25
Durante dos días, Chekaoui los condujo a marchas forzadas a través de las dunas meridionales, luego trazó una curva a través de los lechos secos y pedregosos de unos arroyos, con el fin de no dejar huellas y evitar a posibles perseguidores. Entretanto, avanzaban directamente hacia el oeste. Cada vez que hacían una pausa y también mientras cabalgaban uno junto al otro, el viejo hakim y su criado se consultaban mutuamente. Mientras, Mirijam debía esforzarse para no caer del camello.
Esa noche también se apeó del camello, entumecida y contenta de haber dejado atrás ese día y poder tenderse. Chekaoui la condujo hasta un lugar protegido por una elevada duna y luego se encargó de los camellos. No encendieron una hoguera.
—El olor a humo se percibe a gran distancia —dijo el negro, que ya no reía. Dormía a unos pasos de distancia, junto a su camello. Sus caminos se separarían incluso antes del amanecer: él regresaría a Tadakilt mientras que Mirijam y el hakim seguirían viaje. Nadie conocía la meta secreta del médico, ni siquiera Chekaoui.
Tras echarle un vistazo a los camellos y a la silueta de Chekaoui, aún dormido, Alí el-Mansour y Mirijam se sentaron uno junto al otro, con el fin de que él pudiera hablarle en voz baja. Debían tener presente que de noche, en el desierto, cualquier sonido se volvía audible, incluso a gran distancia. No le resultó fácil confesarle sus sospechas a Mirijam, pero por otra parte era hora de que se las manifestara. Así que en el tono más objetivo posible, le informó quién —según sus averiguaciones— quería acabar con la vida de ella: un comerciante de Amberes que, tras la muerte de su padre, se había apropiado de su fortuna y quería eliminar a ambas herederas.
Hasta ese momento, el hakim había hablado con toda claridad, pero también con cautela. Entonces le lanzó una mirada preocupada a Mirijam, que lo contemplaba de manera inexpresiva como esperando que prosiguiera.
—Puede que ya lo sospecharas —continuó en tono decidido—. El ataque a las naves de tu padre y quizá también la muerte de tu hermana —y en todo caso, el complot para asesinarte— fue ideado por una única persona: tu antiguo maestro, ese abogado llamado Jakob Cohn. ¡Podría jurarlo! Oíste lo que dijo el mensajero del pachá, ¿verdad? Se limitó a confirmar los rumores que ya había oído hace cierto tiempo. Por desgracia, no conocemos toda la trastienda, pero deberíamos partir de la idea de que gran parte de lo que dijo el mensajero es verdad. El pachá actúa en interés del abogado porque le resulta útil a sus propios fines. Sospecho que se trata de importantes negocios y maquinaciones seguramente ilícitas, y que para realizarlos es necesario disponer del nombre de una empresa seria.
Era como si le hubieran pegado un puñetazo: el abogado Cohn, su maestro, su tío… ¿era un asesino? Pero ¿qué sacaba él si a ella le ocurría algo? Hasta que alcanzara la mayoría de edad o se casara, como fideicomiso él podía hacer lo que se le antojara con su parte de la herencia. Seguro que todo eso solo era un error o unas habladurías maliciosas…
—Ahora duérmete —dijo el médico—. Mañana seguiremos hablando y entonces también te diré adónde pienso dirigirme, un lugar donde confío en que estaremos a salvo. Que Alá te proporcione un sueño tranquilo.
Mirijam mantenía la vista clavada en el cielo, observando el curso de las estrellas. A veces las conclusiones del médico le parecían lógicas y correctas, y otras totalmente increíbles. No le cabía en la cabeza que los terrores sufridos por ella y Lucia durante los pasados meses podían haber sido el resultado de un plan. Además, los vínculos y los contratos a través de países —e incluso de mares— no eran ninguna novedad, pero un plan como el sospechado por el hakim… La última pregunta que se hizo antes de dormirse fue la siguiente: si la sospecha de sîdi Alí se confirmara, si el abogado le pedía a aliados poderosos como el pachá que la matara, ¿adónde podía huir?
Cuando de madrugada la silueta de Chekaoui desapareció tras el horizonte, el médico le informó de la meta de su huida: quería dirigirse a Mogador, una ciudad situada a orillas del gran océano occidental. El brazo del pachá no llegaba hasta allí, puesto que esa comarca pertenecía a la corona portuguesa, le dijo Alí el-Mansour. Por su parte, él se alegraba porque allí podía estudiar los métodos de los gnaoua, los músicos sanadores del sîdi Bilal. Para Mirijam, una meta era tan buena como cualquier otra.
Por todas partes se extendía un desierto infinito, yermo y desolado. Mirijam tragó saliva. ¿Acaso el hakim lograría encontrar el camino sin ayuda? ¿Cómo orientarse en ese páramo que no ofrecía ningún punto de referencia? Ella creyó que cabalgarían a través de un mar de dunas salpicado del verdor de maravillosos oasis, semejante a los alrededores de Tadakilt, pero allí solo se extendía un terreno pedregoso. Nadie había dicho una palabra acerca de una llanura cubierta de gravilla que el espejismo causado por el calor volvía imprecisa, que se extendía de horizonte a horizonte y en la que todos los contornos eran borrosos. Solo tras muchas horas el panorama empezó a cambiar cuando se toparon con acumulaciones de arena que, tras rocas o arbustos desparramados, formaban pequeños montículos. Pronto se convirtieron en colinas cada vez más altas que incluso formaban cordilleras de dunas de finísima arena.
Cabalgaban con sus tres camellos de carga al pie de dichas dunas, allí donde el viento permanente había eliminado la arena. El suelo duro casi parecía una calle empedrada y avanzar era un juego de niños. Por fortuna, esas «calles» se dirigían en la dirección deseada: hacia el oeste. El sherif encabezaba el pequeño grupo; cabalgaban en fila india como acostumbraban a avanzar las caravanas. La estrecha espalda del médico parecía débil; se balanceaba de un lado al otro al ritmo de los largos pasos del camello a través del paisaje mortecino y, sin embargo, sabía lo que hacía. De vez en cuando dirigía la mirada hacia atrás y asentía con la cabeza para animar a la muchacha que cabalgaba a sus espaldas. Estaba muy atareada conduciendo su camello que, tal como comprobó, requería una mano dura. Bufaba, protestaba y se encabritaba y, si ella se descuidaba, hasta intentaba morderla.
«Debemos presentar una imagen curiosa», pensó el sherif: dos personas y cinco camellos, tres de ellos muy cargados con cajas y bultos. ¿Se había llevado demasiados libros y escritos? No obstante, había dejado atrás la mayor parte de su biblioteca y solo cogió las piezas más valiosas e importantes. Pero los camellos parecían estar demasiado cargados, porque de lo contrario, ¿por qué trotaban arrastrando las patas? En todo caso, según su opinión no avanzaban con velocidad suficiente. Mirijam y él eran jinetes inexpertos en comparación con los entrenados soldados del pachá montados en sus meharis: los veloces camellos de carrera. Sabía que, a condición de que los soldados los buscaran minuciosamente, podrían dar con sus huellas pese a todas las precauciones tomadas. Además, su ventaja era muy escasa; debían alcanzar la ksar de El-Mania lo antes posible, porque allí acababa el dominio del sultán de Constantinopla y también el de su vasallo, el pachá de Al-Djesaïr. Hasta alcanzar la ksar de El-Mania no se concederían un descanso excepto los necesarios para los animales.
Poco antes de caer la noche, cuando el viento amainó y el aire se volvió especialmente transparente, hicieron una pausa. Mientras Mirijam alimentaba los camellos, el sherif buscó una colina alta, la remontó y dirigió la mirada hacia atrás, en dirección al camino recorrido. ¿Se veía una nube de arena en alguna parte? ¿Una columna de humo? ¿Acaso ya les pisaban los talones? Pero por más que se esforzó y por más que oteara el horizonte, no descubrió ningún indicio de que los esbirros los persiguieran, gracias a Alá. Comieron un puñado de dátiles y siguieron avanzando hasta que salió la luna.
Los días y las noches transcurrieron con el mismo ritmo: cabalgar, breves pausas, alimentar a los camellos, cabalgar y cabalgar. Y solo escasas horas dedicadas a dormir. Aunque el viejo no descubrió ningún indicio de posibles perseguidores y no dejó de notar el cansancio cada vez mayor de Mirijam, siguió avanzando a la misma velocidad. Todas las mañanas volvía a explicarle a Mirijam el motivo de las prisas.
—Estás en esta situación por culpa mía, ahora he de hacer todo lo posible por salvarte. ¡Ignoras hasta dónde llega la crueldad del pachá! Nuestra salvación reside únicamente en la velocidad con la que avanzamos.
«Y en las manos de Alá», pensó. Por eso todas las noches se volvía hacia La Meca para suplicar la ayuda a Alá.
Hacía tiempo que Mirijam dejó de hacerse preguntas acerca de la huida. Incluso se negó a pensar seriamente en los increíbles reproches que el hakim había elevado contra el abogado.
Para gran sorpresa de Mirijam, aparte del cansancio y de las prisas —que de todos modos le parecían exageradas— cuanto más se alejaban de Tadakilt, tanto mayor placer le producía el viaje. Cuando volvía a despertar temprano por la mañana tras dormir unas pocas horas, cada vez se sentía un poco más ligera que el día anterior y le pareció que podía deshacerse de un acontecimiento horrendo y de un susto tras otro como si fueran un lastre y dejarlos en el desierto.
Al mediodía, el abrasador viento del desierto hacía cantar las altas dunas. Era un viento traicionero, a veces la atacaba de frente, otras de costado o le lanzaba ráfagas de arena a la cara. En dos ocasiones se toparon con los esqueletos secos de camellos muertos, medio enterrados por la arena. Después pasaron junto a conos negros de lava y rojas columnas de granito, o de rocas literalmente despedazadas debido al calor diurno o al frío nocturno.
Acampaban a los pies de una duna que los protegía del viento y se calentaban junto a la hoguera, rodeados por un profundo silencio; los camellos descansaban al borde del círculo de luz. El único sonido era el de sus dientes masticando su alimento y de vez en cuando el borboteo de sus estómagos. A veces las ramas secas chisporroteaban en las llamas, de lo contrario reinaba el silencio.
—Podremos descansar en El-Mania, donde con la ayuda de Alá ya llegaremos mañana.
Para no interrumpir el silencio, el anciano hablaba en voz baja; parecía cansado y cada paso parecía costarle un esfuerzo. Necesitaba descansar urgentemente, lo demostraba su andar encorvado y las profundas arrugas que surcaban su rostro.
Pero se negaba a hablar de su cansancio y de la meta, tenía otras preocupaciones. Carraspeó, como siempre cuando abordaba un tema importante, y dijo:
—Hemos de hablar de cierto asunto, hija mía. Aún nos espera la mayor parte de nuestro viaje a Mogador, porque solo alcanzaremos el gran océano dentro de muchas semanas. Tendremos que atravesar otros desiertos y una alta cadena montañosa, y será muy duro. Por eso creo que debiéramos volver a cambiar tu nombre una vez más.
Perpleja, Mirijam alzó la cabeza. En su fuero interno hacía tiempo que había decidido que, mientras ella misma no pronunciara ese nombre extranjero, el cambio de nombre no tenía validez. Y como no podía hablar seguía siendo Mirijam, daba igual cómo la llamaran los demás.
—Así muchas cosas se volverían más sencillas, créeme —comentó el hakim—. Pronto volveremos a encontrarnos entre otras personas y entonces llamarás menos la atención si, en vez de ser una muchacha, viajas conmigo como mi acompañante masculino, ¿comprendes? He decidido que debieras llamarte Azîz, Azîz ben el-Mansour, el hijo de el-Mansour. Si Alá me hubiese regalado un hijo, habría elegido ese nombre para él.
Mirijam casi se echó a reír. ¡Cuántas veces había deseado ser un muchacho y vivir sin las molestas restricciones que les imponían a las niñas! ¿Y precisamente allí en el desierto se cumpliría ese deseo? Contempló al anciano con mirada afectuosa. Decidió que quien estaba dispuesto a hacer un esfuerzo tan enorme por ella tenía el derecho de ponerle el nombre que le diera la gana.
Así que asintió, se cortó los cabellos sin dejar de sonreír y se puso la gandourah, una larga camisa blanca y los cómodos pantalones de un viajero del sexo masculino.