabras, entró en un pasadizo que conducía a su propio patio interior.
Mirijam apretó su pequeño hatillo contra el pecho y lo siguió con la mirada. ¿Cómo se las arreglaría sin su presencia?
En el patio, las mujeres estaban atareadas: por allí correteaban cabras, corderitos, gallinas y pollitos y en un rincón carneaban a un animal. Molían mijo y trigo en molinos de piedra, cortaban verduras y frutas y alguien vertía zumos en jarras multicolores. Habían encendido varios fogones en los que el agua se calentaba en grandes ollas de hierro y junto a los fogones había sacos de carbón de leña.
La cocinera caminó en torno a Mirijam.
—¡Flaca, débil y pequeña, solo es una niña! No habla, no sabe hacer nada, pero sin embargo hay que darle de comer —acabó por bufar—. Ahora sal de mi vista, me ocuparé de ti más adelante. Hay que preparar el banquete, ¿dónde tienes los ojos, Fátima? ¡Presta atención al cuscús! ¡Ay de mí! ¿Acaso he de hacerlo todo yo…?
Hablaba mezclando palabras de varios idiomas, pero Mirijam comprendió algunas, así que logró descifrar a qué se refería.
Se ocultó tras un arbusto próximo al muro, cogió su vieja manta y se envolvió en ella. Más tarde, cuando la cocinera se inclinó por encima de la nueva esclava para alcanzarle un plato de sopa, Mirijam estaba sumida en un sueño inquieto y febril.
Mirijam pasó unos días durmiendo en el patio bajo las ramas de una vieja higuera, agitada por las pesadillas y la fiebre. Aunque allí en el sur no hacía mucho frío, alguien la había cubierto con una gruesa manta. Cuando despertaba solo se sentía vacía y apenada, pero en general estaba sumida en una especie de duermevela. En cierto momento oyó la voz del hakim.
—Su alma se ha retirado. Solo sanará cuando regrese.
Fátima y Aisha, dos ayudantes de la cocinera, le traían agua y comida varias veces al día y también unos polvos que el hakim había preparado especialmente para ella. Con la vista gacha, dejaban la comida en el suelo y luego se marchaban. Nunca, ni siquiera en el instante en que Lucia desapareció en la callejuela, se había sentido tan sola y perdida como en esos días.
Sin embargo, poco a poco tomó conciencia de su entorno. En vez de las campanadas de la iglesia, allí era el muecín quien convocaba a las personas a la oración. En vez de elegantes vestidos llevaban camisas amplias y largas hasta las pantorrillas, y en vez de sentarse en una silla ante la mesa para comer, todos se sentaban en el suelo y cogían los alimentos con los dedos de una fuente compartida por todos. Esas comidas en común se desarrollaban de un modo muy correcto, sobre todo porque antes de comer, todos se lavaban las manos en una ceremonia casi majestuosa. Mirijam observaba a las otras esclavas que cargaban con pesadas jarras de agua en la cabeza o arrastraban cestas llenas y pesados sacos. Aspiró el aroma a carne de cordero y especias, escuchó los refunfuños de la signora y las conversaciones de las otras esclavas y empezó a aprender el nuevo idioma, una mezcla de francés, árabe y latín vulgar. Vio que maceraban limones en barriles llenos de sal para que no se estropearan; sin embargo, los dátiles, las pasas de uva y los higos se secaban al sol y el carbón de leña para alimentar los fogones se almacenaba en un rincón del patio. De noche cerraban las puertas y los esclavos cogían sus abrigadas mantas y preparaban sus lechos en el patio sobre gruesas esterillas de paja. Solo la cocinera y los esclavos de la casa ocupaban las pequeñas habitaciones dispuestas en torno al patio.
Lo observó todo y le resultó extraño y fascinante. A veces deseaba encontrarse muy lejos de allí, pero otras le hubiera encantado sentir que ella también pertenecía a ese mundo.
Un día la signora le enseñó a limpiar las grandes ollas, a cortar la verdura y a acarrear carbón de leña. Mirijam nunca había realizado tareas semejantes, pero mientras trabajaba no pensaba constantemente en Lucia, en su padre o en los verdes prados junto al río Schelde…
Al principio no demostró una gran destreza y de vez en cuando las otras esclavas jugaban sucio con ella. Quien no contaba nada de sí misma y no hablaba era una marginada. Además, no podía alegar nada en su defensa, así que si algo salía mal las demás le echaban la culpa; si echaban en falta algo había sido ella la que supuestamente lo había perdido y si alguna cosa se rompía, solo podía haberlo roto la muda, claro está. Era tan injusto que al principio Mirijam se indignó, pero cuando abría la boca para protestar no surgía ni una palabra.
—Mirad, Azîza resuella como un pez en la arena —decían las otras, riendo.
Le habían puesto el nombre de Azîza y también aprendería a soportar eso.