5

Mirijam y Lucia aún estaban junto a la borda cuando los hombres ya corrían a través de la cubierta para colgar farolas en la proa y la cubierta de popa y cerrar las escotillas. Unos cuantos marineros guardaban proyectiles de piedra y pólvora en la bodega delantera, otros fijaban las velas al bauprés. Prepararon las jarcias para izar las velas formando grandes ovillos de cuerdas gruesas que sujetaban al mástil. Otros se dirigían a la bodega con el fin de depositar barricas de vino, harina, agua y carne en salazón y amarrarlas.

—¡Paso, muchachas! ¡Lo dicho: las mujeres y las naves no son una buena combinación!

Uno de los hombres casi las atropella con un barril y ambas se apresuraron a refugiarse junto al mástil.

Poco tiempo después, Mirijam calculó que habían alcanzado el mar abierto, a juzgar por el oleaje y el sonido del viento. Ante ellas se encontraba lo desconocido, un país extraño, un futuro nada claro y tras ellas todo lo que hasta entonces había conformado su vida. Temblaron, y no solo debido al frío y la humedad.

Un par de brazos fornidos rodearon los hombros de las muchachas e instintivamente Mirijam se apoyó en ellos.

—Buenas noches, jonge dames, bienvenidas a bordo de la Palomina —dijo un hombre mayor de tez bronceada por el sol. Contempló a ambas jóvenes como si quisiera grabarse su imagen y esbozó una reverencia.

—Me llamo Vancleef, Joost Vancleef a vuestro servicio. Soy el argousin, el sobrecargo, el encargado de la carga y además el guardia. Y también doncella para todo en nuestra bonita Palomina —dijo con una sonrisa; un círculo de arrugas rodeó sus ojos y su mirada era cordial—. ¿Deseáis ver vuestro alojamiento? Supongo que hoy deseáis cenar en vuestro camarote. Dentro de alrededor de una hora el cocinero os servirá un potaje: es su especialidad.

Al tiempo que el hombre campechano conducía a ambas muchachas al interior de la nave a lo largo de una estrecha escalera, les dijo dónde se encontraba el retrete y comentó en voz alta lo que probablemente comerían durante la travesía. Después afirmó que el cocinero estaría dispuesto a prepararles una infusión en cualquier momento, lamentó la ausencia de un médico a bordo pero dijo que había un predicador que también era un experto en sangrías, la eliminación de forúnculos, en amputaciones y otras cosas por el estilo. Les abrió la puerta que daba a un camarote de techo bajo.

Mijnheer Vancleef —dijo Lucia—, os ruego que me digáis cuándo llegaremos a España.

—Eso no es tan fácil de contestar, mejuffrouw —contestó el sobrecargo, echando un vistazo al camarote—. Ah, aquí está —murmuró, cogió una caja de yesca de un pequeño estante y encendió la lámpara de aceite que colgaba del cielorraso.

»Bien, a que ahora todo resulta más acogedor, ¿verdad? En general, no navegamos cerca de la costa por las noches, solo en casos excepcionales, por ejemplo para aprovechar la marea, como hoy.

—¿Y eso significa…?

—Pero de día —prosiguió el hombre—, de día y cuando hay vientos favorables se izan las velas. De lo contrario hay que remar. Bien, y de eso depende al fin al cabo, ¿no? Quiero decir del viento, del clima en general y también de la ruta y otras circunstancias. Avanzamos a velocidades diferentes, ¿comprendéis? ¿Ya habéis escogido una litera?

El estrecho recinto estaba revestido de madera sencilla y disponía de dos literas, una mesa estrecha y una pequeña y elevada escotilla. La lámpara se balanceaba del gancho y su luz iluminaba una pared del camarote y después la otra.

Mirijam notó que Lucia se había puesto muy pálida, que se aferraba al borde de la pequeña mesa situada en el centro del camarote y cerraba los ojos durante un momento.

—Así que podemos suponer —dijo el argousin, y dio un paso hacia Lucia— que una travesía normal y sin contratiempos puede durar alrededor de dos semanas. Pero de momento, señorita, debierais tumbaros de inmediato. Al parecer, el mar no os sienta bien.

En cuanto pronunció dichas palabras, Lucia se desplomó. A duras penas tuvo tiempo de recogerla y tenderla en la cama.

—¿Qué te pasa, Lucia? —exclamó Mirijam, sobresaltada.

—No os preocupéis —dijo el sobrecargo para tranquilizarla—, solo son los nervios y un ligero mareo. Esto hará que se recupere —añadió, y le tendió un pequeño envase de porcelana a Mirijam.

—¡Qué peste! —exclamó al destaparla, y retrocedió espantada.

Vancleef soltó una sonora carcajada.

—Eso despertaría a un muerto, ¿verdad? Es un remedio especialmente eficaz contra el mareo y los desmayos —dijo, sostuvo el envase bajo la nariz de Lucia y esta abrió los ojos en el acto, pero solo para volver a cerrarlos un instante después y soltar un ligero gemido.

»Estáis un poco mareada, señorita, pero eso pasará. Quedaos tendida, iré en busca de una taza de té.

Lucia permanecía tendida bajo la manta de lana y suspiraba con cada balanceo de la nave, parpadeando. Mirijam le quitó los zapatos y la capa, le aflojó el corpiño y la cubrió con la manta hasta el cuello.

Vancleef apareció con un jarrito de té.

—¡Cuidado, está caliente! —dijo—. Ahora he de volver a cubierta. ¿Os las arreglareis hasta mañana?

Mirijam asintió y le tendió el jarrito a Lucia.

—Entonces os deseo felices sueños. Y no os preocupéis, aquí estáis a salvo.

—Así que ahora el viaje ha empezado de verdad —susurró Lucia, y sopló la superficie del jarrito. Estaba pálida y parecía cansada, pero quizá se debía a la luz de la lámpara que no dejaba de oscilar de un lado al otro.

Mientras que Lucia se sumió en un sueño inquieto tras beber unos sorbos de té caliente, Mirijam tuvo que esforzarse por recuperar la calma. El desmayo de Lucia la había asustado mucho. De repente se había sentido abandonada y separada de todo lo que le resultaba familiar. Era una sensación horrorosa, como si de pronto estuviera apestada. Confiaba que Lucia no tardaría en encontrarse mejor. El viaje era largo y sin su hermana mayor… Mirijam alzó la cabeza: por suerte la respiración de Lucia era normal, un sonido tranquilizador en el pequeño camarote.

Con viento a favor pero acompañado de mucha lluvia y un mar de olas agitadas, navegaron a lo largo de la costa francesa, después de la española occidental y por fin de la portuguesa. Se dirigían hacia el estrecho entre África y España, a ese paso que representaba el camino al suave clima del sur. Vancleef dijo que allí el oleaje era muy violento y el mar lleno de peligros, pero que una vez dejadas atrás las temidas corrientes y los vientos desfavorables, las maravillosas ciudades de Andalucía quedarían a su alcance.

Durante el día, Mirijam divisaba la Sacré Coeur y la Santa Katarina, las dos naves de carga de la Compañía Van de Meulen, pero de noche la amplia superficie del mar parecía completamente desierta. Sin embargo, la inquietante sensación de que tal vez eran los únicos seres vivos bajo el firmamento se disipó con rapidez cuando los marineros libres de guardia se reunían en la cubierta en torno a un brasero y jugaban a las cartas o entonaban canciones.

La Palomina era una esbelta galera de dos mástiles, de cincuenta pasos de eslora y equipada con dos cañones para proteger al pequeño convoy. En el centro se encontraban el recinto de la tripulación y la cocina, mientras que el castillo de proa —aún antes del mástil del foque y en lo alto, por encima del dorado espolón y también en el castillo de popa— albergaba los camarotes de los soldados. Además de las dos velas latinas, los remeros se encargaban de un avance veloz. Desde la cubierta de remeros surgían maldiciones y un olor hediondo, pero de vez en cuando también una canción.

A veces, cuando la nostalgia se volvía especialmente intensa y su inquietud la obligaba a moverse, Mirijam recorría los lustrosos maderos de la cubierta central hasta alcanzar la proa. Si se inclinaba por encima de la borda, podía observar cómo la delgada quilla de la nave partía las aguas refulgentes como si fuera un cuchillo. De vez en cuando, si tenía suerte, los delfines nadaban en torno a la quilla y era como si arrastraran la Palomina como los caballos de una carroza.

La molestaban la falta de movimientos, el camarote asfixiante y su pequeña y estrecha escotilla y también el aburrimiento. Se sentía incómoda, sobre todo desde que Lucia abrió sus arcones y extendió todo el contenido por el camarote. Su hermana no dejaba de rebuscar algo en medio del desorden creado por ella misma y lo empeoraba aún más. O consideraba que era necesario modificar un vestido, así que primero debía probárselo y, en ese caso, Mirijam prefería abandonar el camarote y salir a cubierta. En cambio, Lucia prefería estar a solas.

—Déjame —solía decir cuando Mirijam intentaba persuadirla de salir a tomar aire fresco—. Me disgusta la visión del horizonte oscilante. Nunca ves dónde acaban las olas, eso no es para mí. Además, he de volver a coser estos volantes.

Cuando Lucia no rebuscaba o cosía, permanecía tendida en su litera sumida en ensoñaciones.

El arcón de viaje de Mirijam casi había desaparecido bajo todas las capas, chales y vestidos de Lucia. No obstante, todos los días comprobaba que el misterioso paquete de su madre seguía a buen recaudo en el fondo del arcón; acariciaba la suave cabritilla y el lustroso cordón y pensaba en su madre, a la que no lograba recordar. También en ese momento acababa de cerrar el arcón y colocarlo al pie de su litera: ya no tenía nada más que hacer hasta la hora del almuerzo.

Mirijam abandonó el camarote y trepó hasta el castillo de popa.

—Buenos días, mejuffrouw, siempre firme, ¿verdad? ¡Debéis tener agua de mar en las venas!

—Yo también os deseo buen día, mijnheer Vancleef. Quién sabe, tal vez algunos de mis antepasados eran piratas…

—¡Pues esperemos que no! Son chusma, un hato de bellacos paganos que merodea por las aguas del Mediterráneo. Los peores son los berberiscos, los piratas de la costa de África del Norte, gente guerrera que incluso navegan hasta el extremo norte y practican sus bellaquerías en el mar de Islandia. Y ni el emperador ni el Papa ponen fin a sus actividades —dijo Vancleef, y lanzó un salivazo al mar.

A Mirijam le agradaba el sobrecargo, que siempre le hablaba en tono amable. En cambio, solo veía al capitán muy de vez en cuando. Solo hacía acto de presencia en cubierta una vez al día; cuando aparecía en la cubierta de popa, comprobaba la posición de las velas, la dirección del viento y el oleaje y se dejaba informar por el timonel sobre el resultado de la navegación antes de volver a desaparecer en su camarote. Aún no había intercambiado una palabra con las muchachas, solo de vez en cuando las saludaba con una leve inclinación de la cabeza. Pero por casualidad, Mirijam había observado que trasladaban dos pequeños barriles de aguardiente a su camarote y se preguntó si el capitán bebía más de las dos copitas diarias para fortalecer el corazón.

Cuando por fin dejaron atrás las corrientes desfavorables ante Gibraltar, junto a la costa meridional española y alcanzaron aguas más tranquilas, el tiempo mejoró. De vez en cuando veían tierra en el horizonte, montañas pertenecientes a islas pequeñas como le explicó el argousin. El sol calentaba la cubierta de popa y, bajo una vela para protegerlas del sol, Vancleef instaló un lugar de descanso para ambas muchachas mediante cojines de colores, donde Mirijam solía tenderse y contemplar el azul infinito que se extendía por encima del mar. De mañana, el horizonte empezaba a colorearse casi de manera imperceptible y luego más intensamente hasta que aparecía el sol y todo —tanto las olas como las delicadas nubes del cielo— resplandecía y brillaba. Cuando caía la noche, el proceso se invertía y ello le agradaba mucho y también el prevaleciente aroma a brea y sol, a sal y pescado: era el aroma de su tierra natal.

Mirijam estaba tendida en los blandos cojines, observando el vuelo de las gaviotas mientras Lucia cosía un cuello de puntillas al escote de su vestido de seda azul. Opinaba que ello realzaría sus pechos.

—Estoy segura de que Fernando me regalará un negrito si se lo pido —dijo con la vista soñadora clavada en las nubes—. Claro que deberá llevar una bonita librea multicolor y un lindo turbante de seda. Imagínate: caminará detrás de mí, sostendrá mi abanico o mi pañuelo y me acompañará a todas partes. Seguro que causará una gran impresión pero ¡qué te estoy contando, tú no entiendes nada de eso!

Últimamente, Lucia no dejaba de hablar de su boda inminente, su futuro esposo y la vida elegante que le esperaba. A veces incluso simulaba estar impaciente por dejarse caer en brazos de ese Fernando. ¿Acaso ella misma creía que era verdad?

—¡Por supuesto que lo comprendo! No es muy complicado.

«Lucia es realmente insoportable», pensó, enfadada. Al fin y al cabo, ella ya no era una niña. Al contrario: la que se comportaba casi como una niña pequeña era Lucia, que esquivaba cualquier conversación seria. ¡Lo único que hacía era coser cuellitos y un par de bieses, como si eso fuese lo más importante! ¿Es que alguna vez había hablado de su padre o al menos consentido que Mirijam hablara de él? Como si tuviera miedo, Lucia volvía la cabeza hacia el otro lado y agitaba la mano como si quisiera apartar una telaraña en cuanto Mirijam mencionaba el tema. Aunque ambas podrían haberse consolado mutuamente, Lucia no quería oír nada, nada sobre Amberes, por no hablar de la muerte de su padre.

—No puedo —afirmaba—, me pone triste, he de mirar hacia delante.

Claro que al ver las lágrimas en sus bellos ojos azules Mirijam tuvo que ceder, pero la nostalgia y la pena seguían allí. Entretanto, de vez en cuando, cuando estaba de pie en la proa y su mirada se perdía entre las olas del mar y el cielo azul, mantenía una especie de diálogo con su padre. No era lo mismo que poder hablar con Lucia de ello, pero le servía de consuelo.

—Bueno, tú aún no eres una novia, por eso —dijo Lucia en tono más suave.

No obstante, Mirijam se enfadó. No se encontraba bien desde ayer, le dolía el estómago y además sentía nostalgia.

En el castillo de popa, el capitán y el sobrecargo discutían a voz en cuello sobre la ruta a tomar y la navegación. Mirijam se enderezó para poder oírlos mejor.

—¡Estimado Vancleef, creo que debéis dejarlo en mis manos! —chillaba el capitán—. No se trata del rumbo que siempre solemos tomar, sino de cuál es el mejor en cada caso. Y de las necesidades resultantes del viento y de los demás factores.

—Pero, capitán, tened en cuenta la proximidad de las islas.

—Lo tengo en cuenta, Vancleef. ¡Pero sobre todo tengo en cuenta quién es el capitán de este barco! Y vos tampoco debierais olvidarlo. ¿O acaso tenéis ganas de que os sujete con las cadenas de las que disponemos a bordo para los posibles amotinados?

El griterío de ambos hombres incluso apagaba el chirrido de las correas en las chumaceras y los redobles de tambor, porque la voz del capitán era más aguda que de costumbre. Mientras el timonel miraba hacia delante y aferraba el largo remo con ambas manos, algunos marineros se acercaron presa de la curiosidad: una pelea a voz en cuello era algo nuevo para variar, un cambio en la monotonía cotidiana.

—Claro que no, lo sabéis tan bien como yo. Solo consideré que…

—Pues no consideréis, ¿de acuerdo? Será mejor que mandéis a los hombres a trabajar en vez de ponerme de mal humor con vuestras bobadas insensatas. ¡En todo caso, contad con una entrada en el cuaderno de bitácora!

El capitán abandonó la cubierta de popa soltando bufidos de cólera mientras Vancleef increpaba a los marineros y les preguntaba si creían que les pagaban por papar moscas.

Una vez más, la mirada de Mirijam se deslizó por encima del horizonte… Pero en esa ocasión descubrió una nave desconocida tras las velas de la Sacré Coeur y la Santa Katarina. Y entonces resonó el grito de uno de los marineros:

—¡Barco a la vista, a popa y a estribor!

Mirijam se acercó a la borda. Era evidente que el barco desconocido era maniobrable y su eslora y elegante proa hacían que la Palomina pareciera un tanto torpe. El sobrecargo se situó a su lado y, tras echar un breve vistazo, dijo:

—Creo que es una nave veneciana. La reconozco por el gallardete.

La nave se acercaba a las de Van de Meulen a gran velocidad desde el este, donde se encontraba una de las islas. Brillaba bajo la luz del sol, al parecer estaba cubierta de opulentos adornos dorados.

—Esa clase de naves a menudo atracan en Amberes —comentó Mirijam en tono indiferente.

Una nave veneciana no le resultaba especialmente impresionante, por más magnífica que fuera su decoración: allí en Amberes eran bastante habituales.

Pero fue el grito aterrado de Vancleef lo que hizo que unos instantes después observara la nave con mayor atención. ¡Allí, donde hacía un momento solo una elegante nave veneciana cabalgaba las olas de pronto aparecieron cuatro! Tres galeras más se habían adelantado a la primera y se dirigían directamente hacia ambos barcos mercantes. Pero eso no fue lo que asustó a Mirijam, sino los repentinos gritos y aullidos en cubierta. Los soldados y los marineros estaban de pie junto a la borda, coléricos y agitando los puños y rugiendo fuera de sí.

—¡Corsarios! ¡Piratas! ¡Malditos berberiscos engendros del infierno! ¡Que el Señor y todos los santos nos asistan si se trata de Jeireddín, ese condenado griego, el corsario del sultán!

Entonces Mirijam también lo notó: donde hacía un momento ondeaba el león de San Marco en los mástiles, de pronto la media luna musulmana resplandeció por encima de las naves.