10
Dos piratas que llevaban bombachos rojos trasladaron a Lucia bajo cubierta y la tendieron en la litera; uno de ellos, un muchacho apenas mayor que Lucia, observó que el otro —un poco mayor que él y con la excusa de arreglarle el vestido por encima de los pechos— aprovechaba para tocarle las piernas con la otra mano.
—¡Quítale las manos de encima! —gritó Mirijam presa de la indignación, y se interpuso entre el pirata y su hermana—. ¡Te lo advierto: ya has oído lo que dijo el comandante!
El muchacho alzó las manos en señal de disculpa y dio un paso atrás. Tal vez ambos solo habían comprendido la palabra «comandante», pero pareció ser suficiente. Mirijam se apresuró a bajarle el vestido hecho jirones, la cubrió con una manta y se apostó ante la litera como para defenderla.
El mayor de los dos muchachos rio, luego refunfuñó unas palabras y empujó al otro hacia la puerta.
En el camarote reinaba un desorden total: los escasos muebles estaban hechos añicos, los arcones de viaje revueltos y todos los objetos de valor, incluidos la ropa, los zapatos, las joyas y el espejo, habían desaparecido. Incluso habían arrancado el revestimiento de madera de las paredes, la puerta colgaba de los goznes y no podía cerrarse, así que Mirijam enderezó el arcón de viaje y lo apoyó contra la puerta. Al menos así nadie podría entrar en el camarote sin que ella lo notara. Descubrió la Biblia de Lucia en un hediento charco de orina; al parecer, los piratas habían demostrado su desprecio por el libro sagrado de los cristianos de un modo drástico. ¿Podría secar las páginas? La Biblia era uno de los pocos bienes que aún poseían, así que Mirijam depositó el libro abierto en la mesa para que las páginas se secaran; luego continuó rebuscando, pero solo encontró unos paños de lino y algunas prendas de ropa interior.
Se dejó caer en el suelo y se cubrió la cara con las manos. Tras la aparición de la nave berberisca la invadía la sensación de caer al vacío; era de suponer que Lucia diría que navegaban hacia el infierno. Mirijam soltó un quejido, no sabía qué hacer. Lucia y ella estaban indefensas, víctimas del giro aterrador que había dado ese viaje. ¿Acaso era posible que tras la muerte de su padre todo lo bueno hubiese desaparecido de sus vidas? ¡Ojalá no se sintiera tan indefensa y sola! Pero no podía esperar ayuda o consuelo de nadie, ni siquiera de Lucia.
¿Debiera de haber dicho que ella y Lucia eran hijas de Andrees van de Meulen, un rico empresario? ¿Y qué significaba que precisamente el capitán le advirtiese que no revelara su auténtico origen? Pero dichas reflexiones tampoco la condujeron a nada, tenía que aguardar que Lucia despertara y permaneció sentada en silencio durante bastante tiempo, angustiada y exhausta.
Lucia la inquietaba incluso mientras dormía, porque no parecía encontrarse bien aunque su pulso era normal. De vez en cuando gemía en medio de la inconsciencia o hacía rechinar los dientes, luego tiritaba de frío y poco después su frente se cubría de sudor. ¿Qué le había dado el viejo? Debía de ser un remedio muy fuerte, pues por más que sacudiera y llamara a su hermana esta no despertaba. Entonces se sentó junto a ella en la litera, la cubrió con la manta cuando se estremecía solo para volver a destaparla y secarle el acalorado rostro. ¡Ojalá dispusiera de un poco de agua y su hermana no siguiera durmiendo! Era urgente que hablaran y decidieran qué podían emprender y cómo debían comportarse, porque no podía hacerlo ella sola. Por otra parte, mientras Lucia dormía al menos no tenía que temer por ella: el espantoso griterío acerca de los diablos había sido realmente aterrador. ¿Cómo lo había denominado el anciano sarraceno: hystera, verdad?
Por la noche se presentó el médico y examinó a su hermana, que todavía permanecía tendida en la litera. Le tomó el pulso, le levantó los párpados y le abrió la boca para examinar la lengua. Después apoyó la oreja en el pecho de Lucia y auscultó su respiración.
—Me llaman hakim Mohammed y te informo que esta joven está gravemente enferma —dijo por fin—. ¿Cómo se llama? He oído decir que ambas os encontráis camino de al-Ándalus, ella como lectora y tú como criada.
Aunque en cubierta había intercedido a favor a ellas, no debía caer en la tentación de confiar en él: había anestesiado a Lucia y estaba con los corsarios, así que Mirijam guardó silencio.
—Bien, da igual. ¿Al menos comprendes lo que digo? Tiene fiebre, está causada por los humores negros que surgen del bajo vientre e invaden el cerebro, porque esa es la naturaleza terrible de la hystera, ¿comprendes? Quiere confundir la mente.
En vez de responder, Mirijam bajó la cabeza. ¿Humores negros que emergían e invadían el cerebro? Nunca había oído hablar de nada tan horrendo.
El anciano se volvió hacia la enferma una vez más y lo que hizo horrorizó profundamente a Mirijam: empezó por levantarle las faldas a la inmóvil Lucia y luego le apoyó las caderas en un cojín y le separó las piernas.
—¡No! —gritó Mirijam, y lo atacó con ambos puños—. ¡Dijiste que debía permanecer pura y ahora haces eso!
El médico alzó la mano como si quisiera pegarle.
—¡Apártate, tonta! He de hacerlo si he de salvarle la vida.
—¡Pero no está bien! —aulló Mirijam.
—Tonterías. Soy médico y debo examinarla, ahora apártate —dijo, e introdujo un dedo en el orificio más íntimo de Lucia. Su hermana soltó un suave gemido y parpadeó, pero no despertó.
Una vez que el viejo tanteó el interior del cuerpo de Lucia con mucha precaución, retiró la mano y asintió con expresión satisfecha.
—Es virgen, tal como supuse —dijo, la cubrió con una sábana de hilo y le indicó a Mirijam que se acercara—. Ahora has de ayudarme. Le daré un remedio que hará bajar la fiebre y le proporcionará sosiego a su espíritu.
Mirijam se cruzó de brazos.
—¡Haz lo que te digo! —la increpó él—. ¿O prefieres que llame a un marinero? Sostén su cabeza para que pueda derramar el remedio en su boca.
—Pero… ¿Es realmente necesario que permanezca dormida? —preguntó Mirijam, se acercó y acarició los cabellos de su hermana.
El médico sarraceno hizo un gesto afirmativo y extrajo un frasquito de cristal de un bolsillo oculto de su atuendo.
—Escúchame bien —dijo—, te lo explicaré. No sé por qué lo hago, pero lo haré. Tal vez se deba a tus ojos color ámbar… Bien, tu amiga sufre una dolencia mental, ¿comprendes? No es la primera vez que lo observo entre las mujeres de los cristianos. A veces se pasa, otras no; es algo que nunca sabes de antemano. Pero mientras duerme no puede gritar, no está fuera de sí y no puede hacerse daño a sí misma o a otros ni ponerlos en peligro, ¿verdad?
Pero si Lucia permanecía dormida no podrían hablar ni idear un plan para salvarse.
—Por mí puede gritar y estar fuera de sí —dijo Mirijam—, puesto que estaré con ella e impediré que se haga daño.
—Me alegra escuchar tu opinión acerca de este caso —dijo el médico pirata en tono sarcástico, y sonrió—. Pero no has tenido en cuenta el djinn —prosiguió en tono grave—. Los hombres podrían creer que alguien que está tan fuera de sí, como tu amiga esta mañana, está poseída por un espíritu malvado y esos son temidos incluso por los hombres más fuertes y serían capaces de hacerle daño a causa del temor, por ejemplo arrojarla por la borda durante la noche. Y hasta que el comandante o yo pudiésemos intervenir quizá sería demasiado tarde.
¿Arrojarla por la borda? Los piratas serían capaces de hacerlo, así que Mirijam alzó la cabeza de Lucia y el anciano dejó caer unas gotas del frasquito en la lengua de Lucia.
—Este remedio le proporcionará el sosiego necesario y seguirá durmiendo —afirmó.
Sin embargo, Mirijam había reconocido la imagen en la superficie del frasquito: era la de una mandrágora y la muchacha se asustó. Esa raíz mágica de forma humana podía tener efectos positivos pero también muy negativos, podía curar o matar. Estaba segura de que ese supuesto médico quería envenenar a Lucia, o incluso tal vez hechizarla. ¿Y si no fuera solo un médico, sino también un hechicero? Porque de lo contrario, ¿qué significaba toda esa cháchara sobre los djinn? Seguro que se refería alguna clase de seres mágicos o demonios…
En cuanto el hechicero sarraceno abandonó el camarote, Mirijam arrancó un trozo del dobladillo de su vestido e intentó abrir la boca de Lucia.
—¡Venga, abre la boca! —exclamó, y le restregó los labios con el jirón—. ¿Qué te ha hecho ese hombre horrendo? No pude impedirlo, ¿entiendes? Perdóname, Lucia, por favor. ¡Y abre la boca de una buena vez!
Las lágrimas se derramaban por su cara al tiempo que introducía los dedos en la boca de su hermana y le restregaba la lengua: debía eliminar el veneno antes de que penetrara en su cuerpo. Se sentía culpable. ¡El veneno de la mandrágora!
Después de un rato cesó en sus intentos. Que sus esfuerzos hubieran tenido éxito o no quedaría demostrado cuando Lucia despertara… si es que volvía a despertar algún día.